Jeremías 17, 5-8: Maldito el que confía en el hombre; bendito el que confía en el Señor.
Salmo 1: Dichoso el hombre que confía en el Señor.
I Corintios 15, 12. 16-20: Si Cristo no resucitó es vana la fe de ustedes.
San Lucas 6, 17. 20-26: Dichosos los pobres – ¡Ay de ustedes los ricos!.
A este mundo que se ahoga en el pesimismo y la frustración a pesar de tantos bienes de consumo y de tantos progresos, el Papa Francisco le propone el camino de la felicidad en su pasada Exhortación “Alégrense y regocíjense”, retomando las palabras de Jesús. “El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada”.
Es el destino del hombre, ser feliz. La felicidad se encuentra no en el mucho acumular ni en el mucho disfrutar, sino en esa armonía interior que nos hace capaces de amar, de donar y de construir. La verdadera felicidad brota de la experiencia de sabernos amados de Dios.
Si todo el Evangelio es buena nueva, hay partes centrales que sustentan toda la vida del discípulo. Las Bienaventuranzas, tanto en San Mateo como en San Lucas, forman ese núcleo que hace diferente la propuesta de Jesús. Mientras San Mateo sitúa esta predicación en un monte queriendo elevar el espíritu y presentar a Jesús como un nuevo Moisés, con una ley nueva y diferente; San Lucas la sitúa en un llano para mostrar a Jesús junto al pueblo, muy cerca de las personas. Mientras San Mateo nos recuerda hasta ocho o nueve bienaventuranzas, San Lucas presenta solamente cuatro y unidas a los “ayes” o “malaventuranzas”, que ya el profeta Jeremías nos anunciaba desde el Antiguo Testamento.
Mientras San Mateo insiste en un aspecto más espiritual y del corazón con un sentido exhortativo, San Lucas nos hace enfrentarnos a la dura realidad de la pobreza, de la miseria, del dolor y el hambre. Conviene tener muy presente a quienes llama Jesús “felices” y de quienes se lamenta porque podemos estar buscando la felicidad inmediata y olvidarnos de lo que Él valora.
Jesús llama “felices y dichosos” a cuatro clases de personas: los pobres, los que pasan hambre, los que lloran y los que son perseguidos por causa de la fe. Y se lamenta y dedica sus “ayes”, que algunos llaman maldiciones, a cuatro clases de personas: los ricos, los que están saciados, los que ríen y los que son adulados por el mundo. ¡Qué diferentes son nuestros valores y conceptos! Es muy distinta la ambición y la motivación del hombre actual, o quizás del hombre de todos los tiempos. Y nosotros ¿dónde estamos? ¿Dónde ponemos nuestra felicidad?
Jesús desestabiliza la escala de valores que predomina en la sociedad. Las bienaventuranzas expresan un radical cambio en los valores que la presencia del Reino pide. Es más, son signo de la presencia de ese Reino: proclaman la llegada de las promesas mesiánicas. Quien dice sí a Jesús encuentra el gozo de sentirse amado por Dios y se hace participante de la historia de la salvación juntamente con los profetas y con el mismo Jesús. Alguien me ha preguntado cómo puede ser feliz una persona siendo pobre. Es difícil responder con teorías. Yo los invito a contemplar a Jesús. Yo creo que Jesús es inmensamente feliz y sin embargo es pobre.
Las bienaventuranzas que proclama están íntimamente unidas a su persona y son la manifestación de que se puede ser realmente feliz. En una sociedad donde se mira siempre la ganancia y el interés, donde el dinero es el ídolo ante el cual se postran las personas, en un mundo intercomunicado y neoliberal, en un ambiente donde se busca toda clase de seguridades pero que no queda espacio para la verdadera libertad, solamente el “Hombre de las bienaventuranzas” es verdaderamente libre de las cosas y hace descubrir el verdadero rostro del hombre. Las bienaventuranzas no están separadas de quien las ha pronunciado. Si Él nos dice que son felices los pobres y quienes tienen hambre, es porque Él es feliz y quiere hacernos participes de su misma felicidad.
Las bienaventuranzas no son leyes, sino evangelio. La ley deja al hombre confiado a sus propias fuerzas o a las seguridades que le ofrecen los bienes. El evangelio coloca al hombre de frente al don de Dios y lo invita a hacer de ese regalo una plenitud de vida. La dicha o felicidad de los pobres radica ahora en el hecho mismo de que ya ha llegado a ellos el Reino de Dios. Son dichosos porque “el reino de Dios les pertenece” y “porque tienen a Dios como Rey”. Jesús no les promete la felicidad, los declara felices. Y esta declaración la hace “en un llano”, o sea, en el mismo plano y lugar en que se halla construida la sociedad a partir de los falsos valores de la riqueza y el poder.
Las bienaventuranzas no son la recompensa a virtudes morales, a esfuerzos o a la conversión. Es la alegría de saber que Dios se ha puesto de su lado y que comparte la suerte de los desamparados. No es una invitación a permanecer en la miseria. Jesús mismo la rechaza y lucha contra ella porque va contra el querer de Dios. El verdadero discípulo debe rechazarla y combatirla y todo esfuerzo por suprimirla es un paso que hace avanzar el reino de Dios, es expresión de la vida plena compartida. No es una invitación a vivir con resignación, y quizás con resentimiento, la situación de la pobreza, sino es descubrir que más allá de las posesiones y el poder está el reconocimiento a la persona como Hijo de Dios que comparte la misma vida de Jesús.
¿Dónde está la felicidad? Este pequeño pasaje evangélico cambia todo el sentido de la vida cuando decidimos hacerlo realidad. Responde con claridad a los interrogantes fundamentales que nos hacemos cada uno de nosotros y que a veces tenemos la tentación de responder con los bienes materiales. Pero los bienes atan y esclavizan. Hoy Cristo nos ofrece la respuesta sobre quién y cómo es Dios, con quién está, dónde debe colocarse el discípulo, cómo encontrar gozo y paz, quiénes son verdaderamente felices… ¿Qué le respondemos a Jesús? ¿Somos felices? ¿Dónde hemos encontrado la felicidad? ¿En nuestra vida qué reflejamos más: las bienaventuranzas que proclama Jesús o los “ayes” que condena?
Señor nuestro, que prometiste venir y hacer tu morada en los corazones rectos y sinceros, concédenos la rectitud y sinceridad de vida que nos hagan dignos de esa presencia tuya. Purifica nuestros corazones e intenciones y haz que descubramos la verdadera felicidad que sólo en ti podemos encontrar. Amén