Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Durante el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente la inspiración en el episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr Lc 7, 11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre –en este caso un viuda que ha perdido a su único hijo — y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.
La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin ninguna excepción. Forma parte de la vida y, cuanto toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parecerá natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las propias relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si parase el tiempo: se abre un abismo que se traga el pasado y también el futuro.
La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. Tantas veces vienen a misa a Santa Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: “se fue”.
La mirada tiene tanto dolor. La muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia queda como paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de ambos. Esa pregunta: -“¿Dónde está papá?” “¿Dónde está mamá?”.
– Está en el cielo.
– “¿Pero por qué no lo veo?”.
Esta pregunta que cubre una angustia en el corazón del niño o la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es aún más angustiante por el hecho que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para dar un nombre a aquello que ha sucedido. “¿Cuándo vuelve papá?” “¿Cuándo vuelve mamá?” ¿Qué se responde? Y el niño sufre. Y así es la muerte en familia.
En estos casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al que no sabemos dar ninguna explicación. Y a veces se llega incluso a culpar a Dios.Pero cuánta gente, yo les entiendo, se enfada con Dios, blasfema, “¿por qué me has quitado al hijo, la hija? Pero Dios no está, no existe. ¿Por qué ha hecho esto?”.
Muchas veces hemos escuchado esto, pero esta rabia es un poco lo que viene del corazón, del dolor grande. La pérdida de un hijo, una hija, del papá, de la mamá, es un gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos casos la muerte es como un agujero.
Pero la muerte física tiene “cómplices” que son también peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estos poderes auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre.
Pensemos en la absurda “normalidad” con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los eventos que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡El Señor nos libre de acostumbrarnos a esto!
En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra. Y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en luto –también terrible– encuentra la fuerza de cuidar la fe y el amor que nos unen a los que amamos, impide ya ahora, a la muerte, llevarse todo.
La oscuridad de la muerte se afronta con un trabajo más intenso de amor. “¡Dios mío, aclara mis tinieblas!”, es la invocación de la liturgia de la noche. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que le ha confiado el Padre, podemos quitar a la muerte su “aguijón” como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedir que nos envenene la vida, hacer vanos nuestros afectos, hacernos caer en el vacío más oscuro.
En esta fe, podemos consolarnos el uno al otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte una vez por todas. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte.
Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos cuidará hasta el día en el que la lágrima será secada, cuando “no habrá más muerte, ni luto, ni lamento, ni pena” (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe.
Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: “Jesús lo devolvió a su madre”. ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos, el Señor los restituirá a nosotros y con ellos nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de Jesús; “Y Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos de la familia!
Esta fe, esta esperanza, nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana no “corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna” (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).
Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto – ¡debemos llorar en el luto! También Jesús “rompió a llorar” y estaba “profundamente turbado” por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37).
Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos “cómplices” activos con nuestra fe!
Y recordemos aquel gesto de Jesús: “Y Jesús lo restituyó a su madre”, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias.
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Texto traducido y transcrito desde el audio por ZENIT
(RLG) (HSM)