ESTRASBURGO sábado, 19 marzo 2011 (ZENIT.org).- El concepto de libertad religiosa, como ha sido desarrollado en la segunda mitad del siglo XX, está en crisis. Su validez como principio universal se cuestiona abiertamente. Esto no sólo ocurre en los países musulmanes, sino también en los países ortodoxos, e incluso en Occidente. Se trata de una crisis jurídica, que puede observarse muy concretamente en la evolución del Derecho positivo, pero que a su vez es una manifestación de una crisis más profunda. Presentamos el análisis de Gregor Puppinck, director del European Center for Law and Justice (ECLJ), publicado en la última edición del semanario «Alfa y Omega» (http://www.alfayomega.es).
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El concepto de libertad religiosa ha sido sintetizado por las grandes declaraciones jurídicas de la posguerra mundial, como la Declaración universal de derechos humanos. La libertad religiosa que se protege así jurídicamente es positiva a la vez que negativa; es una libertad individual, frente a la coacción que obliga o impide al individuo actuar según su conciencia. Esta inmunidad frente a toda coacción ampara una libertad de acción axiológicamente neutra, es decir que no se refiere al bien o a la verdad. La libertad religiosa es considerada como universal, al estar basada en la naturaleza humana; y es imperativa, ya que constituye la expresión de uno de los aspectos de la dignidad humana. El derecho positivo a la libertad de religión hunde sus raíces en la consciencia individual autónoma, para luego alcanzar -o invadir- la esfera pública a través de sus manifestaciones.
Esta concepción de la libertad religiosa presupone que las sociedades son neutras, desde un punto de vista religioso: como sólo tienen conciencia los individuos, sólo debe protegerse el libre ejercicio de la conciencia individual. Si la libertad se considera positiva por naturaleza, la coacción se considera intrínsecamente negativa, al atentar contra la libertad e, in fine, contra la dignidad. Esto se aplica, en particular, a la obligación social que se impone a toda persona que forma parte de una cultura. Por ello se trata de neutralizar, es decir negar, tanto la dimensión religiosa de las sociedades como la dimensión social de las religiones, para liberar el espacio social y permitir que se desarrolle el libre ejercicio de la conciencia individual. Esta negación se aplica en todas las sociedades y los cuerpos intermediarios: nación, familia, escuela, medios de comunicación, etc. Esta es una de las principales causas de la crisis del concepto moderno de libertad religiosa: la teoría se basa en un individuo dotado de una conciencia que se supone infalible por naturaleza, y que evoluciona en una sociedad axiológicamente neutra. Y, sin embargo, en la práctica ninguna sociedad es un espacio axiológicamente neutro, y la cuestión religiosa no puede reducirse al individuo, al igual que la religión no puede reducirse a una fe individual. Por ello, esta teoría choca más que nunca con la realidad social de unas áreas culturales marcadas por tensiones religiosas. Las crisis de identidad, en su dimensión religiosa, que experimentan tanto Europa occidental y oriental como los países de cultura musulmana, indican que la dimensión social de la religión no puede ser ignorada por más tiempo. La identidad socio-religiosa de una sociedad no puede ser neutralizada de forma duradera: se puede negar, combatir y sustituir, pero no neutralizar.
Simple tolerancia religiosa
El cuestionamiento de la validez misma del concepto moderno de libertad religiosa está ligado al retroceso del modelo occidental y a la reconstrucción de identidad que resulta de éste. En Occidente, este cuestionamiento también está vinculado a la cuestión de la identidad, pero como preservación frente a la islamización. Desde un punto de vista jurídico, Occidente vive, desde el final de la Segunda guerra mundial, en un régimen de libertad religiosa; pero en la práctica, hemos conocido más bien un régimen de simple tolerancia religiosa, porque las minorías religiosas eran poco visibles y no pretendían modificar la identidad religiosa de las naciones donde emigraban. La presencia masiva del Islam obliga, hoy en día, a Occidente a tomar posición. Esta elección no sólo es una toma de posición filosófica sobre la libertad y la dignidad, sino que también tiene consecuencias fundamentales sobre la identidad occidental.
No cabe duda de que en Europa nos orientamos hacia un mayor secularismo para, por una parte, preservar un espacio público que se percibe como amenazado por el Islam, y por otra promover un cierto modelo cultural en el cual la ausencia de valor (neutralidad) y el relativismo (pluralismo) son valores en sí, que apoyan un proceso político post-religioso y post-identitario. Como sistema filosófico, este proyecto político aspira al monopolio.
Los contornos de la esfera pública arreligiosa, es decir de una esfera laica, se extienden cada vez más: ya no sólo se vacían de expresiones religiosas la Administración y los establecimientos públicos, sino también la calle, así como los grandes medios de comunicación. Al extenderse a la calle, la esfera laica engloba progresivamente al espacio público, y de hecho, a toda la sociedad en su realidad. De este modo, la incapacidad que tiene el concepto moderno de libertad religiosa de concebir de manera no negativa la dimensión social de la religión y la dimensión religiosa de la sociedad encuentra aquí una respuesta a través de la extensión progresiva del secularismo al conjunto de la realidad social. Esta extensión se opone a la intención inicial de la libertad religiosa.
Así, el concepto de libertad religiosa, proclamado en el siglo XX para proteger a la sociedad del ateísmo de Estado, se ha convertido en un instrumento de des-legitimación social y de privatización de la religión, es decir, de secularización. La libertad religiosa acaba en la paradoja de pretender proteger la libertad de religión suprimiendo socialmente la religión. Se torna así en contra de la religión justificando -y a veces incluso exigiendo- que se borre la religiosidad comunitaria natural de toda sociedad. La dominación social de una religión, aunque se justifique por motivos históricos, se percibe cada vez más como abusiva e ilegítima, en el etéreo mundo de la pura consciencia individual que supuestamente es necesaria para poder gozar plenamente de la libertad religiosa. Esto explica que la libertad (social) de religión se reduzca cada vez más a una exclusiva libertad (íntima) de fe, es decir a la libertad de tener, o no, una creencia en la intimidad. Pero limitar la libertad de religión para proteger el espacio público, o sólo la libertad de fe lleva necesariamente a suprimir las condiciones sociales y culturales propicias para realizar el acto de fe. La limitación contemporánea de la libertad religiosa también implica en Occidente un cambio de paradigma filosófico: la libertad de religión ya no se considera como un derecho natural, básico o fundamental, fruto directo de la dignidad ontológica de la persona humana. Se considera ahora como un derecho secundario, que deriva del ideal de pluralismo democrático, hacia el cual debieran tender nuestras sociedades. Se trata de una inversión conceptual. De un derecho que hunde sus raíces en una conciencia individual y se ejerce contra la identidad colectiva, pasamos a un derecho individual que procede de una sociedad supuestamente neutralizada. La manifestación de las convicciones religiosas se enmarca así por las exigencias del orden público, en la pseudo-neutralidad de una identidad colectiva pluralista.
Finalmente, la concepción moderna de la libertad religiosa no resuelve el problema del uso incorrecto de la libertad, sino que otorga en exclusiva al Estado el poder de juzgar los comportamientos religiosos, en función de su contingente concepción del orden público. Al querer hacer que surja y triunfe la conciencia individual frente al Estado, el relativismo nacido de la apoteosis de la conciencia individual establece estructuralmente la dominación de lo político sobre lo religioso.
Desde un punto de vista político, debemos adoptar una concepción realista de la libertad religiosa. Las reacciones contra la islamización de la cultura europea, como la prohibición de los minaretes, de la poligamia o del burka, indican que podríamos estar yendo ya en esta dirección. Esto supone pensar de nuevo la dimensión social de la religión y la dimensión religiosa de la sociedad, que no son opresoras por naturaleza; por lo menos, en lo que respecta al cristianismo. Debe ser políticamente posible empezar a sobreponerse al indiferentismo religioso de Estado, no ya bajo el ángulo de la verdad, sino, y esto es una etapa, a través de la tradición cultural. El cristianismo -sea uno creyente o no- posee, en particular en los países de tradición cristiana, una legitimidad pública superior a las otras religiones, lo que justifica un enfoque diferenciado.
Para concluir, quiero mostrar mi satisfacción ante el reciente recordatorio del Santo Padre de que la libertad religiosa debe ser entendida «ante todo como una capacidad de ordenar sus elecciones según la verdad». El Papa nos indica la vía más difícil para salir de esta crisis; pero la única posible tras un último examen: pensar de nuevo la libertad como algo que necesariamente depende de la verdad cristiana.
Traducción Diego Farnié