VEREDA MIRAFLORES, 29 abril 2001 (ZENIT.org).- Tras un viaje de tres horas a lomo de mula bajo el sol abrasador de las selvas del trópico, que lo lleva a través de territorios controlados por la guerrilla y sembrados de coca, el padre Van Hager llega finalmente aquí para predicar el evangelio ante una pequeña comunidad campesina.
El sacerdote estadounidense entra a una escuela convertida durante unas horas en iglesia, celebra una misa y en su homilía transmite el mensaje de Dios en un español defectuoso, que a sus 30 feligreses a veces les cuesta entender.
«Estas son las trincheras de la iglesia y de Colombia. Ni los colombianos quieren venir acá», dice el misionero al terminar la misa.
Este sacerdote de los Misioneros de la Consolata, que tiene representantes en algunos de los lugares más pobres del planeta, es el único estadounidense que vive en la zona desmilitarizada cedida por el gobierno a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en el sur del país. Constituye un caso realmente singular que ha atraído, entre otros, el interés de la agencia de noticias Associated Press, quien le ha dedicado un amplio reportaje.
Las FARC, que constituyen la mayor guerrilla del país, tradicional enemiga del «imperialismo yanqui», ha declarado objetivo militar a los asesores norteamericanos que viven en Colombia y son las responsables del asesinato de tres indigenistas estadounidenses en 1999.
«No se han metido directamente conmigo», asegura este sacerdote, alto y delgado, mientras cierra su maletín de religioso ambulante para continuar su recorrido.
Sus feligreses celebran su presencia como un acontecimiento, más allá de los regalos que les llevó para Navidad y que llegaron con tres meses de retraso.
«Su visita es muy importante para los pobladores, acá la gente casi ni sale, ni nadie viene», explica el maestro de la escuela primaria, Alexander Losada.
El padre Hager, de 57 años, es el único cura que atiende a 15 poblados aislados. Para alcanzar la comunidad más lejana tiene que recorrer ocho horas en mula por ásperos senderos. A otras llega por vía fluvial, muchas veces en esas mismas lanchas que los habitantes utilizan para transportar la hoja de coca.
A través del Plan Colombia, Estados Unidos ha emprendido un polémico plan de fumigación de campos de cultivo que acaba con la coca y con toda la producción agrícola de esas comunidades campesinas. Estas zonas están controladas por la guerrilla, que exigen un impuesto a los cultivadores de droga. Por este motivo, la postura de los guerrilleros es más dura todavía contra los estadounidenses. El Departamento de Estado de Washington ha advertido a sus ciudadanos que los ataques contra los norteamericanos pueden incrementarse a raíz del Plan Colombia.
«Yo predico como todos los sacerdotes… pero no creo que sea diferente porque soy estadounidense», explica este hombre que sobresale entre sus feligreses por sus 1,86 metros de estatura.
La Iglesia católica, la única institución que tiene presencia en todo el territorio nacional, fragmentado por un violento conflicto interno desde hace 37 años, ha tenido dificultades para encontrar a religiosos capaces de ir a una zona marcada por el aislamiento y la violencia.
«Es un trabajo muy frustrante por el bajo nivel religioso de la gente. Pero seguimos trabajando… Ya hay más parejas casadas por la iglesia que en toda la historia de la parroquia», explica con satisfacción el misionero, cuya sede está en el puerto fluvial de Betania, a unos 350 kilómetros al sur de Bogotá.
El sacerdote que lo precedió aquí permaneció apenas nueve meses en la zona antes de pedir su traslado. Su antecesor duró un año en esta región, donde la guerrilla es la ley.
Nacido en Buffalo, estado de Nueva York, y ordenado en un seminario de la ciudad de los rascacielos, Hager tiene amplia experiencia misionera en otros continentes. Estuvo de sacerdote en Etiopía durante la década de 1970, cuando ese país se desangraba en una guerra civil que califica de «más sangrienta que la colombiana».
Durante su homilía evocó el sufrimiento de las víctimas de la violencia. Para Hager lo importante es la oración y trabajar por la paz.
«Rezamos porque se acabe el conflicto, rezamos por los secuestrados. Hemos visto milagros, como la reactivación de los diálogos» entre el gobierno y la guerrilla, añade el sacerdote.
Sus feligreses, aunque lo ven poco, pues tarda dos meses terminar la visita de los pueblos, sienten que está con ellos.
«Es muy bueno porque nos explica las cosas serias de la vida», dice Martha Montoya, de 22 años, una de las habitantes de esta aldea de menos de 300 personas.