Mantener firmes la fe que profesamos en Jesús, el Hijo de Dios (Tiempo ordinario 29º, ciclo B)

Comentarios a la segunda lectura dominical

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ROMA, viernes 19 octubre 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…», escrita por nuestro colaborador el padre Pedro Mendoza LC, ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 29º domingo del Tiempo ordinario.

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Pedro Mendoza LC

«Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios– mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna». Heb 4,14-16

Comentario

El pasaje de la segunda lectura de este domingo es una exhortación por medio de la cual el autor de la carta a los Hebreos nos invita a adherirnos a Cristo Sumo Sacerdote (4,14-16). Anteriormente el autor presentó a Jesús como un sacerdote digno de fe (2,17-18). Ahora retoma este tema, haciendo de ello el punto de partida de una apremiante exhortación: «Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios– mantengamos firmes la fe que profesamos» (v.14). Aunque el sacerdocio de Cristo haya sido consumado sobre la cruz (cf. 5,9), éste continúa hoy ejercitándose todavía en los «cielos», donde Él ha penetrado con su muerte cruenta y está sentado ya a la derecha de la majestad divina (cf. 1,3). El apelativo «Hijo de Dios», sobre el que ha sido puesto el acento en el prólogo (cf. 1,1-4) y en la primera parte de la carta (cf. 1,5-8), se atribuye aquí directamente al «Jesús» histórico, con el objetivo de subrayar una vez más el fundamento de su papel sacerdotal (cf. 3,6): en cuanto Hijo Él es un sacerdote potente, capaz de «salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (7,25).

En Jesús muerto y resucitado se ha realizado aquel «sacerdocio» del cual las instituciones cultuales del Antiguo Testamento fueron sólo una «sombra» (10,1; cf. 8,5): esta certeza tiene que empujar al creyente a «mantener firme», es decir a renovar y fortalecer su «profesión de fe». Sólo así podrá entrar en una relación viva con Él y gozar los frutos de su mediación sacerdotal.

A la exhortación inicial sigue una frase explicativa con la cual se excluye una posible interpretación errada del sacerdocio de Cristo: «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (v.15). La grandeza del sacerdocio de Cristo no excluye, más bien exige que Él sea solidario con la familia humana, que tiene que representar delante de Dios: Él en efecto es «hombre» entre los hombres y por tanto es capaz de comprender en profundidad sus límites y sus pecados.

El verbo «compadecer» es típico de la carta a los Hebreos (cf. 10,34): éste no significa simplemente una cierta participación en la suerte del otro sino una real consonancia de afectos profundos: ¡es el amor que empuja a padecer con quien padece! Jesús ha demostrado esta compasión suya porque justamente Él, que es y permanece siempre «Hijo de Dios» (cf. v.14), se ha sometido a los límites y a las pruebas comunes de la vida, comprendido el drama de la muerte (cf. 5,7-10), como otro cualquier ser humano (cf. 2,14-18).

La solidaridad de Jesús con la humanidad tiene un límite: se asemejó en todo a la condición humana «excepto en el pecado». Se afirma así la perfecta santidad de Cristo, que excluye cualquier participación suya en la situación común de pecado. En realidad esta prerrogativa no disminuye su solidaridad con los hombres, más bien representa la condición indispensable para que Él pueda en efecto ir a su encuentro y salvarlos. Un pecador necesita ante todo ser él mismo salvado: ¡sólo quien es santo puede salvar a los demás! Por esto se dirá enseguida que el sacerdocio antiguo fue ineficaz porque el sumo sacerdote tenía que ofrecer sacrificios ante todo por los propios pecados (cf. 5,3). La santidad por lo tanto no le impide a Cristo ser totalmente semejante a nosotros, partícipe de la misma sangre y de la misma carne (cf. 2,14): al revés, le permite ser «redentor» en sentido pleno, sin límite alguno. Además lo constituye en modelo de la vida nueva, redimida, que todos los creyentes pueden ya compartir.

El autor concluye con una nueva exhortación: «Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna» (v.16). La invitación inicial a mantener firme la profesión de fe es retomada aquí, después del desarrollo relativo a la compasión de Jesús, bajo forma de llamada a acercarse con plena confianza al «trono» de la gracia, es decir a la presencia del Dios misericordioso. Después de que Cristo ha atravesado los cielos, Dios no tiene que ser buscado ya en un santuario terrenal, sino justo allá donde Él se encuentra, es decir en su santuario celeste. En fuerza de la mediación de Cristo los creyentes deben ya sentirse seguros de que Dios no les negará la salvación y la ayuda necesaria todas las veces que necesitarán de ellas.

Aplicación

Mantener firmes la fe que profesamos en Jesús, el Hijo de Dios.

La liturgia de la Palabra de este domingo ordinario reclama nuestra atención al gesto de donación de la propia vida que Jesús ha cumplido por nosotros. En el Evangelio, ante la petición de dos discípulos de sentarse al lado suyo en su gloria, Jesús responde anunciando por tercera vez su pasión y su muerte por nosotros. La primera lectura del profeta Isaías nos ayuda a comprender el significado de este anuncio de dar la propia vida en rescate por muchos. El autor de la carta a los Hebreos reconociendo esta solidaridad de Jesús con nosotros nos exhorta a tener plena confianza en Él.

El profeta Isaías en la primera lectura (53,2a.3a.10-11) nos muestra lo que significó para Jesús entregar su propia vida en rescate por muchos. Para ello recurre a la figura del “Siervo doliente”. En este cuarto canto Isaías nos describe de manera muy gráfica y cruda los sufrimientos del Siervo del Señor: «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. […] Mas plugo al Señor quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca al Señor se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará» (vv.3.10-11). Aquí tenemos el mayor servicio, que Jesús mismo ha realizado: cargarse la iniquidad de los demás para rescatarlos, dar la propia vida en rescate por los pecadores.

El tercer anuncio de la pasión, recogido en el pasaje del Evangelio de san Marcos (10,35-45), está precedido por una petición muy ambiciosa por parte de dos de los discípulos de Jesús, Santiago y Juan: poder sentarse a su derecha y a su izquierda en su gloria. Ante esta petición Jesús les presenta una condición: beber el cáliz de su Pasión. De este modo Jesús busca purificar la ambición de estos dos discípulos y confirmarles su gracia para alcanzar el martirio por medio del cual se unirán más plenamente a Él. Pero les pone al tanto de que el privilegio de sentarse a su lado en la gloria sólo al Padre le corresponde otorgarlo. Por último, para encauzar esa ambición de sus discípulos, les anuncia por tercera vez la pasión y muerte que está a punto de sufrir para llevar a cumplimiento su obra redentora.

La segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos (4,14-16), muestra también cómo Jesús se ha hecho servidor nuestro. Él ha sido probado en todo, a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Haciéndose plenamente solidario con nosotros, Jesús ha aceptado to
dos los sufrimientos de la condición humana, y de este modo ha adquirido la capacidad de compadecerse íntimamente de nuestra suerte. En este Jesús, Hijo de Dios, plenamente solidario con nosotros, hasta compartir los más extremos sufrimientos que el hombre puede padecer, estamos invitados a mantener firmes la fe que profesamos en Él.

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ZENIT Staff

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