«¡África o muerte!» era el sentimiento apasionado de este insigne misionero; brotaba de sus entrañas y le confería el aliento para seguir luchando por Cristo. Siendo único superviviente de una numerosa familia de ocho hijos, a su madre, Domenica, no le tembló la voz cuando lo vio partir en 1857 después de su ordenación sacerdotal, diciéndole: «Vete, Daniel, y que el Señor te bendiga». Este gesto de suma generosidad nutría de bendiciones, junto a las divinas, la determinación irrevocable de este apóstol que había traído al mundo en Limone sul Garda, Italia, el 15 de marzo de 1831. El santo jamás lo olvidó; en las cartas que fue enviando desde su misión siempre agradeció a sus padres este desprendimiento. Ambos andaban escasos de recursos; servían como campesinos a un lugarteniente de la zona. Por eso Daniel tuvo que irse a Verona, donde el venerable Nicola Mazza había fundado un Instituto pensando en el futuro de jóvenes como él, pobres y con grandes dotes.
Fue allí donde ardió la llama de su vocación sacerdotal y misionera, teniendo en el horizonte de sus sueños apostólicos el continente africano. A ello contribuyó su amistad con un antiguo esclavo sudanés, con el que compartía las aulas. El 6 de enero de 1849 se comprometió ante Mazza a «consagrar su vida a Cristo en favor de los pueblos africanos hasta el martirio». Recibió la ordenación sacerdotal en Trento en 1854, de manos del obispo beato Juan Nepomuceno Tschiderer. Tres años más tarde, sin haber cumplido los 26 de edad, partió a África junto a cinco misioneros educados, como él, por Mazza. Llegó a Jartum, capital de Sudán, y allí se dio de bruces con la realidad: clima sofocante, riesgos de toda índole, miseria, abandono, enfermedad, etc. Todo ello habría invitado a espíritus pusilánimes a tirar la toalla, cediendo al temor, pero no a él, que se sintió espoleado a luchar con más fuerza que nunca. «Tendremos que fatigarnos, sudar, morir; pero al pensar que se suda y se muere por amor de Jesucristo y la salvación de las almas más abandonadas de este mundo, encuentro el consuelo necesario para no desistir en esta gran empresa», escribió a sus padres. Había sido un viaje difícil, plagado de sufrimientos y contrariedades, incluido el fallecimiento de la mayoría de los integrantes de esta misión. «¡África o muerte!» es la rúbrica instantánea de una fidelidad irrevocable a Cristo que brotó de sus labios ante el óbito de uno de los misioneros que le acompañaban, el padre Oliboni.
Volvió a Italia dispuesto a diseñar una nueva estrategia para llevar adelante la misión. El 15 de septiembre de 1864 en Roma oró sobre la tumba de san Pedro. Allí concibió lo que iba a ser conocido como el «Plan para la regeneración de África», sintetizado en la idea de «salvar África por medio de África». Su único objetivo era «el de llevar el beso de paz de Cristo» a esos pueblos del continente. Tres días más tarde dio a conocer su plan al papa Pío IX y al cardenal Barnabó, prefecto de Propaganda Fide. El pontífice le dijo: «¡trabaja como un buen soldado de Cristo!». Comboni comenzó efectuando viajes a distintos puntos de Europa en una labor de concienciación, estímulo y solicitud de ayuda para este proyecto, sin descuidar ningún estamento social. Sus interlocutores iban desde las autoridades eclesiales, la realeza y la poderosa aristocracia hasta las gentes sencillas y pobres. Para suscitar vocaciones y mantener vivo el espíritu misionero se sirvió también de un instrumento valiosísimo: la creación de una revista. En 1867 y en 1872 fundó los Misioneros Combonianos y las Misioneras Combonianas respectivamente. Consiguió que la Iglesia se involucrase en esta tarea misionera, especialmente con su Postulatum expuesto en el Concilio Vaticano I.
Siempre desviviéndose por todos, no ocultaba su esfuerzo. Al escribir al padre Arnold Janssen desde Jartum en 1875 le decía con toda sencillez: «Perdóneme por escribirle en latín; pero es que no duermo por exceso de ocupaciones, y estoy agotado. Por este motivo no le escribo en alemán, porque necesitaría más tiempo y tendría que usar el diccionario…». En el estío de 1877 fue designado vicario apostólico de África central y consagrado obispo. En sus múltiples viajes al continente luchó contra la explotación inhumana, la esclavitud y toda clase de desmanes contra el pueblo que tanto amaba. Su fortaleza provenía de la cruz de Cristo, a la que se abrazó y de la que no despegaba sus ojos. Ocho días antes de morir dijo: «La cruz tiene la fuerza de transformar África en tierra de bendición y de salvación… A mí no me importa nada. Deseo solamente ser anatematizado por mis hermanos. Lo que me importa es la conversión de la ‘Nigricia’».
A unas horas de culminar su vida en la tierra aún le seguían otros problemas internos. Al rector de su seminario de Verona, padre Sembianti, le escribió desde Jartum el 8 de octubre de 1881, preocupado por un asunto de gobierno: «Gran asombro me ha producido el conocer la turbación de la superiora cuando recibió mi carta, en la que le pedía cosas concernientes a su deber, y que yo tenía derecho a pedir en conciencia. Si ello es así, como no quiero causar ninguna molestia, le aseguro a usted, y asegure usted a la superiora, que no la incomodaré más con ninguna carta o escrito. ¡Qué magníficas relaciones mantiene un Instituto donde deben florecer la caridad, la obediencia, la confianza y el respeto a la autoridad, qué magníficas relaciones, decía, mantiene el Instituto de las Pías Madres de la Nigricia con su fundador, que suda, se fatiga y no duerme, para sostenerlo y conseguir que no le falte de nada! ¡Qué espíritu del Señor!». Al tiempo, junto a la noticia de otras acciones apostólicas, le comunicaba haber bautizado a «catorce infieles, entre paganos y musulmanes». Dos días más tarde de haber firmado esta carta, justamente el 10 de octubre de 1881, partió al cielo. «Yo muero –vaticinó– pero mi obra, no morirá». Juan Pablo II lo beatificó el 17 de marzo de 1996, y lo canonizó el 5 de octubre de 2003.