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La doctrina de la Iglesia sobre la pena de muerte se encuentra hoy actualizada y precisada en la versión última --la revisada-- del Catecismo de la Iglesia católica (n. 2267). Para comprenderla y asimilarla correctamente es imprescindible tener en cuenta los siguientes principios teológicos, en la forma en la que el magisterio de la Iglesia --muy singular y excepcionalmente el de Juan Pablo II-- los ha venido exponiendo después del Concilio Vaticano II, ante la situación de agresiones generalizadas al derecho a la vida y su justificación por la cultura imperante en el campo de la opinión pública y en los ámbitos de la acción política y de la subsiguiente elaboración de las leyes.
En primer lugar, el principio del derecho a la vida de todo ser humano, desde su concepción hasta el momento de su muerte natural, como intrínsecamente inherente a su dignidad personal, y cuyo garante último y único es Dios, que le ha creado y redimido, y del que ninguna instancia humana puede disponer, ni siquiera el propio sujeto de ese derecho: la persona humana individual. El suicidio es inmoral. Toda relativización y debilitamiento ético, social, cultural y jurídico del derecho a la vida repugna a la ley de Dios y la contradice directamente.
En segundo lugar, el principio de la responsabilidad ética del Estado en orden a velar por la salvaguarda y respeto del derecho a la vida, como el primero de los derechos fundamentales de la persona humana, no excluyendo para ello los recursos del derecho penal; es decir, su facultad de imponer justas penas por procedimientos legítimos. Esa responsabilidad de emplear el derecho penal se convierte incluso en situaciones de amenazas ciertas contra la vida del ser humano en un grave deber moral, que atañe a los que detentan la autoridad pública en cualquiera de sus fórmulas actuales de ejercicio: la legislativa, la judicial y la ejecutiva. ¿Podría llegar esta facultad y este deber de la defensa de la vida por parte de la autoridad pública hasta el empleo de la pena de muerte? Ésta es la cuestión en su planteamiento actual.
Antes de pasar a formular la respuesta a la luz de la doctrina de la Iglesia, actualmente expresada en El Catecismo de la Iglesia católica, habría que descartar, como fines o bienes que pudieran permitir el uso de la pena de muerte, lo que se refiere al conjunto de las otras dimensiones personales y sociales del bien común que deben ser protegidas por un ordenamiento jurídico, moralmente responsable. Por ejemplo: los bienes referidos a la propiedad, a la convivencia, al ejercicio de la autoridad, al orden público, entendido en el sentido habitual de la expresión, etc. Solamente el bien de la vida podría legitimar el empleo de la pena de muerte, cuando ésta resulte rigurosamente imprescindible en orden a su defensa y protección eficaz, con la condición previa de que hayan quedado cierta e inequívocamente delimitados el agresor y su culpabilidad. En definitiva, únicamente en el contexto de la legítima y necesaria defensa del derecho a la vida de cada persona --y, por supuesto, todavía con mayor razón, cuando está en juego la vida de varias personas--, y, después de haber agotado todos los demás medios coercitivos y penales incruentos con los que cuenta el Estado, sería aceptable éticamente el uso de la pena de muerte.
El Catecismo de la Iglesia católica, sin embargo --en continuidad con la doctrina expuesta por Juan Pablo II en la «Evangelium vitae»--, añade que hoy en día, dada la capacidad de las sociedades y Estados modernos desde el punto de vista técnico, policial y jurídico para contener, prevenir y punir los delitos con disuasoria eficacia y suficientes posibilidades de reparar el orden jurídico quebrantado, incluso los más graves, como son los que atentan contra el derecho a la vida, sin recurrir a medios cruentos, apenas son hoy previsibles situaciones donde pueda darse seriamente la hipótesis anteriormente explicada de la mencionada necesidad de la defensa del derecho a la vida apelando a la pena de muerte, de forma que de hecho hoy la pena de muerte no es éticamente aplicable ni moralmente justificable en los Estados, tal como se han configurado y desarrollado en nuestros días.