Un filósofo en defensa de la persona

Entrevista con Paul Ricoeur sobre los nuevos desafíos éticos

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ROMA, 28 junio 2001 (ZENIT.orgAVVENIRE).- Paul Ricoeur, de 88 años, uno de los mayores filósofos contemporáneos, vuelve a ocuparse de la persona, de su «reconocimiento», de su identificación.

«El interrogante sobre la persona pertenece a mi camino especulativo desde hace cincuenta años –dice el filósofo francés–, un interrogante que, en los últimos tiempos, se ha hecho todavía más apremiante, y necesitado de profundización».

–Usted ha trazado recientemente un recorrido de nueva identificación de la persona. ¿Puede hablarnos de ello?

–En la actual sociedad, masificante y globalizante, es importante comprenderse pero también hacerse comprender. Sólo soy persona cuando mi petición de ser reconocido por otro ha recibido una respuesta positiva; por tanto, nunca se es persona estando solo, se llega a ser persona en una
relación de reciprocidad. El «otro» es constitutivo de la personalización.

–¿Qué significa en términos concretos?

–Se trata de aprender a re-conocerse, a identificarnos como personas también con vistas a la comprensión que los otros tendrán de nosotros. Consideremos un caso emblemático, el de la relación con los inmigrantes. A Europa llegan extranjeros provenientes de toda Africa, sobre todo septentrional, de Oriente y de la Europa balcánica. Si queremos de verdad acogerles, más allá de las justas, necesarias y prioritarias reglas a establecer, no debemos buscar sólo comprenderles o penetrar en su mentalidad, su psicología, su civilización, sino poner en acto una auténtica inversión de la perspectiva comunicativa, es decir, ponerse en condiciones de hacernos comprender, en suma, de hacernos reconocer. Entonces, aceptar a los otros significa reconstituir también en nosotros el sentido de una pertenencia humana: sin el otro, por mí mismo, no soy nadie, al menos bajo el perfil comunitario, y somos en tanto que nuestra petición de reconocimiento es acogida.

Naturalmente no estoy sugiriendo la fusión, la limitación de la identidad, sino la conciencia de que la corresponsabilidad comporta el mutuo reconocimiento. Si nos ponemos en la condición de hacernos comprender, los otros estarán automáticamente investidos de la responsabilidad de comprendernos. Esto vale naturalmente para todos los ámbitos de la convivencia humana, social y política.

–En realidad, hoy el tema de la persona está en el centro del debate filosófico: todo parece manipulable en la persona humana, desde su dimensión física a la psicológica y espiritual. Pensemos en las nuevas fronteras de la genética y en las hipótesis de reproducibilidad del hombre; pensemos en las nuevas terapias farmacológicas, en el campo neurológico, o en las ligadas a la ciencia quirurgo-estética. ¿Cual es su parecer a este respecto?

–El hombre de hoy ha llegado a un umbral: tiene la posibilidad de realizar modificaciones fundamentales de la propia existencia pero también puede destruirse. Se trata de una conquista que marca una época sin precedentes en la historia. Pero no hay que crear alarmismos. La cuestión es dotarse de reglas. Cuanto más se ensancha el poder del hombre, más se amplían las posibilidades de bien y de mal. No hay que asombrarse ni desanimarse.

No comparto la posición pesimista de quienes ven en el progreso científico y en la misma globalización un riesgo de catástrofes irreversibles. La futurología es una ciencia relativa, que se funda en las consideraciones expresables en el presente, el futuro no está en nuestras manos.

Por otra parte, en el terreno práctico, creo que los verdaderos nudos que hay que desatar no son tanto los temas generales, sobre los cuales todos están de acuerdo, sino aquellos que podríamos definir intermedios, grises, o sea de frontera. Pongamos un ejemplo.

Todo están convencidos de que la clonación humana es un perspectiva radicalmente extraña a nuestra ética. Las polémicas aparecen en torno a las situaciones de frontera, por ejemplo, respecto a la clonación terapéutica.

Las divisiones entre materialistas y creyentes nacen justamente aquí. Los primeros piensan en el sentido de la existencia a partir de la ciencia, los segundos a partir de la vida. Para resolver este tipo de problemas, yo reflexionaría sobre la unicidad de mi cuerpo, sobre la irrepetibilidad del individuo, sobre la insustituibilidad real de los seres. Puedo mejorarme a mí mismo. incluso físicamente, además de espiritualmente, pero ¿aceptaría mi sustitución? Mi sustitución, como soy en mi identidad y unicidad conscientes y profundas? Este es el límite.

Pero ¿cómo hacer para llegar a soluciones en este ámbito? No hay otro modo que ampliar el debate, sensibilizar a la opinión pública para que participe, renovar la relación entre crítica y convicción. La escuela debería enseñar no sólo a saber y hacer, sino también a vivir entre los demás y sobre todo a ser.

–Por tanto, hay que renovar principalmente la conciencia crítica del hombre contemporáneo.

–Ciertamente. Los temas del mundo actual son complejos, a menudo contrastantes y no se puede dar una solución a priori. Hay que trabajar especialmente en el terreno posible, que es el de la conciencia y la responsabilidad, individuales y sociales. Pero trabajar sobre la conciencia humana significa dar a todos los mismos instrumentos de aprendizaje y de interpretación del mundo y de la vida. Para esto, insisto en el principio de la corresponsabilidad. Del resto, los temas son complejos porque es compleja la sociedad actual y sobre todo la occidental.

Tomemos por ejemplo la situación del mercado. Si se quiere presentar la cuestión como intento de conciliar la competitividad económica con una nueva redistribución social de la riqueza, yo creo que se va hacia el impasse. Hay que partir de lejos, manteniendo alto el sentido de una ética de la política y de la solidaridad.

Se trata en sustancia de volver a dar sentido al actuar mismo del hombre. Por ejemplo, revalorizando el significado mismo del trabajo y también de la diversión. El trabajo no es una mercancía sino antes que nada una dimensión humana. Es en fondo la gran herencia de la cultura occidental, tanto del cristianismo como de la filosofía de la Ilustración, del marxismo y los socialismos modernos, una herencia que hay que hacer valer para una revalorización de los derechos del trabajo, en una real economía de mercado.

Hoy todo, también el tiempo libre, es un negocio. Hay que volver a dar valor ético tanto al trabajo como al tiempo libre, desenganchándolos de la directa correspondencia económica. Entonces, en consecuencia, podrán cambiar las mismas lógicas de la economía mercantil porque será el hombre mismo el que las modificará.

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ZENIT Staff

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