CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 23 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis pronunciada por el Papa hoy, durante la Audiencia General celebrada en el Aula Pablo VI.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
En Roma, en la colina del Aventino, se encuentra la abadía benedictina de San Anselmo. Como sede de un Instituto de estudios superiores y del abad primado de los Benedictinos Confederados, es un lugar que une la oración, el estudio y el gobierno, precisamente las tres actividades que caracterizaron la vida del santo al que está dedicada: Anselmo de Aosta, de cuya muerte se celebra este año el IX centenario. Las múltiples iniciativas, promovidas especialmente por la diócesis de Aosta por este feliz aniversario, han manifestado el interés que sigue suscitando este pensador medieval. Es conocido también como Anselmo de Bec y Anselmo de Canterbury con motivo de las ciudades con las que ha tenido relación. ¿Quién es este personaje al que tres localidades, lejanas entre sí y colocadas en tres naciones distintas – Italia, Francia e Inglaterra – se sienten particularmente vinculadas? Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo con una extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la libertas Ecclesiae, de la libertad de de la Iglesia, Anselmo en una de las personalidades eminentes de la Edad Media, que supo armonizar todas estas cualidades gracias a una profunda experiencia mística que guió siempre su pensamiento y su acción.
San Anselmo nació en el 1033 (o a principios del 1034) en Aosta, primogénito de una familia noble. El padre era un hombre rudo, dedicado a los placeres de la vida y disipador de sus bienes; la madre, en cambio, era mujer de elevadas costumbres y de profunda religiosidad (Cf. Eadmero, Vita s. Anselmi, PL 159, col 49). Fue ella, la madre, quien cuidó de la primera formación humana y religiosa de su hijo, que confió después a los Benedictinos de un priorato de Aosta. Anselmo, que desde niño – como narra su biógrafo – imaginaba la morada del buen Dios entre las altas y nevadas cumbres de los Alpes, soñó una noche que era invitado en este palacio espléndido por el mismo Dios, que se entretuvo mucho rato y afablemente con él y al final le ofreció de comer «un pan blanquísimo» (ibid., col 51). Este sueño le dejó la convicción de ser llamado a cumplir una alta misión. A la edad de quince años, pidió ser admitido en la Orden benedictina, pero el padre se opuso con toda su autoridad y no cedió siquiera cuando el hijo, gravemente enfermo, sintiéndose cerca de la muerte, imploró el hábito religioso como último consuelo. Después de la curación y la desaparición prematura de su madre, Anselmo atravesó un periodo de disipación moral: descuidó los estudios y, abrumado por las pasiones terrenales, se hizo sordo a la llamada de Dios. Volvió a casa y empezó a viajar por Francia, buscando nuevas experiencias. Después de tres años, llegado a Normandía, se dirigió a la abadía benedictina de Bec, atraído por la fama de Lanfranco de Pavía, prior del monasterio. Para él fue un encuentro providencial y decisivo para el resto de su vida. Bajo la guía de Lanfranco, Anselmo retomó con vigor sus estudios y en poco tiempo se convirtió no sólo en el alumno predilecto, sino también en el confidente de su maestro. Su vocación monástica se volvió a encender y, tras una atenta valoración, a la edad de 27 años entró en la Orden monástica y fue ordenado sacerdote. La ascética y el estudio le abrieron nuevos horizontes, haciéndole volver a encontrar, a un nivel mucho más alto, esa familiaridad con Dios que había tenido de niño.
Cuando en el 1063 Lanfranco se convirtió en abad de Caen, Anselmo, con apenas tres años de vida monástica, fue nombrado prior del monasterio de Bec y maestro de la escuela claustral, revelando dotes de refinado educador. No le gustaban los métodos autoritarios; comparaba a los jóvenes con las pequeñas plantas que se desarrollan mejor si no se las encierra en un invernadero, y les concedía una «sana» libertad. Era muy exigente consigo mismo y con los demás en la observancia monástica, pero en lugar de imponer la disciplina se empeñaba en hacerla seguir con la persuasión. A la muerte del abad Erluino, fundador de la abadía de Bec, Anselmo fue elegido por unanimidad a sucederle: era en febrero de 1079. Entretanto numerosos monjes habían sido llamados a Canterbury para llevar a los hermanos del otro lado del Canal de la Mancha la renovación que se estaba produciendo en el continente. Su obra fue bien aceptada, hasta el punto de que Lanfranco de Pavía, abad de Caen, se convirtió en el nuevo arzobispo de Canterbury y pidió a Anselmo que transcurriera un cierto tiempo con él para instruir a los monjes y ayudarle en la difícil situación en que se encontraba su comunidad eclesial tras la invasión de los normandos. La permanencia de Anselmo se reveló muy fecunda; ganó simpatía y estima, hasta tal punto que a la muerte de Lanfranco, fue elegido para sustituirle en la sede arzobispal de Canterbury. Recibió la solemne consagración episcopal en diciembre de 1093.
Anselmo se empeñó inmediatamente en una enérgica lucha por la libertad de la Iglesia, manteniendo con valor la independencia del poder espiritual respecto del temporal. Defendió a la Iglesia de las indebidas injerencias de las autoridades políticas, sobre todo de los reyes Guillermo el Rojo y Enrique I, encontrando ánimo y apoyo en el Romano Pontífice, al que Anselmo demostró siempre una valiente y cordial adhesión. Esta fidelidad le costó, en el 1103, también la amargura del exilio de su sede de Canterbury. Y sólo cuando, en 1106, el rey Enrique I renunció a la pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas, como también a la acumulación de los impuestos y a la confiscación de los bienes de la Iglesia, Anselmo pudo volver a Inglaterra, donde fue acogido festivamente por el clero y por el pueblo. Se había concluido así felizmente la larga lucha combatida por él con las armas de la perseverancia, del orgullo y de la bondad. Este santo arzobispo que tanta admiración suscitaba en torno a sí, allí donde se dirigiera, dedicó los últimos años de su vida sobre todo a la formación moral del clero y a la búsqueda espiritual sobre argumentos teológicos. Murió el 21 de abril de 1109, acompañado por las palabras del Evangelio proclamado en la Santa Misa de aquel día: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino…» (Lucas 22,28-30). El sueño de aquel misterioso banquete, que había tenido desde pequeño, precisamente al principio de su camino espiritual, encontraba así su realización. Jesús, que le había invitado a sentarse a su mesa, acogió a san Anselmo, a su muerte, en el reino eterno del Padre.
«Dios, te lo ruego, quiero conocerte, quiero amarte y poder gozar de ti. Y si en esta vida no soy capaz de ello plenamente, que al menos cada día pueda progresar hasta cuando llegue a la plenitud» (Proslogion, cap.14). Esta oración nos permite comprender el alma mística de este gran santo de la época medieval, fundador de la teología escolástica, al que la tradición cristiana ha dado el título de «doctor magnífico», porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, en la plena conciencia sin embargo de que el camino de búsqueda de Dios nunca se concluye, al menos en esta tierra. La claridad y el rigor lógico de su pensamiento han tenido siempre como objetivo «alzar la mente a la contemplación de Dios» (Ivi, Proemium). Afirma claramente que quien pretende hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo una profunda expe
riencia de fe. La actividad del teólogo, según san Anselmo, se desarrolla así en tres estadios: la fe, don gratuito de Dios que hay que acoger con humildad; la experiencia, que consiste en la encarnación de la palabra de Dios en la propia existencia cotidiana; y por último el verdadero conocimiento, que nunca es fruto de razonamientos asépticos, sino de una intuición contemplativa. Siguen siendo, por tanto, muy útiles también hoy, para una investigación teológica sana y para quien quiera profundizar en las verdades de la fe, sus célebres palabras: «No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo siquiera desde lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender» (Ivi, 1).
Queridos hermanos y hermanas, que el amor por la verdad y la sed constante de Dios, que han marcado toda la existencia de san Ambrosio, sean un estímulo para todo cristiano para buscar sin cansarse nunca una unión cada vez más íntima con Cristo, Camino, Verdad y Vida. Además, que el celo lleno de valentía que distinguió su acción pastoral, y que le procuró entonces incomprensiones, amargura y finalmente el exilio, sea un ánimo para los pastores, para las personas consagradas y para todos los fieles a amar a la Iglesia de Cristo, a rezar, a trabajar y a sufrir por ella, sin abandonarla nunca o traicionarla. Que nos obtenga esta gracia la Virgen Madre de Dios, hacia la cual Anselmo nutrió una tierna devoción filial. «María, a ti quiere amar mi corazón – escribe san Anselmo – a ti mi lengua desea alabar ardientemente».
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
San Anselmo nació en Aosta en el seno de una familia noble. De su madre recibió una profunda formación humana y cristiana. Guiado por Lanfranco de Pavía, prior de la abadía benedictina de Bec, estudió con diligencia las disciplinas eclesiásticas. Allí abrazó la vida monástica y fue ordenado sacerdote, siendo posteriormente elegido abad de esa comunidad. Cuando Lanfranco de Pavía fue designado Arzobispo de Canterbury, pidió a Anselmo que lo ayudara en su tarea pastoral, ya que esa comunidad pasaba una difícil situación tras la invasión de los normandos. San Anselmo trabajó en esa diócesis fructuosamente y se ganó la estima de todos. Fue nombrado sucesor de Lanfranco al frente de esa Sede episcopal, a la que se dedicó con todas sus fuerzas, defendiendo valientemente la independencia de la Iglesia del poder temporal, lo cual le costó el exilio. Cuando pudo regresar a Canterbury, se consagró a formar a su clero y al cultivo de la teología. Murió en el año mil ciento nueve.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular, al grupo de sacerdotes de Valencia que celebran el cuarenta aniversario de su ordenación presbiteral, acompañados por el Señor Cardenal Antonio Cañizares Llovera y Monseñor Jesús Murgui Soriano, Obispo de Mallorca; a los miembros de la Asociación de Archiveros de la Iglesia en España, a los alumnos del Colegio Sacerdotal Argentino y del Pontificio Colegio Mexicano de Roma. Que el amor a la verdad y la constante sed de Dios, que distinguieron la vida de san Anselmo de Aosta, nos impulsen a buscar infatigablemente una unión cada vez más profunda con Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Muchas gracias.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
© Libreria Editrice Vaticana]