Amalfi, ciudad costera - Pixabay

Junio-Julio, tiempo de revisión

Tiempo de cosecha, de alegrías y de desconsuelos, de propósitos de la enmienda. Tiempo de revisión en todo caso

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Otra vez junio y julio, los meses de las notas. Tiempo de descanso escolar, de comienzo de vacaciones, de despedidas, de viajes. Tiempo de cosecha, de alegrías y de desconsuelos, de propósitos de la enmienda. Tiempo de revisión en todo caso.
Y este es el aspecto en el que me quiero fijar para este artículo, en la revisión. Está tan extendido esto de vivir deprisa que no nos da tiempo a pararnos en casi nada. Ya sé que no podemos salirnos de la época en la que nos ha tocado vivir, pero eso de ir siempre contrarreloj a mí me parece una fatalidad a combatir, más aún, un error porque viviendo de manera acelerada no hay manera de que las cosas importantes maduren ni tampoco de saborear la vida. ¿Se sabe de algo que necesitando madurar pueda hacerlo sin tiempo de reposo suficiente? Doy por supuesto que a la respuesta “no” le quedan pocas escapatorias. Aun así, cabe esperar que haya quien se pregunte qué pasa si la vida no se saborea. Si hubiera alguien que se hiciera esta pregunta, hay que responder que pasar, pasar, no pasa nada, solo que una vida sin saboreo es una vida sin sabiduría, que ambas cosas, saboreo y sabiduría, son uno y lo mismo.
He creído necesario hacer este inciso de pasada, pero vamos con lo que nos ocupa y digamos que aunque los tiempos nos impongan este modo de vida rico en ajetreo y esacaso en sosiego, si queremos hacer las cosas bien, no hay más remedio que abrir un paréntesis en medio de las prisas para hacer esta tarea de revisión, la cual es muy aconsejable en todos los campos y especialmente en este de la enseñanza. Las ocupaciones que llenan nuestro tiempo son tan variadas como lo es la vida, pero cualesquiera que sean esas ocupaciones, todas ellas necesitan de ser revisadas despacio, o, si se prefiere, con calma. Como cualquier otro quehacer, este de revisar tiene sus exigencias, las cuales determinan los criterios de revisión. Para lo que nos interesa, que es la revisión del curso escolar, señalamos cuatro criterios:
1. El primero es la edad. Es de experiencia común que durante la infancia el tiempo se percibe de manera muy distinta a como se va percibiendo según avanzamos en edad. En la percepción del tiempo intervienen varias causas, una de las cuales es la edad; no es que sea la única pero sí es decisiva. No deja de ser curioso que la percepción del tiempo dependa de los años que llevamos percibiéndolo. El gran salto psicológico para la percepción del tiempo está en el desarrollo del pensamiento abstracto. En la infancia, al no haber pensamiento abstracto, el tiempo no se puede vivir sino en presente porque el presente no puede ser abstracto; el presente, el aquí y el ahora, son siempre concretos. No tendría ningún sentido, pues, tratar de hacer una revisión global de todo el curso durante cualquiera de los años de la infancia. Revisar, para un niño, es tarea que hay que hacer de cada día y cada día varias veces; también lo es para un joven o para un adulto, pero al echar la vista atrás, estos pueden hacerse una idea global y el niño, en cambio, no puede, no porque no recuerde, que sí recuerda, pero lo que recuerda son cosas concretas que siempre están muy lejanas. Para un niño de Primaria el curso son las notas y por este mismo motivo a las notas las llamamos calificaciones, ya que ‘califican’ a la persona en su rendimiento académico. No es que no lo sean para un adolescente, pero al adolescente hay que iniciarle en una tarea de revisión de mayor hondura.
No quiero abandonar este primer punto sin decir algo que me parece del mayor interés y es sobre las dificultades que tenemos para manejarnos con el tiempo. Decía San Agustín que él tenía la noción de tiempo absolutamente clara siempre que no se le preguntara y tuviera que explicarla. Y yo me barrunto que algo parecido nos pasaría a más de uno si se nos pidiera definir el tiempo. ¿Sabemos qué es el tiempo? Cuando he hecho esta pregunta en clase siempre me he encontrado con alguien respondiendo que el tiempo es lo que miden los relojes. Eso es cierto, pero eso no define y en consecuencia tal respuesta no sirve para nada. Esa es la dimensión objetiva del tiempo ya que cada día lo tenemos dividido en veinticuatro horas exactamente iguales, toda ellas de sesenta minutos, cada uno de los cuales a su vez, son sesenta segundos. Esa es la medición, pero la percepción y la vivencia del tiempo es otra cosa que no entiende mucho de relojes ni cronómetros. Todos sabemos que en la vida práctica no es lo mismo una hora en la sala de espera de un quirófano que una hora de fiesta agradable o de sueño profundo. Y además, los relojes no sirven para los períodos largos, los años no se miden con relojes.
 
No tengo intención de alargar este asunto que, como se ve, tiene su complejidad, pero baste con esta pincelada para caer en la cuenta de que el tiempo en su dimensión subjetiva no es algo tan fijo ni tan sencillo ni tan fácil de encajar en mediciones ni en aparatos. Y es que en definitiva, el tiempo no es una “cosa” externa a nosotros, como lo pueden ser los objetos que voy sorteando cuando ando por la calle. Mi tiempo soy yo, mi tiempo es mi propia vida y eso podemos decirlo cada uno al tomar conciencia de que nuestro tiempo empezó cuando empezó nuestra vida y llegará a su fin cuando la vida se acabe. Echemos mano de la lógica: Si el fin de la vida es lo que llamamos muerte y el fin de nuestro tiempo es también la misma muerte, entonces es que -entendido en clave personal- el tiempo y la vida son lo mismo.
Fin de la  vida      =  Muerte
Fin  del    tiempo  =  Muerte
Siempre ha llamado mucho mi atención, por dos razones, algo que el hombre de fe le pide a Dios con esta oración del salmo 89, 12: “Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato”. Lo primero que despierta mi atención es que si la Palabra de Dios nos hace pedirle al Señor que nos enseñe a calcular nuestros años, “y la Escritura no puede fallar” (Jn 10, 35), eso quiere decir que nosotros por nosotros mismos no sabemos. La cuestión no está, ya se entiende, en saber contar; calcular nuestros años no es saber cuántos tenemos, ni cuánto falta para tener uno más, sino saber acerca de nosotros mismos. No es un problema de cómputo, sino de autogobierno. No demos por hecho que lo sabemos porque hayamos vivido ya muchos, no lo sabemos, y por eso hay que pedirlo. Dios, porque nos toma muy en serio, no nos hace pedir cosas innecesarias. Si a través de su Palabra pone en nuestros la petición “enséñanos a calcular nuestros años” es por dos motivos: porque podemos aprender y porque lo necesitamos. Y si nosotros, los adultos, no sabemos, ¿cómo lo va a saber un niño o un adolescente?
Lo segundo que me llama la atención es la finalidad: “Para que adquiramos un corazón sensato”, de donde podemos extraer la idea de que acertar en el manejo de nuestro tiempo personal es prueba de sensatez y buen juicio. Si ahora unimos las dos cosas, una, que el tiempo personal es nuestra propia vida, y dos, que saber calcularlo es prueba de sensatez, hay que concluir que habérselas bien con el tiempo, atinar en su manejo, equivale a vivir prudentemente, con sensatez. Ahora bien, si esto es así, hay que aceptar también lo contrario, lo cual supone que las dificultades para calcular los años, para gestionar su tiempo, es síntoma de insensatez. El gran escollo con el que se encuentra quien no sabe gobernar su tiempo es que no sabe gobernar su vida, su propia persona. Al escribir esto, no quisiera yo que nadie se sintiera incómodo porque este es un arte en el que todos tenemos que aprender y mejorar, ya que en este campo todos somos deficitarios. Lejos de mí incomodar lo más mínimo a nadie con mis palabras, en las cuales no hay otra intención que ofrecer una pista de reflexión y ayuda por si alguien al leerlo y hacer su propia revisión pudiera verse afectado. Si así fuera, como esta cuestión del autogobierno tiene sus dificultades, aquí se le ofrece una vía para poner remedio. Porque lo tiene, empezando por pedirlo en la oración personal, utilizando las propias palabras de la Escritura: “Señor, enséñame a calcular mis años”.
2. El segundo criterio está en el valor que concedamos a las notas. Vaya por delante que tienen mucho. Las notas, dicho en términos generales, son una medida objetiva y muy ajustada a la verdad del rendimiento académico de la persona. Hacemos bien en darles valor porque lo tienen, pero dicho esto, de inmediato hay que añadir que su valor no es absoluto sino relativo y muchas veces, muy relativo. Las notas son mediciones muy precisas, y en según qué cosas, apurando hasta varios decimales, pero el valor que tienen no siempre es medible porque depende de un buen puñado de factores que escapan a la medición.
Para quien suspende por falta de esfuerzo o tiene notas por debajo de sus posibilidades, la revisión no debe ofrecer ningún problema. Ha suspendido porque no ha trabajado lo suficiente, sea poco, muy poco o nada. Si quiere encaminarse bien y actuar como debe, tendrá que asumir su responsabilidad, rectificar en lo que vea que ha fallado, tomar las medidas pertinentes y en adelante a funcionar tratando de desterrar los errores pasados. Estas situaciones, digo, no ofrecen mayores complicaciones. Otra cosa es quien puede presentar unos resultados muy buenos pero por debajo de sus posibilidades. Muy probablemente se verá tentado a justificarse con unas notas que objetivamente son buenas, con lo cual el reproche no tiene cabida. Y en cambio el reproche sí estaría justificado pues cada uno en nuestro campo de actividad debemos hacer rendir nuestras capacidades hasta donde den de sí. Esto no debe confundirse con el perfeccionismo porque no lo es. Rendir todo lo que se pueda, admitiendo los errores y tratando de subsanarlos es trabajar la perfección posible, a lo cual estamos todos obligados, mientras que el perfeccionismo es la búsqueda de una brillantez ideal, que no admite equivocaciones y que todo error lo considera un fracaso. Lo primero es una virtud, la laboriosidad, que, como toda virtud está en medio de dos extremos que son la holgazanería y el activismo. Por ser virtud, los actos derivados de ella producen sosiego, humildad y alegría, mientras que el perfeccionismo no tiene nada de virtud y cuando se cae en él, sus frutos son los contrarios: irritación, soberbia y tristeza.
3. El tercer criterio son las motivaciones. Este punto es muy interesante y debemos volver sobre él una y otra vez. Las motivaciones son las causas que van por delante de la acción, abriéndola camino y por las cuales hacemos lo que hacemos. Normalmente no hay una causa única, sino una principal y otras secundarias. Conviene preguntarse qué nos ha llevado a hacer las cosas de una determinada manera, ya que junto a la causa principal se encuentras adheridas -a veces camufladas- otras más o menos legítimas. En cuanto a la revisión del curso escolar, puede parecer que con aprobar el curso ya está cumplido el objetivo, pero ese logro, siendo muy bueno y muy loable, a la vez se queda corto. Durante la infancia tal vez puede valer, pero en la adolescencia ya no. Aprobar el curso podría ser, si vale el ejemplo, una meta volante, pero las metas volantes no son verdaderas metas; de hecho nadie se para a disfrutarlas. Las metas volantes, por ser volantes vuelan, son muy fugaces y si se disfrutan, se disfrutan sin detenerse. Estudiar para aprobar el curso es una meta, pero meta volante, que está en función de logros de más altura: conseguir una titulación, dar una satisfacción a los demás, sobre todo a los padres, afirmarse en que uno puede aspirar a metas mayores, etc. Y luego hay dos que tienen aún más peso porque su peso es de tipo moral: el cumplimiento de la propia obligación, y, para las personas de fe, la gloria de Dios. Acerca de esta última, que por sí misma es la motivación más alta, reconozcamos que no abunda demasiado. Si esta motivación se quiere someter a revisión, hay que proponer que la revisen en primer lugar los padres cristianos, porque son ellos los primeros responsables de ella.
4. En último lugar, hacer solo una indicación de tipo práctico por cuanto que la revisión no serviría de nada si se quedara en un mero ejercicio teórico. Al contrario, debe traducirse en medidas de confirmación de lo que se viene haciendo, de mejora o de rectificación. Por lo que respecta al curso académico, esas medidas deberán servir sobre todo para organizarse y hacer bien las cosas en el curso siguiente.
Para terminar creo que pueden venir bien unas palabras que hace cien años también sirvieron como conclusión de una exposición sobre el trabajo escolar, aunque no era el final de un artículo, como en este caso, sino una conferencia titulada “Aprendizaje y heroísmo”, dada en 1915 en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Su autor, Eugenio D’Ors, dirigiéndose a los residentes, cerraba así su intervención:
“Todo pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la oscuridad. Nada quedará a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha”.

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