El Papa al VI Congreso para la Pastoral de Migrantes y Refugiados

«La apertura a la inmigración puede ser clave para un desarrollo integral”

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CIUDAD DEL VATICANO, martes 10 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el discurso pronunciado por Benedicto XVI al recibir ayer lunes en el Vaticano a los participantes en el VI Congreso para la Pastoral de los Migrantes y Refugiados, con el tema : «Una respuesta pastoral al fenómeno migratorio en la era de la globalización. Cinco años después de la Intsrucción Erga migrantes caritas Christi«.

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Señores cardenales,

venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas

Estoy contento de acogeros al inicio del Congreso mundial de la pastoral para los migrantes e refugiados. Saludo en primer lugar al presidente de vuestro Consejo Pontificio, monseñor Antonio Maria Vegliò, y le agradezco por las cordiales expresiones con las que ha presentado este encuentro. Saludo al secretario, a los miembros, los consultores y los oficiales del Consejo Pontificio para la Pastoral de Migrantes e Itinerantes. Un deferente saludo dirijo al honorable Renato Schifani, Presidente del Senado de la República. Os saludo a todos vosotros aquí presentes. A cada uno va mi aprecio por el empeño y la solicitud con la que trabajáis en un ámbito social tan complejo y delicado, ofreciendo apoyo a quienes, por libre elección o por obligación, deja su país y emigra a otras naciones.

El tema del Congreso – «Una respuesta al fenómeno migratorio en la era de la globalización» – evidencia el particular contexto en el que se colocan las migraciones en nuestra época. De hecho, si el fenómeno migratorio es tan antiguo como la historia de la humanidad, éste no había tenido nunca un relieve tan grande por consistencia y por complejidad de problemáticas, como a día de hoy. Interesa ahora a casi todos los países del mundo y se inserta en el vasto proceso de la globalización. Mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos, a millones afrontan los dramas de la emigración quizás por sobrevivir, más que para intentar mejorar condiciones de vida para sí mismos y para sus familiares. Se va haciendo cada vez más grande, de hecho, la distancia económica entre los países pobres y los industrializados. La crisis económica mundial, con el enorme crecimiento del paro, reduce la posibilidad de empleo y aumenta el número de aquellos que no consiguen encontrar siquiera un trabajo totalmente precario. Muchos se ven entonces obligados a abandonar sus propias tierras y sus comunidades de origen; están dispuestos a aceptar trabajos en condiciones nada conformes con la dignidad humana con una inserción difícil en las sociedades de acogida a causa de la diferencia de lengua, de cultura y de los ordenamientos sociales.

Las condiciones de los migrantes, y más aún la de los refugiados, trae a la mente, de cierta forma, las circunstancias del antiguo pueblo bíblico que, huyendo de la esclavitud de Egipto, con el sueño en el corazón de la tierra prometida, atravesó el Mar Rojo y, en lugar de llegar en seguida a la meta deseada tuvo que afrontar las asperezas del desierto. Hoy, muchos migrantes abandonan su país para huir a condiciones de vida humanamente inaceptables, pero sin encontrar, sin embargo, la acogida que esperaban. Frente a situaciones tan complejas, ¿cómo no pararse a reflexionar sobre las consecuencias de una sociedad basada fundamentalmente en el mero desarrollo material? En la Encíclica Caritas in veritate observaba que el verdadero desarrollo es solamente el integral, el que se interesa a todos los hombres y a todo el hombre.

El desarrollo auténtico reviste siempre un carácter solidario. En efecto, en una sociedad en vías de globalización, el bien común y el compromiso hacia él – observé también en la Caritas in veritate – no pueden no asumir las dimensiones de la entera familia humana, es decir, de la comunidad de los pueblos y de las naciones” (cfr n. 7). Al contrario, el mismo proceso de globalización, según subrayó oportunamente el Siervo de Dios Juan Pablo II, puede constituir una ocasión propicia para promover el desarrollo integral, pero sólo “si las diferencias culturales son acogidas como ocasiones de encuentro y de diálogo, y si el reparto desigual de los recursos mundiales provoca una conciencia de la necesaria solidaridad que debe unir a la familia humana” (Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 1999, en: Insegnamenti XXII, 2, [1999], 988). De ahí se deduce que es necesario dar respuestas adecuadas a los grandes cambios sociales en curso, teniendo claro que no puede haber un desarrollo efectivo si no se favorece el encuentro entre los pueblos, el diálogo entre las culturas y el respeto de las legítimas diferencias.

En esta óptica, ¿por qué no considerar el actual fenómeno migratorio mundial como condición favorable para la comprensión entre los pueblos y la construcción de la paz y de un desarrollo que interese a cada nación? Precisamente esto quise recordar en el Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado en el Año jubilar Paulino: las migraciones invitan a poner en claro la unidad de la familia humana, el valor de la acogida, de la hospitalidad y del amor por el prójimo. Esto debe traducirse en gestos cotidianos de coparticipación, de colaboración y de solicitud hacia los demás, especialmente hacia los necesitados. Para ser acogedores unos de otros – enseña san Pablo – los cristianos saben que tienen que estar disponibles a la escucha de la Palabra de Dios, que llama a imitar a Cristo y a permanecer unidos a Él. Sólo de esta forma podrán ser solícitos hacia el prójimo, y no ceder nunca a la tentación del desprecio y del rechazo de quien es distinto. Conformados a Cristo, cada hombre y cada mujer son vistos como hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre. Semejante tesoro de fraternidad les hace más “premurosos en la hospitalidad”, hija primogénita del agapê (cfr Insegnamenti IV, 2 [2008], 176-180).

Queridos hermanos y hermanas, fieles a la enseñanza de Jesús cada comunidad cristiana no puede dejar de nutrir respeto y atención por todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios y redimidos por la sangre de Cristo, aún más cuando se encuentran en dificultades. De ahí que la Iglesia invite a los fieles a abrir el corazón a los migrantes y a sus familias, sabiendo que éstos no son sólo un “problema”, sino que constituyen un “recurso” que hay que saber valorar oportunamente para el camino de la humanidad y para su desarrollo auténtico. A cada uno de vosotros renuevo mi agradecimiento por el servicio que hacéis a la Iglesia y a la sociedad, e invoco la materna protección de María sobre cada acción vuestra en favor de los migrantes y de los refugiados. Por mi parte os aseguro la oración, mientras os bendigo de buen grado a vosotros y a cuantos forman parte de la gran familia de los migrantes y los refugiados.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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