CIUDAD DEL VATICANO, 24 febrero 2003 (ZENIT.org ).- Juan Pablo II lanzó este lunes un llamamiento a la investigación científica y biomédica para que evite toda tentación de manipulación del ser humano.
Fueron sus palabras al recibir a los participantes de la IX Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida, reunidos hasta el próximo miércoles en Roma en torno a la ética de la investigación biomédica.
Durante su discurso, el Papa expresó su gratitud hacia tantos científicos dedicados a la investigación biomédica por sus múltiples aportaciones a la humanidad, como la derrota de epidemias letales y otras muchas enfermedades graves.
Como recordó el Santo Padre, la investigación científica goza del apoyo y del respeto de la Iglesia cuando tiene una orientación auténticamente humanística, «evitando toda forma de instrumentalización o destrucción del ser humano y manteniéndose libre de la esclavitud de los intereses políticos y económicos».
En este contexto, subrayó que no sólo los objetivos, sino también los métodos y los medios de la investigación científica deben respetar los límites insuperables de la tutela de la vida, de la integridad y dignidad la dignidad de todo ser humano «en cualquier etapa de su desarrollo y en toda fase de la experimentación».
«Estoy convencido –manifestó el Papa– de que callar frente a ciertos éxitos o pretensiones de la experimentación con el hombre no le está permitido a nadie, menos aún a la Iglesia».
En su mensaje, Juan Pablo II recalcó la actualidad de la Encíclica «Humanae Vitae» –de Pablo VI–, y manifestó la creciente urgencia de hallar soluciones «naturales» a los problemas de infertilidad conyugal.
Además alentó especialmente a los científicos católicos para que, con competencia y profesionalidad, «ofrezcan su contribución en los sectores donde sea más urgente una ayuda para solucionar los problemas que afectan la vida y la salud de los hombres».
Las Instituciones y Universidades católicas fueron especialmente mencionadas en el discurso del Papa, a las que llamó a un compromiso siempre a la altura de los valores que les han dado origen.
«Es necesario un auténtico movimiento de pensamiento y una nueva cultura de alto perfil ético y de imprescindible valor científico para promover un progreso auténticamente humano y efectivamente libre en la propia investigación», explicó.
Finalmente, el Papa manifestó ante los participantes de la IX Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida su preocupación por el abismo «gravísimo e inaceptable» que separa al mundo en vías de desarrollo del mundo desarrollado en materia de investigación biomédica y de asistencia sanitaria, diferencia que es urgente superar.
Citando el drama del Sida, especialmente serio en muchos países de África, Juan Pablo II advirtió de que «dejar a estas poblaciones sin los recursos de la ciencia y de la cultura significa condenarlas a la pobreza, a la explotación económica y a la falta de organizaciones sanitarias».
Esta actitud, además, representaría «una injusticia y alimentaría una amenaza a largo plazo para el mundo globalizado», afirmó.
«Valorar los recursos humanos endógenos –explicó el Papa– significa garantizar el equilibrio sanitario y, en definitiva, contribuir a la paz del mundo entero».
«La instancia moral relativa a la investigación científica biomédica se abre así necesariamente a un tema de justicia y de solidaridad internacional», concluyó.
La Academia Pontificia para la Vida fue creada por Juan Pablo II en 1994 para estudiar, formar e informar sobre los principales problemas de biomedicina y de derecho relativos a la promoción y a la defensa de la vida, especialmente en la relación directa que éstos tienen con la moral cristiana y el magisterio de la Iglesia.
En el campo de la investigación biomédica, la Academia para la Vida puede «constituir un punto de referencia y de iluminación no sólo para los investigadores católicos, sino para cuantos desean trabajar en este sector para el bien auténtico de todo hombre», recordó el Papa en su discurso de este lunes.
El cardenal Crescenzio Sepe constató en ese momento la existencia de «una Iglesia más viva de cuanto jamás pude imaginar» una región que cuenta con dos millones y medio de habitantes en una superficie siete veces mayor que la de Italia.