MADRID, sábado, 12 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- En el momento en el que Benedicto XVI publica el segundo volumen de su «Jesús de Nazaret», la editorial Herder ha vuelto a editar un libro del teólogo Hans Urs von Balthasar, amigo de Joseph Ratzinger: «¿Nos conoce Jesús? ¿Lo conocemos?» escrito en 1980.
El libro habla ya del conflicto existente entre la imagen de Jesús de los creyentes y la exégesis científica y se pregunta: «¿Quién se acerca más a Jesús? ¿Es posible saber algo a ciencia cierta sobre el Jesús histórico?».
Por su interés, y con permiso de la editorial Herder, publicamos el prefacio de este libro en el que afirma: «No hay que darle más vueltas: sólo quien está convencido de ser conocido personalmente por Jesús, logra acceder al conocimiento de él; y únicamente quien tiene la seguridad de conocerle tal cual es, se sabe también conocido por él».
«¿Nos conoce Jesús? ¿Lo conocemos?»
Tal vez nos parezca extraña la pregunta que planteamos si tenemos en cuenta las tradiciones que conservamos de Jesús. ¿Acaso no queda contestada ya afirmativamente en cada una de las páginas de los cuatro evangelios? Pero ¿existe quizá alguna diferencia cualitativa entre la manera de conocernos Jesús y la de conocernos otras personas, de suerte que cupiera interrogarse explícitamente acerca de su forma de conocernos? si le comparamos, por ejemplo, con el hombre al que Jaspers llama «normativo», nos encontramos, efectivamente, con que un sócrates poseyó conocimientos profundos sobre la persona humana.
Bajo los estratos del saber superficial o sólo aparente de otros y de sí mismo pudo poner al descubierto la profunda ignorancia de la persona que distingue a ésta de lo divino; y ello en virtud de un daimonion, una inspiración casi divina, que le permitía detectar lo recto y verdadero. También Buda llegó sin duda a un conocimiento profundo de la persona humana cuando descubrió, bajo el tráfago de las ocupaciones que la arrastran de una parte para otra, la sed trágica oculta que debe ser saciada, caso de que uno sea capaz de hacer saltar por los aires la cárcel estrecha y oscura de su Yo para entrar en la luz de lo ilimitado. Pero ¿podemos considerar tal conocimiento como suficientemente profundo? ¿somos, acaso, conocidos cuando alguien pone al descubierto nuestra falta de conocimientos o cuando se nos muestra un camino para liberarnos de nuestro Yo? Y, si tenemos en cuenta las distintas aportaciones de otros hombres «normativos», ¿no nos encontramos con que cada uno de ellos enseña algo distinto acerca de la persona, algo que, hasta cierto punto, puede ser verdadero, pero sin que concuerden unos con otros, y sin que el hombre deje de aparecer en definitiva como una esfinge?
Podríamos aludir también, por otra parte, a los progresos que las «ciencias del hombre» han realizado desde los tiempos de Jesús. ¿No tendríamos que considerar como arcaicos y primitivos sus conocimientos sobre el hombre, si los comparamos con los niveles alcanzados por la psicología moderna en todas sus manifestaciones, en sus métodos, de los que los evangelios no parecen anticipar absolutamente nada? Dejando por el momento esta última afirmación a un lado, ¿no prevalece en esta psicología la misma confusión de lenguas, porque detrás de cada teoría y de cada escuela se perfila una concepción distinta de la persona humana? si preguntamos a Freud, a Adler, a Jung, a Fromm y a otros por el sentido de la existencia humana -meta última, al fin y al cabo, de toda disciplina práctica- recibiremos otras tantas respuestas divergentes.
¿No sería preciso que cayera desde más arriba de lo humano un rayo de luz sobre el enigma del hombre, de suerte que éste quedara global-mente iluminado? ¿Una luz proveniente de Dios, como la que empezó a brillar en el tiempo de los profetas, que pusiera radicalmente al desnudo lo que preferiría permanecer oculto, y que al mismo tiempo no fuera un juicio condenatorio, sino un estímulo para la superación? el conocimiento que Jesús tiene de los hombres podría ser la consumación de esta luz que desciende de Dios. Por una parte, descubre el corazón hasta sus últimos recovecos, pues tal es la finalidad de la Palabra divina, «más tajante que una espada de dos filos: penetra hasta la división de alma y espíritu, de articulaciones y tuétanos, y discierne las intenciones y pensamientos del corazón. Nada creado está oculto a su presencia: todo está desnudo y patente a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas» (Heb 4, 12-13). Pero, por otra parte, esta luz que cae de arriba no es fría ni inmisericorde. cuando Jesús se describe a sí mismo como «la Luz del mundo» en la que tenemos que «creer» y en la que tenemos que «caminar» «mientras es de día», para «ser hijos de la luz» (Jn 8, 12; 12, 35 s.), está pensando en una luz inundada de gracia, protectora y misericordiosa, que dirige suavemente para que no «tropecemos en la oscuridad» (Jn 11, 9 s.).
Su luz descubre y encubre al mismo tiempo; echa el manto del perdón divino sobre la desnudez, hurga en las heridas, pero como el médico, para curar. ello sucede de modo tal, que intuimos que en nosotros penetra una luz al mismo tiempo humana y sobrehumana; una luz que ilumina desde una fuente absolutamente única; que puede tener efectos múltiples pero que no dispersa ni divide al hombre, sino que lo reúne junto a la fuente de luz por la que siempre ha suspirado, consciente o inconscientemente. No quedará abandonado en la ignorancia socrática, ni tampoco absorbido en el nirvana, sino luminosamente transformado, de manera incomprensible para él, en «hijo de la luz».
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