Carlos Díaz: «La familia, último reducto de calor un mundo cada vez más frío»

Intervención en el Congreso «Familia, esperanza de la sociedad»

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MADRID, 18 noviembre 2001 (ZENIT.org).- Carlos Díaz, profesor de filosofía de la Universidad Complutense, pronunció en la tarde del sábado la tercera conferencia marco del Congreso «Familia, esperanza de la sociedad» que concluyó este domingo en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, a instancias de la Conferencia Episcopal Española y el Arzobispado de Madrid, sobre «Cultura familiar para la construcción de la sociedad».

Según Díaz, profesor titular de filosofía den la Universidad Complutense de Madrid, «el carácter social de los seres humanos ha motivado a lo largo de la historia su agrupación en diferentes colectivos, en una evolución que parte de la horda, pasa por la tribu y el clan y llega a la familia».

Pero ésta «se encuentra hoy sometida a la misma tensión de transformación y cambio, en un proceso que en la actualidad sufre la influencia de varias crisis de adelgazamiento de una institución amenazada de anorexia.

Así nos encontramos una familia insuficiente», cuyas raíces son: la «reducción de la estabilidad» de los vínculos de la pareja; la «disminución del número de componentes» del núcleo familiar –con su influencia en la sicología de unos hijos a menudo únicos e hiperprotegidos– y la pérdida de relación con otros parientes en el entorno de las grandes ciudades; la «reducción de los espacios domésticos» por la carestía de la vivienda y la progresiva ausencia de los abuelos que deben ser enviados a residencias por no existir espacios donde ser atendidos; la «reducción en los tiempos» de relación por el trabajo de los cónyuges y su influencia en unos niños hechos a la soledad, la influencia de un relativismo moral que determina que los órdenes de valores y las normas familiares las acabe dictando una omnipresente televisión, es decir, la «reducción de la normatividad axiológica».

La familia tradicional aparece así resquebrajada, «siendo en la actualidad una institución frágil e inestable, que ve aumentar la flexibilidad y el relativismo de sus vínculos. Pese a ello, esta nueva familia posmodernizada, con todos sus nuevos modelos derivados de un pluralismo de cohabitaciones -substitutos del matrimonio y origen de todo tipo de quiebras y estragos- sigue siendo el espacio primordial de adaptación, afecto y confianza, el último reducto de calor en un mundo cada vez más frío».

Es por esto que el problema no es educar para la familia, sino a la familia. Este es el gran reto: «una nueva familia cristianizada, en la que el Evangelio auténticamente vivido propicie una cultura en la que la verdadera familia se construye».

Esta cultura evangélica asume la cruz salvífica de Cristo, y por ello «cuando matrimonio y familia se viven cristianamente hacen presente a Cristo en la cruz como experiencia de muerte a lo que separa, y de resurrección en lo que une para siempre a través del perdón».

Esto hace de la familia cristiana sacramento de salvación; realidad convertida en sagrada, proyecto sacralizado que necesita de la cruz resucitada del Señor para que el amor familiar no muera nunca.

Pero la familia es también, frente al acostumbramiento y el abatimiento, sacramento de esperanza, lugar donde cada uno escucha : espero en ti. Sacramento de unidad y de misión, donde todos son uno y desde donde acudir en ayuda a los demás. Es sacramento de amor desinteresado y de alegría que nace de este amor, porque amar es alegrarse de la felicidad de los otros. Sacramento de personalización, porque el amor dignifica y construye. Sacramento de presencia, porque incluso para aquellos que ya han muerto es el lugar donde encontrar su huella y el fruto de su vida.

Desde esta cultura sacramental la familia adquiere la relevancia que merece, y sirve a una sicología y a una pedagogía cotidianas desde la que postular actitudes concretas como el amor y la confianza, el respeto, la fidelidad, el diálogo, la motivación y la crítica, la aceptación del otro y el dominio de uno mismo, la reconciliación, la ayuda y el servicio, el testimonio de la fe.

Para esta realización de la familia según su sentido sacramental, se refirió Carlos Díaz a otro sacramento, el del bautismo, que nos configura con Cristo sacerdote, profeta y rey: «somos sacerdotes, profetas y reyes. Somos sacer-dos: don sagrado. Somos profetas: decimos lo que Dios pone en nuestros labios, si estamos enraizados en la roca. Por ser profetas, somos misioneros. Tenemos que hablar de Cristo todos los días. Y reyes: de un Reino que no es de este mundo, pero que se inicia en este mundo. Frente al dios-dinero del dólar, y frente al dios que sólo puede ser pronunciado en árabe –en ambos cultos se predica la ley del talión–, nosotros profesamos al Dios universal, que perdona y ama».

Esta triple condición de los bautizados favorecen las tres funciones principales de la familia: la «nutritiva», que no es sólo alimentar, sino sobre todo dar afecto; la «instructiva», que requiere preparación y dedicación, para no derivar la función educativa de los padres en las instituciones escolares; y la de la «autoritas», que literalmente es «hacer crecer» a los hijos, la de dignificarles.

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ZENIT Staff

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