MADRID, miércoles 1 febrero 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos a los lectores la habitual colaboración de monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España. En este artículo, el autor se detiene a considerar la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, que se celebra este 2 de febrero, y la importancia que tiene la misma para la vida de la Iglesia.
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+ Juan del Río Martín
El “humus” de la secularización ha penetrado en los diversos sectores de la vida cristiana. Desde Pablo VI a Benedicto XVI ha sido una constante denuncia de este mal que mundaniza a la Iglesia y la hace inoperante para la evangelización del mundo. Por otra parte, la cultura dominante y globalizada lleva la marca de la cristofobia y de lo anticatólico, que rechaza la dimensión social de la fe y el derecho de la Iglesia a vivir en libertad. Este contexto, repercute fuertemente tanto en la familia cristiana, como la vida consagrada y el ministerio sacerdotal.
Durante estas décadas posconciliares, no solo se han secularizado bastantes curas y se ha relajado la vida comunitaria de órdenes y congregaciones, sino también ese “virus” ha contaminado a la misma “Iglesia doméstica”, que se manifiesta en las rupturas matrimoniales y en la caída de la natalidad. Es fácil quedarse en los diagnósticos, utilizar las estadísticas y los fallos personales para ir unos contra otros dentro de la misma Iglesia, mientras los de fueras aplauden viendo a los católicos como se pelean entre ellos: unos alardeando de salvadores de las esencias de la ortodoxia y otros exponiendo obsesivamente la falta de compromiso de los pastores con el pueblo. ¡No es este el camino! El Papa Benedicto XVI nos insta constantemente a recuperar a Dios como centro de nuestra opción de vida cristiana y ser humildes para podernos preguntar ¿qué me pide el Señor a mí y a su Iglesia en estos momentos tan complejos y turbulentos que estamos viviendo?
Centremos ahora nuestra mirada en los religiosos y religiosas, aprovechando la festividad de la Presentación de Jesús en el Templo, fecha en que tiene lugar la Jornada Mundial de la Vida Consagrada cuyo lema de este año es: “Ven y Sígueme” (Mc 10,21). La vida religiosa en todas sus formas tiene estrecha relación con la Palabra de Dios, detrás de una monja, fraile, religiosa, religioso, consagrado está un dicho o hecho de Jesús que cautivó a ese fundador y dio como consecuencia el nacimiento de una nueva familia de consagrados para el bien de la edificación de la Iglesia y de su misión evangelizadora en el mundo. Las dos modalidades de la Vida Consagrada, contemplativa y activa, son los dos pulmones de la comunidad eclesial. Su presencia entre los hombres representa la geografía de la oración, del apostolado, de la caridad. Todo ello vivido según los consejos evangélicos en fraternidad cristiana, sometidos a sus propios superiores y en comunión con los sucesores de los apóstoles. La Iglesia no puede prescindir de este gran tesoro de fidelidad a Dios y de servicio a los más necesitados. El pueblo cristiano actual ha de despertar de su adormecimiento y tomar mayor conciencia de cooperación en el resurgimiento vocacional para extender el Reino de Dios y su Justicia (cf. Mt 6,33).
Entrar hoy en “religión”, como se decía antiguamente, es remar contracorriente. Es para gente muy centrada en lo esencial de la fe, que no desea someterse al pensamiento único, que no se conforma con el hedonismo placentero dominante, que tienen muy claro que los pobres no son artículos de modas ideológicas, que han descubierto a la Iglesia como el mayor espacio de libertad personal y comunitario, que se han enamorado apasionadamente de la forma de vivir el Evangelio de un fundador. Ser religioso o religiosa es optar por una forma de vida que no se cotiza, que no tiene aplausos, en la que no hay seguridades. Sin embargo, es la manera más bella de vivir la vida “escondida en Cristo” (Col 3,3), de ser “sal y luz del mundo” (Mt 5,13-16), de encarnar el espíritu de las Bienaventuranzas. Hay que alejar esa idea de que los curas, frailes y monjas son “especies en vía de extinción”. Dios no abandona a su Iglesia y cuando parece agotarse las aguas del pozo eclesial de Europa, surgen abundantes vocaciones en países de otros continentes. Cuando un carisma se apaga, brotan otras formas de vida consagrada. Aún entre nosotros, a pesar del problema demográfico en occidente y de la crisis de fe, hay algunos jóvenes que con la gracia de Dios rompen con los esquemas establecidos y entran en una orden, congregación o instituto secular. Todavía tenemos madres y padres cristianos que se alegran cuando una hija o hijo se van a un convento o a misiones. ¡No está tan seco el hontanar de nuestras comunidades cristianas! Podemos estar tan obsesionados por el número y la suplencia en los diversos servicios y no dar gracias al Señor por ese gran testimonio de fidelidad que hoy representan tantos y tantas religiosos que mueren sin haber “mirado atrás” (Lc 9,62). Ahí tenemos, el gran ejemplo de humildad y anonadamiento que en estos momentos supone aceptar la realidad dolorosa de cerrar casas y reestructurar las provincias. ¡Dios también está hablando en ese empobrecimiento institucional! Y por último, los testimonios del servicio a los pobres, ancianos, enfermos, niños, y jóvenes, cuando el otoño de la existencia toca a retirada, ellos y ellas están allí hasta que llegue la “hermana muerte”, que en no pocos casos tienen el nombre de martirio.
En fin, son nuevos tiempos con grandes desafíos. No tenemos formulas mágicas, no debemos caer en pesimismo contagioso, ni alentar espejismos triunfalistas. Sólo la fe en Dios nos hace ver que sigue habiendo “mas trigo que cizaña”, más santidad que pecado en la Iglesia.