Estos consagrados, por tanto, no tienen hábito religioso y, en muchas ocasiones, no viven en comunidad, pero como los religiosos, profesan los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.
La mayoría de estos sodalicios, 206 en todo el mundo, entre masculinos y femeninos, está representada en la Conferencia Mundial de los Institutos Seculares, que después de 30 años ha vuelto a celebrar en Roma su Congreso en sede plenaria. Cuando faltaban pocas horas para que acabara el encuentro, los 400 participantes provenientes de unos 50 países, fueron recibidos por el Papa en la residencia pontificia de Castel Gandolfo.
«Nuestra mirada sobre las realidades del mundo contemporáneo, mirada que quisiéramos que siempre estuviera llena de la compasión y misericordia que nos enseñó nuestro Señor Jesucristo, no se detiene a individuar los errores y peligros –explicó el Papa a estos consagrados en el mundo–. Ciertamente no puede dejar de constatar los aspectos negativos y problemáticos, pero se dirige inmediatamente después a encontrar sendas de esperanza y a indicar perspectivas de ferviente compromiso por la promoción integral de la persona, a favor de su liberación y de la plenitud de su felicidad».
«El desafío, que la cultura contemporánea plantea a la fe, parece ser precisamente éste –añadió–: abandonar la fácil inclinación a dibujar escenarios oscuros y negativos para trazar recorridos posibles, que no sean ilusorios, de redención, de liberación y de esperanza. Vuestra experiencia de consagrados, en la condición secular, os muestra que no se debe esperar la llegada de un mundo mejor sólo a partir de las decisiones que se toman en lo alto de las grandes responsabilidad y de la grandes instituciones. La gracia del Señor, capaz de salvar y de redimir también a esta época de la historia, nace y crece en los corazones de los creyentes».
La misión de los Institutos Seculares, según Juan Pablo II, consiste en tratar de «introducir en la sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las Bienaventuranzas». De este modo, añadió, «la fe de los discípulos se convierte en alma del mundo, según la imagen de la carta «A Diogneto»». Esta epístola, fue escrita entre el siglo II y el siglo III por un autor anónimo y hace una estupenda descripción de la vida de los primeros cristianos en el imperio pagano.
«Cuanto más ajena se encuentre la humanidad del mensaje evangélico, más fuerte y persuasivo tendrá que resonar el anuncio de la verdad de Cristo y del hombre redimido por él», explicó el Santo Padre, quien dejó claro al mismo tiempo que este anuncio tiene que prestar atención a las formas, «para que la humanidad no lo sienta como una invasión o imposición por parte de los creyentes»
«Al contrario –concluyó–, nuestra tarea consiste en que aparezca cada vez más claramente que la Iglesia, continuadora de la misión de Cristo, se preocupa por el hombre con amor. Y no lo hace por la humanidad en abstracto, sino por este hombre concreto e histórico».