Alocución de bienvenida al Papa del presidente francés Jacques Chirac

LOURDES, domingo, 15 agosto 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió el presidente de Francia, Jacques Chirac, a Juan Pablo II durante la ceremonia de bienvenida que tuvo lugar en el aeropuerto de Tarbes-Lourdes.

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Santo Padre:

Es para mí un placer y un honor acogerle y desearle la bienvenida en Tarbes. Francia se alegra al recibirle de nuevo con motivo de esta peregrinación a Lourdes, la segunda después de la que usted efectuó en 1983.

Santo Padre, usted ya ha venido siete veces a nuestro país, antigua tierra de cristiandad, en particular con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud que, en agosto de 1997, congregaron en París a más de un millón de jóvenes. Los franceses conservan un intenso recuerdo.

El año pasado usted celebró en Roma los 25 años de pontificado, rodeado de todos aquellos que se habían desplazado desde todos los continentes para testimoniarle su admiración, su cariño y sus mejores deseos.

Este año, usted ha querido regresar a Lourdes, donde se encarna el recuerdo de una santa francesa, Bernadette Soubirous, mujer de corazón y de fe que ha dado esperanza a los más desfavorecidos, fuente de consuelo e inspiración para los católicos de todo el mundo.

Cada uno de nosotros es consciente del alcance de su visita a estos lugares excepcionales en los que se expresa tanto valor, tanta entrega y solidaridad.

Peregrino entre los peregrinos, vuestra presencia, vuestra solicitud, vuestro ejemplo reavivarán el fervor de todos los que, con frecuencia en el sufrimiento y la enfermedad, vienen a rezar a Lourdes, templo de fe y de esperanza.

Mañana, usted celebrará la Eucaristía que, en este lugar consagrado a la Virgen María, tendrá una resonancia sumamente particular. Pues, más allá de las creencias y convicciones de cada quien, una conciencia universal está surgiendo poco a poco. Demasiado lentamente sin duda aunque inexorablemente, podemos esperar que los pueblos, las naciones, los estados reconozcan que la salvaguardia del más débil, del más frágil, del más necesitado, constituye un deber, un imperativo moral que trasciende las fronteras.

Francia y la Santa Sede se unen en este combate a favor de un mundo que coloca al hombre en el corazón de todo proyecto.

Un combate por la paz, para que las relaciones entre los estados estén sometidas a la ley, rechazando la política del hecho consumado, promoviendo el diálogo de culturas como antídoto a la violencia y al rechazo del otro.

Un combate por la libertad, el reconocimiento de la igual dignidad de todos, mujeres y hombres, el rechazo de todas las formas de discriminación, de opresión, de racismo y de odio, particularmente urgente ante el crecimiento del fanatismo y de la intolerancia.

Un combate por la solidaridad, la justicia y el progreso social, para que cesen los escándalos de la pobreza de masas, del analfabetismo o del hambre, en un momento en el que el mundo es más rico que nunca.

Un combate por la naturaleza, que el hombre ha recibido para compartirla, a la que debe tratar con respeto y precaución, si quiere garantizar su porvenir y el de las generaciones futuras.

El ideal que nos alienta es el de una humanidad unida en torno a valores universales, capaz de respetar y celebrar la diversidad de sus historias y culturas; una humanidad más comprometida que nunca en la búsqueda del conocimiento y del progreso, motivo por el cual se somete a la ética de la responsabilidad y de la exigencia de la solidaridad.

Usted, incansable peregrino, encarna estos combates, así como encarna la audacia, el valor y esa fuerza que hace de usted, Santo Padre, un pastor universal y un hombre de paz.

Que su estancia en la tierra de Francia pueda traer serenidad y esperanza a aquellos que le escuchan y que se acuerdan de usted.

[Traducción del original francés realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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