Por Alver Metalli
José Gabriel del Rosario Brochero murió a la edad de 73 años, con 47 de cura, agotado, enfermo de lepra, pobre y abandonado, cuando en Europa empezaban a sentirse los crujidos siniestros de la primera gran guerra. La causa de beatificación no fue rápida, a pesar de la extensa fama de santidad que lo acompañó todo este tiempo. Un diario de Córdoba publicó su biografía espiritual cuando todavía estaba vivo, e incluso antes de morir su nombre figuraba en los libros de las escuelas primarias de la zona. Pero recién en los años ’60 la causa empezó a dar los primeros pasos, en 2004 subió el primer peldaño con Juan Pablo II que lo declaró venerable, y el 20 de diciembre de 2012 el segundo con Benedicto XVI, que firmó el decreto de beatificación. Formalmente esa segunda etapa terminó hoy, entre las sierras heladas de Córdoba, junto a los gauchos envueltos, como Brochero, en los tradicionales ponchos para protegerse del frío inesperado de la noche. Medio siglo de pausas, empujones, frenadas, aceleradas y perplejidades (sobre el lenguaje de Brochero, por ejemplo, colorido y tosco, como lo describió el cardenal Angelo Amato recurriendo a un argentinismo). La causa de beatificación terminó justo durante el papado de un compatriota del nuevo beato y octavo candidato a santo de la Argentina.
No hay ninguna relación entre los dos hechos: el final del itinerario canónico de Brochero y la elección de Bergoglio como Papa. O por lo menos no existe ningún lazo visible, y sobre los invisibles no hay razón para aventurarse. Hacía falta un milagro, como dictan las reglas, y el milagro se produjo. Un milagro común, de bajo perfil si se quiere, al estilo Brochero. El milagro de un niño que sufrió un gravísimo accidente de tránsito en el año 2000 y se recuperó por su intercesión, verificado con todos los requisitos de los severos procedimientos canónicos. No hay ninguna relación entre la beatificación y la elección de dos argentinos. Pero no hay duda de que el Papa Francisco hoy estuvo allí con el corazón, entre los miles de paisanos y peregrinos que llegaron desde todos los puntos de Córdoba, algunos a caballo, en colectivos, autos, motos y hasta en bicicleta. Porque Brochero es uno de esos curas que le gustan a Francisco, “un pionero en salir hacia las periferias geográficas y existenciales para llevar a todos el amor y la misericordia de Dios”, como dijo en el mensaje que leyó el Cardenal Amato en su nombre. “No se quedó en la oficina parroquial, se desgastó sobre la mula y terminó enfermo de lepra a fuerza de salir a buscar la gente como un cura de la calle, como un cura callejero de la fe”. Uno de esos curas que Bergoglio señaló como modelo a los sacerdotes de Buenos Aires, que van al encuentro de la gente, que “entran en su conversación”, que “no tienen miedo de entrar en la noche de los hombres (que) vagan sin meta, solos con su propio desencanto, con la desilusión de un Cristianismo que ya consideran tierra estéril, infecundo, incapaz de generar sentido”.
El Cardenal Amato no dejó de destacar cada una de estas cosas durante la misa de beatificación, trazando de Brochero el perfil de un sacerdote del pueblo, dedicado a las almas, que se hacía todo con todos, “una perla de santidad argentina comparable con el santo cura de Ars”.
El resto vino por añadidura. Un desborde de caridad que en el caso del cura Brochero adquirió la forma de una obra civilizadora imponente. Porque José Gabriel del Rosario Brochero construyó caminos donde no había, abrió escuelas donde el Estado no llegaba, dispensarios donde los médicos jamás habían puesto un pie, casas para jóvenes abandonadas, iglesias, asilos, hospicios, comedores, escuelas. Y canales de riego, un cementerio, un acueducto, una oficina postal, trazó la extensión de la línea ferroviaria… Todo por amor a Dios.
(Traducción: Inés Giménez Pecci)