CIUDAD DE MÉXICO, 31 julio 2002 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que Juan Pablo II pronunció este miércoles en la canonización de Juan Diego Cuauhtlatoatzin (1474-1548), indígena testigo de las apariciones de Guadalupe.
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1. «¡Yo te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!» (Mateo 11, 25).
Queridos hermanos y hermanas: Estas palabras de Jesús en el evangelio de hoy son para nosotros una invitación especial a alabar y dar gracias a Dios por el don del primer santo indígena del Continente americano.
Con gran gozo he peregrinado hasta esta Basílica de Guadalupe, corazón mariano de México y de América, para proclamar la santidad de Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indio sencillo y humilde que contempló el rostro dulce y sereno de la Virgen del Tepeyac, tan querido por los pueblos de México.
2. Agradezco las amables palabras que me ha dirigido el Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo de México, así como la calurosa hospitalidad de los hombres y mujeres de esta Arquidiócesis Primada: para todos mi saludo cordial. Saludo también con afecto al Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, Arzobispo emérito de México y a los demás Cardenales, a los Obispos mexicanos, de América, de Filipinas y de otros lugares del mundo. Asimismo, agradezco particularmente al Señor Presidente y a las Autoridades civiles su presencia en esta celebración.
Dirijo hoy un saludo muy entrañable a los numerosos indígenas venidos de las diferentes regiones del País, representantes de las diversas etnias y culturas que integran la rica y pluriforme realidad mexicana. El Papa les expresa su cercanía, su profundo respeto y admiración, y los recibe fraternalmente en el nombre del Señor.
3. ¿Cómo era Juan Diego? ¿Por qué Dios se fijó en él? El libro del Eclesiástico, como hemos escuchado, nos enseña que sólo Dios «es poderoso y sólo los humildes le dan gloria» (3, 20). También las palabras de San Pablo proclamadas en esta celebración iluminan este modo divino de actuar la salvación: «Dios ha elegido a los insignificantes y despreciados del mundo; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios»(1 Co 1, 28.29).
Es conmovedor leer los relatos guadalupanos, escritos con delicadeza y empapados de ternura. En ellos la Virgen María, la esclava «que glorifica al Señor» (Lucas 1, 46), se manifiesta a Juan Diego como la Madre del verdadero Dios. Ella le regala, como señal, unas rosas preciosas y él, al mostrarlas al Obispo, descubre grabada en su tilma la bendita imagen de Nuestra Señora.
«El Acontecimiento Guadalupano –como ha señalado el Episcopado Mexicano– significó el comienzo de la evangelización con una vitalidad que rebasó toda expectativa. El mensaje de Cristo a través de su Madre tomó los elementos centrales de la cultura indígena, los purificó y les dio el definitivo sentido de salvación» (14.05.2002, n. 8). Así pues, Guadalupe y Juan Diego tienen un hondo sentido eclesial y misionero y son un modelo de evangelización perfectamente inculturada.
4. «Desde el cielo el Señor, atentamente, mira a todos los hombres» (Sal 32, 13), hemos recitado con el salmista, confesando una vez más nuestra fe en Dios, que no repara en distinciones de raza o de cultura. Juan Diego, al acoger el mensaje cristiano sin renunciar a su identidad indígena, descubrió la profunda verdad de la nueva humanidad, en la que todos están llamados a ser hijos de Dios en Cristo. Así facilitó el encuentro fecundo de dos mundos y se convirtió en protagonista de la nueva identidad mexicana, íntimamente unida a la Virgen de Guadalupe, cuyo rostro mestizo expresa su maternidad espiritual que abraza a todos los mexicanos. Por ello, el testimonio de su vida debe seguir impulsando la construcción de la nación mexicana, promover la fraternidad entre todos sus hijos y favorecer cada vez más la reconciliación de México con sus orígenes, sus valores y tradiciones.
Esta noble tarea de edificar un México mejor, más justo y solidario, requiere la colaboración de todos. En particular es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico. ¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México!
Amados hermanos y hermanas de todas las etnias de México y América, al ensalzar hoy la figura del indio Juan Diego, deseo expresarles la cercanía de la Iglesia y del Papa hacia todos ustedes, abrazándolos con amor y animándolos a superar con esperanza las difíciles situaciones que atraviesan.
5. En este momento decisivo de la historia de México, cruzado ya el umbral del nuevo milenio, encomiendo a la valiosa intercesión de San Juan Diego los gozos y esperanzas, los temores y angustias del querido pueblo mexicano, que llevo tan adentro de mi corazón.
¡Bendito Juan Diego, indio bueno y cristiano, a quien el pueblo sencillo ha tenido siempre por varón santo! Te pedimos que acompañes a la Iglesia que peregrina en México, para que cada día sea más evangelizadora y misionera. Alienta a los Obispos, sostén a los sacerdotes, suscita nuevas y santas vocaciones, ayuda a todos los que entregan su vida a la causa de Cristo y a la extensión de su Reino.
¡Dichoso Juan Diego, hombre fiel y verdadero! Te encomendamos a nuestros hermanos y hermanas laicos, para que, sintiéndose llamados a la santidad, impregnen todos los ámbitos de la vida social con el espíritu evangélico. Bendice a las familias, fortalece a los esposos en su matrimonio, apoya los desvelos de los padres por educar cristianamente a sus hijos. Mira propicio el dolor de los que sufren en su cuerpo o en su espíritu, de cuantos padecen pobreza, soledad, marginación o ignorancia. Que todos, gobernantes y súbditos, actúen siempre según las exigencias de la justicia y el respeto de la dignidad de cada hombre, para que así se consolide la paz.
Amado Juan Diego, «el águila que habla»! Enséñanos el camino que lleva a la Virgen Morena del Tepeyac, para que Ella nos reciba en lo íntimo de su corazón, pues Ella es la Madre amorosa y compasiva que nos guía hasta el verdadero Dios. Amén.