Cardenal Zuppi en oración ante el icono de la Madre de Dios, Moscú. Foto: Avvenire

Un cardenal en Moscú: el poder de los sin poder

Zuppi le mostró a los fieles rusos la verdad de una Iglesia sin poder, que no tiene armas, intenciones ni proyectos para resolver conflictos y derrocar regímenes.

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Por: Stefano Caprio

 

(ZENIT Noticias – Mondo Rosso (Asia News) / Nueva York, 04.07.2023).- La misión de paz del Card. Matteo Maria Zuppi en Moscú trató de inspirar sentimientos de paz y fraternidad, en Rusia y en todo el mundo en conflicto, aunque puede parecer poco eficaz, desde el punto de vista de las estrategias y negociaciones, para resolver de alguna manera la situación. El hecho de que se confirmara el viaje, a pesar de la conmoción interna provocada por la «marcha de la justicia» de Prigozhin y el grupo Wagner, podría haber hecho suponer que el mismo Putin acogería con beneplácito la atención cardenalicia, para parecer menos condenado y aislado por lo que su loca guerra ha provocado en las relaciones internacionales. En cambio, el jefe del Kremlin prefirió mostrarse feliz y sonriente en medio de «su pueblo» reunido en torno al zar, abrazando y besando a los niños en las calles de Daguestán, en el norte del Cáucaso.

Sin embargo, el lugar que eligió para su aparición triunfal -después de habernos acostumbrado a los estadios moscovitas abarrotados, con un Putin luciendo gruesos trajes de lujo para cubrir las capas de chalecos antibalas-, ha dejado a todos un poco perplejos. ¿Por qué en el Cáucaso, y sin protección, a merced de los entusiasmos incontenibles e incontrolables? De alguna manera fue una respuesta al traidor Prigozhin, agitador de mercenarios infieles, para señalar a los intrépidos daguestanos (y sus parientes chechenos) como los verdaderos servidores de la gran Rusia. Y quizás también para asegurar a todos que no habrá revueltas de pueblos o regiones, como muchos especulan y esperan, porque sólo los rusos saben interpretar y satisfacer sus deseos, tal como ocurre con los ucranianos y demás pueblos «tradicionales» del imperio.

El buen cardenal romano-boloñés tuvo que aceptar encontrarse con algún oscuro funcionario del Kremlin, sin poder discutir realmente sobre nada, y después con la «garante de la infancia» de Rusia para hablar sobre los 20.000 niños ucranianos secuestrados y deportados, de los que ella es una de las principales responsables. La reunión más solemne y significativa tuvo lugar en la lujosa residencia del patriarca Kirill, donde Zuppi estuvo acompañado en todo momento por el nuncio apostólico en Moscú, Giovanni D’Aniello, y uno de los principales especialistas italianos en Rusia, el prof. Adriano Rocucci. Por lo menos aquí el cardenal pudo mostrar la relevancia de la Iglesia Católica, la única que está en condiciones de dialogar con el gran ideólogo religioso de Putin, a quien todos los demás ahora evitan como la peste. Pero tampoco en el encuentro con Kirill hubo contriciones ni garantías sobre posibles avances hacia la paz; a lo sumo el compromiso común de «evitar un conflicto de dimensiones aún mayores» (el actual todavía le debe parecer limitado a Kirill, considerando que aspira a una «victoria metafísica», trinitaria y ultraterrena).

De consolar al cardenal se ocupó la Virgen de Vladimir, la «Gioconda rusa» que inspiró antiguas victorias, ante la cual Zuppi se arrodilló en la capilla de la Galería Tretyakov, donde se encontraba el ícono de la Trinidad de Rublev hasta que Kirill lo sacó para llevarlo a la catedral del Santísimo Salvador, de la que el cardenal se mantuvo sabiamente a distancia. Acudió en cambio a la catedral de la Inmaculada Concepción, la sede principal de los católicos rusos, para concelebrar con el clero y los fieles una Misa de auténtica esperanza y testimonio de paz. Y aquí el mensajero papal pudo finalmente hablar en serio, y explicar el verdadero motivo de su visita, en la homilía que leyó en ruso el joven obispo auxiliar Nikolaj Dubinin, imagen del futuro de la Iglesia en este país.

El concepto fundamental en el que insistió Zuppi es que “la unidad no se logra con el poder, sino con el servicio”. De hecho, este es precisamente el objetivo de la guerra rusa y de la prédica patriarcal: la unidad de los pueblos, la sobornost de la teología eslavófila. Es la versión rusa de la «catolicidad», hasta el punto de que incluso en el Credo se sustituyó la palabra «católica» por «sobornaja» para definir a la Iglesia: una, santa, sobornaja y apostólica. Sobor es el concilio y la catedral, y sobirat es el verbo que indica la acción reunificadora. El primer gran príncipe de la Tercera Roma, Iván III el Grande, fue apodado precisamente el sobiratel, porque había encumbrado a Moscovia como la nueva Rus’ , la nueva Kiev, la nueva Roma, sometiendo a las demás ciudades y regiones, y si era necesario también destruyéndolas, como sucedió con la demasiado libre y occidental Novgorod. Ése es el título al que aspira Putin volviendo a incorporar a todos los pueblos vecinos al «Estado Unitario» o Sobornic de soviética memoria, como ya se ha proclamado para la Bielorrusia wagneriana y se auspicia para el Kazajistán pro chino. Es también el título eclesiástico al que aspira Kirill convirtiendo a la Iglesia rusa en la nueva Iglesia católico-sobornaja, y tal vez nombrando al propio Papa como su cardenal vicario.

Zuppi, en cambio, afirma que el verdadero poder es el de los «sin poder», como explicaba en los años setenta el mayor disidente antisoviético, el checo Vaclav Havel. El futuro presidente de Praga decía que a esto se opone «la impotencia de los poderosos», que pueden reprimir, pero no generan nada y son incapaces de crear un mundo nuevo. Es la definición más adecuada para describir los veinte años de poder de Putin, que ha reducido a la nada todo el intento de reconstruir una nueva Rusia después de la dictadura soviética, pero también los treinta años de poder de Kirill, en los que el metropolitano-oligarca, que luego se convirtió en patriarca, ha vaciado de significado incluso el renacimiento religioso más espectacular de la historia humana.

Como escribió el mismo Havel, el poder de los sin poder proviene de vivir en la verdad, el «vivir sin mentira» que proclamaba otro gran disidente ruso, Aleksandr Solzhenitsyn. Y Zuppi ha mostrado la verdad de una Iglesia sin poder, que no tiene armas, intenciones ni proyectos para resolver conflictos y derribar regímenes, que desde hace mucho tiempo se niega a adular a los poderosos o a ser monaguillo de los gobernantes. La Iglesia de Kirill ha contaminado el renacimiento de la fe con la nostalgia del poder, ya sea la «sinfonía bizantina», la «sobornost zarista» o la simple sumisión soviética, a la que ya parece reducido su patriarcado. La sonrisa bondadosa del cardenal romano, arzobispo de Bolonia y párroco de Italia cercano a los pobres, en diálogo con todos sin temor a las críticas o a las intrigas, es la respuesta católica, la verdadera sobornost espiritual, a la que en realidad también se vuelven, en su corazón y en sus oraciones, muchos sacerdotes y fieles rusos.

Havel no solo había criticado el régimen comunista, también había profetizado la mentira del post-totalitarismo, afirmando que «entre las intenciones del sistema post-totalitario y las intenciones de la vida hay un profundo abismo… Mientras que la vida tiende por naturaleza al pluralismo, a la variedad de colores, a organizarse y constituirse de manera independiente -tiende, en definitiva, a realizar su propia libertad- el sistema postotalitario exige monolitismo, uniformidad, disciplina». La advertencia no se aplica sólo a los rusos o a los estadounidenses, a los chinos o a los turcos, o a todos aquellos que aspiran a reconstruir imperios: es una descripción eficaz de todo el mundo globalizado, de la conciencia cada vez más nublada por el conformismo de masas. Se aplica a los zares y a los patriarcas, pero también a los que no se preocupan por la política o la religión, el dinero o las armas; se aplica a los influencers y a los influenciados, autómatas de un mundo que pierde su alma en formas de inteligencia artificial.

La sobornost patriarcal también ha sido la que inspiró al grupo Wagner, hoy disuelto en la Bielorrusia metafísica, y no es casualidad que sus fundadores hicieran referencia al gran compositor alemán fallecido hace 140 años. Richard Wagner quería transformar el pensamiento musical por medio de su idea de Gesamtkunstwerk, la “obra de arte total”, síntesis de las artes poéticas, visuales, musicales y dramáticas. Incluso el filósofo Friedrich Nietzsche, profeta a su vez de la posmodernidad, consideraba la música de su amigo Richard como el renacimiento del arte trágico en Europa, porque representaba el máximo ejemplo del espíritu dionisíaco en la historia de la música. Aunque después cambió de opinión y afirmó que era la expresión de una civilización decadente.

De hecho, el último capítulo de la ópera El anillo del nibelungo se titula «El crepúsculo de los dioses». Los hermanos traman el asesinato de Sigfrido, quien se ha colocado el anillo en el dedo. Pero a pesar de ser invulnerable gracias a la magia, Sigfrido puede ser atacado por la espalda, donde Hagen lo atraviesa con su lanza dando comienzo a la tragedia final. El Rin se desborda llevándose el anillo, como la presa de Kajovka cubre con la inundación los planes de guerra. Y el Walhalla poblado por los dioses es presa de un incendio que lo destruye, como podría ocurrirle al Kremlin, si no fuera porque las tragedias de Wagner han quedado reducidas a comedias de la impotencia de los poderosos.

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Redacción zenit

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