Víctimas civiles de la guerra

En la privatización de la guerra, los únicos «buenos» son, siempre, las víctimas civiles. Entrevista con Fabio Armao

En Ucrania, la masacre sin sentido es útil para las potencias fuertes internacionales. Cuentan los objetivos alcanzados y fracasados, mientras que los pueblos ucraniano y ruso cuentan sus propios muertos. Es la «privatización de la guerra», que sigue la lógica del poder y del mercado. Desde el batallón ucraniano Azov hasta el grupo ruso Wagner, distinguir la violencia es casi imposible. ¿El riesgo? Que las guerras civiles mundiales permanentes se conviertan en una condición ordinaria para millones de seres humanos. Hasta el punto de aniquilar la idea misma de ciudadanía. Entrevista con Fabio Armao.

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Por: Simone Varisco

 

(ZENIT Noticias – Caffe Storia / Roma, 14.05.2022).- ¿Estamos ante una matanza innecesaria? Humanamente sí lo es, como denunció Benedicto XV en plena Primera Guerra Mundial. Pero la masacre es muy útil para los poderes fuertes de la política internacional. La agresión de Rusia contra Ucrania es un hecho trágico del que el Presidente Vladimir Putin tiene una enorme responsabilidad. Por otra parte, la matanza útil también está alimentada por los intereses y la retórica de Occidente, por ambiciones que pertenecen sobre todo, pero no sólo, a Estados Unidos. Reforzando -en la medida en que, está por ver- su posición de preeminencia y confirmando la subalternidad de Europa.

A menudo se habla de una guerra mundial librada a trozos, y en ambos bandos es recurrente la referencia a la historia, en particular a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la guerra hace tiempo que ha cambiado. Los ejércitos nacionales han sido sustituidos por la movilización de mercenarios y voluntarios de diversa índole. Milicias privadas, grupos criminales y terroristas cuyas actividades son promovidas por todas las instituciones nacionales, incluidas Rusia, Estados Unidos y Ucrania. Grupos que, en ocasiones, tienen una fuerte base ideológica y religiosa, a menudo vinculada a la extrema derecha, al neopaganismo o a interpretaciones desviadas del cristianismo. Milicias dirigidas por personajes tan carismáticos como criminales, según la lógica del poder y del mercado. Es la «privatización» de la guerra.

Hablo de ello con el profesor Fabio Armao, catedrático de Relaciones Internacionales en el Departamento Interateneo de Ciencia, Planificación y Políticas Territoriales de la Universidad de Turín. Profesor visitante en la Universidad de Cornell, es miembro fundador del instituto de investigación independiente Turin World Affairs Institute (T.wai). Sus temas de investigación son las guerras internacionales, la privatización de las guerras y la delincuencia organizada transnacional.

Profesor Armao, la guerra emprendida por Rusia en Ucrania parece habernos hecho redescubrir un mundo dividido en bloques. En su discurso ante la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, el Presidente Mattarella se refirió a un «retroceso de la historia a la era de la política del poder», al «enfrentamiento de un pueblo -a veces disfrazado bajo el término «interés nacional»- contra otro», a lógicas de «imperialismo y neocolonialismo». Un discurso aplicable a la sangrienta agresión rusa contra Ucrania, pero también a otras potencias -Estados Unidos y China a la cabeza- que pretenden imponer «una jerarquía entre naciones en beneficio de la más fuerte militarmente», en palabras de Mattarella. ¿Cómo encaja la guerra de Ucrania en este contexto mundial y, si es que lo hace, cómo puede cambiarlo?

Si se me permite una breve premisa «metodológica», me gustaría decir que siempre tengo recelos a la hora de aceptar reconstrucciones cíclicas de la historia. Prefiero hablar, más bien, de una «espiral de la historia», indicando que las comunidades humanas tienden, en efecto, a reproducir modelos del pasado -hay una cierta compulsión a repetir, sobre todo los errores-, pero de una forma nueva. No es una diferencia trivial. El contexto de referencia es completamente diferente, tanto si se mira la dimensión estatal como si se considera el nivel del sistema global.

Los fundamentos de la legitimidad de los sujetos políticos que recurren a la guerra han cambiado por completo: la Rusia de Putin es un régimen basado en un pequeño círculo de oligarcas, altos burócratas y oficiales de las fuerzas armadas, unidos por la intención común de saquear su país de todos los recursos disponibles para su enriquecimiento personal y luego, como una indignidad más, invertir sus ganancias ilícitas en el extranjero u ocultarlas en paraísos fiscales. Complacer, como ocurre con demasiada frecuencia incluso en los medios de comunicación occidentales, la narrativa de un país, Rusia, frustrado en sus ambiciones imperiales, que habría encontrado en Putin a su nuevo «zar» -pero el zarismo se basaba en cualquier caso en el principio monárquico, en una época en la que la monarquía representaba todavía la forma de gobierno más extendida entre las grandes potencias-, además de ser algo engañoso, corre el riesgo de volverse contra nosotros, en la forma recurrente de una profecía autocumplida.

Se trata, en definitiva, de un régimen que es cualquier cosa menos decimonónico y, además, perfectamente integrado en los procesos de globalización financiera que caracterizan la actual fase de desarrollo del capitalismo -y ésta es la segunda dimensión a la que me refería-. Así lo demuestra el hecho de que Europa y Estados Unidos no hayan tenido ninguna dificultad en adoptar sanciones económicas, incluso ad personam, destinadas a congelar los bienes y activos financieros de los oligarcas y sus familiares; con los que, además, nunca antes habían tenido ningún escrúpulo en colaborar, aun conociendo el origen delictivo de su riqueza, llegando incluso a concederles pasaportes europeos gracias a las políticas de Golden Visas de Estados miembros como Malta.

Incluso el despliegue masivo del aparato bélico tradicional – tropas de tierra, tanques, marina y fuerza aérea – no debe inducirnos a pensar que hemos vuelto a las guerras del siglo XX. La agresión de Putin contra Ucrania representa la apoteosis de las «nuevas guerras» que asolan el mundo desde la caída del Muro de Berlín: pensemos en el conflicto de la antigua Yugoslavia y el largo asedio de Sarajevo, pero también en Afganistán, Irak, Siria, Libia, Yemen, por citar sólo algunos de los ejemplos más conocidos.

Las he llamado «guerras civiles globales permanentes» por su carácter de conflictos internos dentro de los Estados, que sin embargo son capaces de producir repercusiones internacionales tanto económicas como sociales y, sobre todo, de convertirse en una condición ordinaria y permanente para millones de seres humanos. La obstinación con la que los rusos proceden a la destrucción sistemática de las ciudades es una muestra de su voluntad de desarraigar la política de sus raíces y hacer imposible cualquier forma residual de convivencia: aniquilar la idea misma de ciudadanía.

Los pueblos ucraniano y ruso cuentan sus muertos, Putin y Zelensky sus objetivos conseguidos y fracasados, mientras que los Estados Unidos de Biden parecen ser los verdaderos ganadores de esta guerra, tanto táctica como económicamente: refuerzo de su liderazgo en Occidente en términos políticos e ideológicos, nuevos compradores para sus productos, Europa Occidental cada vez más dependiente de la energía, aumento generalizado del gasto militar entre los miembros de la OTAN. ¿Qué Europa saldrá de esta guerra?

La impresión, de hecho, es que Estados Unidos intenta recuperar su papel de actor hegemónico en el actual sistema internacional, tras los, cuanto menos, contradictorios mensajes lanzados durante la administración Trump y, sobre todo, tras una gestión poco eficaz de las guerras de Irak y Afganistán. La estrategia adoptada por el presidente Biden parece decidida y coherente -provisión de armas y entrenamiento, así como inteligencia, evitando la intervención directa- y, de momento, apoyada por todo el Congreso. Queda por ver, sin embargo, qué pasaría si la guerra se prolongara demasiado, o si las elecciones de mitad de mandato beneficiaran significativamente al partido republicano.

Sin embargo, Europa se arriesga mucho más, ya que la guerra se libra en sus fronteras y pone en peligro su estabilidad económica. Está pagando por dos grandes errores del pasado: no haber tenido ningún reparo en coludir con lo que ahora es el enemigo, y haber aceptado que dentro de sus propias fronteras, entre los Estados miembros, hubiera amplias excepciones a las exigencias democráticas de los tratados. Me refiero, en particular, a las derivas antiliberales en países como Hungría y Polonia, donde cuestiones esenciales como los derechos civiles y el equilibrio de poder han sido explícitamente impugnadas durante años.

Incluso más que en el caso de Estados Unidos, en Europa la continuación del conflicto corre el riesgo de hacer añicos una unidad de propósito ya bastante precaria y de obligar a Estados miembros como Francia, Alemania e Italia, en particular, a un creciente aplanamiento de la posición de la OTAN. Si queremos ser positivos, es de esperar que esta dramática contingencia empuje a las instituciones comunitarias a hacer valer sus valores fundacionales con mayor valentía y a avanzar en la construcción de una Europa que por fin sea también política y social, además de económica.

Se ha señalado con acierto, incluso por parte del primer ministro italiano Draghi, que al seguir apoyando las exportaciones de Rusia, Europa está ayudando indirectamente a financiar la guerra en Ucrania en la actualidad. Sin embargo, se han aclarado mucho menos las alternativas: al confiar en los viejos o nuevos socios energéticos, ¿qué arriesgamos a financiar mañana, más o menos conscientemente?

Un problema específico de Italia es no haber hecho ningún esfuerzo en las últimas décadas para planificar y diferenciar las fuentes de energía. El problema común a Occidente es el de haber creído que, para garantizar un flujo constante de los recursos naturales indispensables para su propio desarrollo -el petróleo, ciertamente, pero también las tierras raras, cada vez más-, las autocracias ofrecían, a la postre, mayores garantías de estabilidad que los gobiernos que habían emprendido largos y opuestos procesos de democratización, escudándose en la afirmación de que el mercado es neutral en cuanto al valor.

En consecuencia, la búsqueda de fuentes de energía alternativas al gas ruso nos obliga hoy en día a pactar, la mayoría de las veces, con regímenes tan execrables como el de Putin. Personalmente, el caso que considero verdaderamente inaceptable es el de Egipto, cuyo gobierno nunca ha tenido el valor de admitir la responsabilidad de sus propios servicios en la tortura y el asesinato de Giulio Regeni.

Leemos sobre la intervención de la inteligencia y los servicios de inteligencia de Estados Unidos en Ucrania, el entrenamiento militar proporcionado por Gran Bretaña, el suministro de armas mucho antes del conflicto. ¿Estamos en la fina línea que separa la preparación de la guerra de la preparación de la guerra?

Yo trataría de distinguir dos aspectos. La primera se refiere a la frontera bastante borrosa entre el apoyo externo a una guerra ajena y la participación directa. En primer lugar, se podría decir que la distinción fundamental sigue siendo si uno envía o no sus propias tropas al campo de batalla. Mientras uno se limite a enviar armas y entrenadores, o a proporcionar información que permita mejorar los objetivos o incluso «sugerencias» estratégicas sobre la disposición y el despliegue de las tropas, no puede llamarse a todos los efectos beligerante. Este tipo de «proyección de poder» en el campo enemigo, que todavía no es una guerra real, se ve facilitado hoy en día por la existencia de empresas militares privadas, empresas privadas capaces de prestar incluso servicios de combate -mercenarios- sin implicar formalmente a sus gobiernos.

En sí mismo, por cierto, esto no es una novedad absoluta: si acaso, están cambiando las formas, que ahora son más sofisticadas -las corporaciones militares ocupan el lugar de los antiguos «asesores militares»-, más que el fondo.

Pero aquí entra en juego el segundo aspecto, que se refiere a las estrategias de comunicación. El siglo XX «americano» nos había acostumbrado a las acciones encubiertas llevadas a cabo por la CIA. Y el descubrimiento de estos episodios, que a menudo adoptaron la forma de auténtica «guerra sucia», fue posible gracias a las primicias periodísticas basadas en información obtenida de fuentes anónimas. El caso más conocido sigue siendo el de los Papeles del Pentágono, los documentos secretos sobre la guerra de Vietnam publicados por el New York Times en 1971, que revelaron, entre otras cosas, la extensión de los bombardeos a Laos y Camboya.

Volvemos a hablar de ello estos días, porque de nuevo el New York Times ha publicado informes sobre la implicación de la inteligencia estadounidense en el asesinato de generales rusos y el hundimiento del buque insignia de la flota rusa Moskva, ofreciendo a Putin el derecho a afirmar que Estados Unidos ya ha entrado de hecho en la guerra. Pero si se mira con detenimiento, el contexto parece bastante diferente. No sólo por el papel que ahora asumen las redes sociales en la difusión de noticias, sean verdaderas o falsas, sino porque a menudo son los propios líderes políticos los que compiten para presumir de la contribución que su gobierno está haciendo a la causa ucraniana, dando lugar a la duda -legítima- de que la guerra se haya convertido también en un objeto de marketing político interno: un medio para distraer a la opinión pública de la crisis de su propio ejecutivo, en el caso del británico Boris Johnson, por ejemplo, o para subir en las encuestas de cara a las elecciones de mitad de mandato, en el caso del presidente estadounidense Biden.

La guerra ha cambiado, pero la narrativa sobre ella parece haberse detenido hace décadas, si no siglos: ejércitos nacionales enfrentados, desfiles militares, patriotismo opuesto, bandos claramente definidos, el bien contra el mal. La guerra, en cambio, se ha «privatizado». Sigue la lógica del poder y del mercado. ¿Qué significa esto y con qué consecuencias?

Estoy absolutamente de acuerdo y ya lo he mencionado antes: el mundo post-bipolar ha acabado produciendo una condición de guerra civil global permanente. Este nuevo tipo de guerra es librada por una multiplicidad de actores no estatales de la violencia, que son, en una inspección más cercana, el producto de la adaptación del mismo modelo a diferentes contextos locales y que, para simplificar, podemos resumir en tres categorías.

El primero, los grupos que ponen la violencia al servicio de una causa -nación, fe, etnia- y, por tanto, apelan de antemano a los sentimientos identitarios de su pueblo. Esto incluye a las fuerzas armadas, las fuerzas armadas irregulares, las milicias, los movimientos guerrilleros, los rebeldes o insurgentes y las organizaciones terroristas.

La segunda, grupos que privilegian el criterio de utilidad económica y mantienen relaciones contractuales con sus hombres, así como con sus clientes. A ellos les corresponde hoy encarnar, en su forma más pura, el liderazgo militar de tipo directivo. Su modelo ideal sigue siendo la corporación militar privada. Pero ciertas organizaciones de carácter mafioso o dedicadas al tráfico ilegal -de drogas, armas o seres humanos- también pueden resultar totalmente adecuadas para ello.

Tercera categoría, grupos que resultan ser de hecho «alternativos», proponiendo usos de la violencia fuera de la corriente principal esbozada por las dos categorías anteriores. Por lo general, se presentan como pequeñas unidades con recursos limitados, pero al mismo tiempo capaces de ofrecer una interpretación original, en su brutalidad, del repertorio de la violencia. Su lista incluye marcas como bandidos y bandas callejeras, grupos de autodefensa y paramilitares, vigilantes y señores de la guerra.

Cada uno de estos grupos -entre los que, a veces, puede ser difícil trazar empíricamente líneas claras de demarcación- propone una interpretación peculiar del concepto de profesión militar, desarrolla modelos autónomos de reclutamiento y carrera, y atribuye su propio significado específico a la cohesión intragrupal (el «espíritu de cuerpo»). Pero, lo que es más importante aquí, establece una relación peculiar con el entorno urbano.

Cabe añadir que todo el sistema capitalista -en todas sus dimensiones, productiva, comercial y financiera- está implicado en este proceso de privatización de la violencia. El resultado es que, gracias al sistema de participaciones abiertas o encubiertas, ahora es posible -al menos en teoría- que una sola corporación y su consejo de administración concentren en sus manos un poder militar inimaginable incluso en la época de los regímenes totalitarios: el poder de dirigir la guerra con plena autonomía y en cada etapa, desde la financiación hasta la ejecución, sirviendo a quien pueda pagar, ignorando por completo la voluntad de la opinión pública y respondiendo por sus acciones, si acaso, sólo ante los accionistas -cuyo principal interés, si no el único, son los dividendos.

De estos grupos, dos han destacado en las noticias de las últimas semanas: el Batallón Azov por Ucrania y el Grupo Wagner por Rusia. El neonazi y supremacista blanco Batallón Azov aparece en un informe de la OCDE de 2016 titulado «Crímenes de guerra de las fuerzas armadas y de seguridad de Ucrania: tortura y trato inhumano». Documenta sus asesinatos masivos de prisioneros, la ocultación de cadáveres en fosas comunes y el uso sistemático de técnicas de tortura física y psicológica. Parece la crónica de estas semanas. ¿Es este un buen ejemplo de lo que decías sobre la privatización de la guerra?

Absolutamente, sí. Ambos ejemplos entran de lleno en la tipología de actores no estatales de la violencia que acabamos de esbozar. Por lo que sabemos, el Batallón Azov parece caer más en la primera categoría, el Grupo Wagner en la segunda. Pero no hay que olvidar que, en realidad, los límites entre una y otra categoría son bastante difusos, sobre todo si tenemos en cuenta que Azov se fundó como grupo paramilitar autónomo y no forma parte formalmente de las fuerzas armadas ucranianas, mientras que Wagner, aunque a todos los efectos es una empresa militar privada, opera sin duda bajo mandato del gobierno ruso.

Y es que la privatización de la guerra, al subcontratar toda o parte de su conducción a actores no estatales, supone una acentuación de la delegación de la función militar y, en consecuencia y en igual medida, una renuncia por parte de las instituciones políticas a su prerrogativa tanto de dictar las líneas estratégicas del conflicto como de verificar su correcta aplicación.

En la conducción de los acontecimientos bélicos, ya ha creado problemas de coordinación, cuando no francos conflictos de competencia, entre las líneas jerárquicas de mando: a la tradicional competencia entre las distintas armas -Ejército, Fuerza Aérea y Marina- se ha sumado ahora la existente entre ellas y los directivos de las corporaciones militares. La presencia en el mismo escenario de guerra de soldados y mercenarios -con funciones, responsabilidades y reglas de enfrentamiento diferentes- también tiene efectos negativos en la cohesión y la moral de las tropas.

Y no sólo eso: privatizar la guerra significa también perder de vista la responsabilidad de los crímenes cometidos. Baste recordar el caso de las torturas infligidas a prisioneros en la cárcel iraquí de Abu Ghraib, que salió a la luz en 2004 y por el que los miembros de las fuerzas armadas estadounidenses implicados acabaron siendo juzgados y condenados, aunque a penas irrisorias, mientras que los «especialistas en interrogatorios» de Caci International ni siquiera fueron acusados.

Otro ejemplo, en el frente opuesto, es el Grupo Wagner. También en este caso, el neonazismo y el neopaganismo eslavo van acompañados de violencia armada, y no sólo eso. En los últimos días se ha hablado del uso indiscriminado de la fuerza sobre los civiles en Malí, pero también de la captura de un miembro del grupo militar por parte de Jama’at Nusrat al-Islam wa al-Muslimeen, una formación yihadista afiliada a Al Qaeda. Dos preguntas: ¿la presencia del Grupo Wagner en el norte de África está relacionada de alguna manera con los acontecimientos de Europa del Este y hasta qué punto es difícil, hoy más que nunca, dividir los bandos en «buenos» y «malos»?

También aquí puede ser útil una breve aclaración. Los actores no estatales de la violencia deben seguir garantizando el espíritu de cuerpo de sus unidades. Para ello se apoyan en subculturas tipo clan, que apelan a simbolismos y rituales capaces de reforzar el sentimiento de identidad y pertenencia.

A lo largo de mi investigación, he comprobado lo esenciales que resultan estos aspectos -que a veces se tachan de mero folclore- incluso en grupos mucho menos estructurados que los mercenarios de Wagner, como las bandas juveniles. Pues bien: esas subculturas son capaces de dotar a sus miembros de un sistema de creencias y normas, de una visión del mundo que les sitúa en el centro del universo y por encima de los demás, sin relegarles, por una vez, a los márgenes y al fondo de la escala social. Y las constantes de estas subculturas son siempre la violencia, el machismo y la religiosidad.

Volviendo al Grupo Wagner, el hecho mismo de que haya desarrollado su naturaleza de clan de forma tan sofisticada hace pensar que es poco probable que se atengan a las normas (los «códigos de honor») que debemos suponer que se aplican, mientras no se demuestre lo contrario, a las fuerzas armadas regulares. Esto, desgraciadamente, fomenta el abuso de los civiles: desde masacres injustificadas hasta la violación de mujeres, alimentado además, como he mencionado antes, por la sensación de impunidad.

En cuanto a su despliegue en diversos escenarios bélicos, la única lógica que los vincula son los intereses expresados de vez en cuando por su principal, en su caso el presidente Putin, que los ha utilizado siempre que ha creído conveniente no presentarse en persona: primero en Crimea y Donbass; luego en Siria; y ahora de nuevo en Ucrania; sabiendo, además, que puede contar con un nivel de «profesionalidad» e incluso de lealtad superior al que a veces demuestran sus propias fuerzas armadas.

En este contexto, los únicos y auténticos «buenos» son, siempre, las víctimas civiles. A partir de ahí, más que la disquisición sobre la justicia o no de una causa, la única vara de medir que tenemos, creo, es la -política, no ética- de la legitimidad de una guerra. Y esto sólo puede medirse por las motivaciones de los soldados y el consenso del que gozan entre la población civil, combinado con el factor discriminante de poner en riesgo la vida propia y la de los seres queridos en su propio suelo, y no fuera de sus fronteras. La invasión del espacio ajeno denota una intención agresiva desde el principio.

Luego están los voluntarios. Italia tiene muchos de ellos en ambos frentes. Historias que además son muy diferentes entre sí. Aquí los motivos ideológicos y personales parecen más fuertes. Me llamó la atención la historia de un italiano, fallecido en Ucrania en las últimas semanas, que había elegido luchar junto a los prorrusos en el Donbass: situado ideológicamente a la izquierda, algunos problemas con la ley, luego la adopción de un nombre de batalla inspirado en un partisano de la Segunda Guerra Mundial y la partida. Afirmó que fue el recuerdo de la violencia infligida por los fascistas a su familia lo que le motivó. Y luchó por Rusia. También aquí surge la imagen de una guerra que fue todo menos lineal.

Con todo, estos ejemplos también apuntan al fenómeno de la privatización de la guerra, que aquí también adopta una forma íntima y personal, sobre la que creo que es imposible emitir un juicio general. No obstante, intentaré ofrecer algunos criterios de orientación.

Excluyendo a los que van a la guerra por dinero o por algún sentido de la aventura -mal entendida o patológica- o, de nuevo, para huir de su pasado, sólo quedan los que deciden voluntariamente ir a luchar por una causa que no es la suya, en el sentido de que no es inmediatamente atribuible a la defensa de su territorio o a la salvaguarda de su propia existencia y la de sus seres queridos.

Aquí, por supuesto, también entra en juego una dimensión ideológica que puede ser transmitida o inducida -quizás a través de una forma más o menos radical de adoctrinamiento- por un partido o un movimiento. Pienso en dos ejemplos que, en muchos sentidos, se contraponen: las Brigadas Internacionales en la época de la Guerra Civil española y los combatientes extranjeros islámicos de hoy. En el ejemplo que pones -pero también me recuerdan los casos de chicos y chicas que decidieron arriesgar su vida junto a los kurdos contra el Isis- creo que por encima de la adhesión a una ideología prevalece la voluntad individual de intentar enderezar un error, de hacer justicia.

 

 

Traducción al castellano, de la entrevista originalmente realizada en italiano, por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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