CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 29 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió este jueves Benedicto XVI al recibir en audiencia a los participantes en un congreso promovido por el Partido Popular Europeo sobre el viejo continente.
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Honorables parlamentarios,
distinguidas señoras y señores:
Con alegría os doy la bienvenida con motivo de las Jornadas de Estudio sobre Europa, organizadas por vuestro grupo parlamentario. Los romanos pontífices siempre han dedicado una atención particular a este continente. La audiencia de hoy es un ejemplo elocuente y se enmarca en la larga serie de reuniones entre mis precursores y los movimientos políticos de inspiración cristiana. Doy las gracias al honorable señor Pöttering por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y le hago llegar a él y a todos vosotros mi más cordial saludo.
En estos momentos, Europa tiene que afrontar complejas cuestiones de gran importancia, como la ampliación y desarrollo del proceso de integración europea, la definición cada vez más exacta de política de vecindad dentro de la Unión y el debate sobre su modelo social. Para alcanzar estos objetivos, será muy importante inspirarse con fidelidad creativa en la herencia cristiana que ha dado una aportación decisiva a la hora de forjar la identidad de este continente.
Si valora sus raíces cristianas, Europa será capaz de dar un rumbo seguro a las opciones de sus ciudadanos y de sus pueblos, reforzará su conciencia de pertenecer a una civilización común y alimentará el compromiso de afrontar los retos del presente para lograr un futuro mejor. Por ello, aprecio el que vuestro grupo haya reconocido la herencia cristiana de Europa, que ofrece valiosas orientaciones éticas para la búsqueda de un modelo social que responda adecuadamente a las exigencias de una economía globalizada y de los cambios demográficos, asegurando el crecimiento y el empleo, la protección de la familia, igualdad de oportunidades para la educación de los jóvenes y la atención por los pobres.
Además, vuestro apoyo al patrimonio cristiano puede contribuir decisivamente a la derrota de una cultura que ahora se ha difundido claramente en Europa y que relega a la esfera privada y subjetiva la manifestación de las propias convicciones religiosas. Las políticas cimentadas en este fundamento no sólo implican el repudio del papel público del cristianismo, sino que más en general excluyen el compromiso con la tradición religiosa de Europa, sumamente clara a pesar de sus variaciones confesionales, convirtiéndose en una amenaza para la misma democracia, cuya fuerza depende de los valores que promueve (Cf. «Evangelium Vitae», 70).
Dado que esta tradición, precisamente en su así llamada unidad polifónica, transmite valores que son fundamentales para el bien de la sociedad, la Unión Europea sólo podrá verse enriquecida en su compromiso con ella. Sería un signo de inmadurez, o incluso de debilidad, oponerse a ella o ignorarla, en vez de dialogar con ella. En este contexto, hay que reconocer la existencia de una cierta intransigencia laicista que es enemiga de la tolerancia y de una sana concepción laica del estado y de la sociedad.
Por eso, me complace el que el tratado constitucional de la Unión Europea prevea una relación estructurada y continua con las comunidades religiosas, reconociendo su identidad y su contribución específica. Confío en que la efectiva y correcta aplicación de esta relación comience ahora con la cooperación de todos los movimientos políticos independientemente de las posiciones de partido.
No hay que olvidar que, cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando principios, no están manifestando formas de intolerancia o interferencia, pues estas intervenciones buscan únicamente iluminar las conciencias, para que las personas puedan actuar libremente y con responsabilidad, según las auténticas exigencias de la justicia, aunque esto pueda entrar en conflicto con situaciones de poder y de interés personal.
En la medida en que afecta a la Iglesia católica, el interés principal de sus intervenciones en la vida pública se centra en la protección y la promoción de la dignidad de la persona y por ello presta particular atención a los principios que no son negociables.
Entre éstos, hoy emergen claramente los siguientes:
–protección de la vida en todas sus fases, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural;
–reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa ante los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel social insustituible;
–la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos.
Estos principios no son verdades de fe, aunque queden iluminados y confirmados por fe; están inscritos en la naturaleza humana, y por lo tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es por lo tanto de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, independientemente de su afiliación religiosa.
Por el contrario, esta acción es aún más necesaria en la medida en que estos principios son negados o malentendidos, pues de este modo se comete una ofensa a la verdad de la persona humana, una grave herida provocada a la justicia misma.
Queridos amigos, exhortándoos a ser testigos creíbles y consecuentes de estas verdades fundamentales con vuestra actividad política, y de forma aún más fundamental con vuestro compromiso de vida auténtica y coherente, invoco sobre vosotros y vuestro trabajo la continua asistencia de Dios, en prenda de la cual os imparto a vosotros y a quienes os acompañan mi bendición.
[Traducción del original en inglés realizada por Zenit
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]