MADRID, 1 de noviembre de 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco de la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid en la videconferencia mundial de teólogos convocada el 19 de septiembre por la Congregación vaticana del Clero sobre doctrina social de la Iglesia.
De «Populorum progressio» a «Sollicitudo rei socialis»
Por el profesor Alfonso Carrasco Rouco
Por el profesor Alfonso Carrasco Rouco
Facultad de Teología "San Dámaso"
Madrid
La doctrina social enseñada por la Iglesia en las encíclicas que van de la Populorum progressio a Sollicitudo rei socialis se caracteriza, en líneas generales, por una continuidad con la anterior, surgida a partir de Rerum novarum, en las intenciones de fondo, junto con una novedad de perspectivas, lenguajes y temáticas, que puede ser simbolizada por la integración de la reflexión conciliar sobre la Iglesia y su relación con el mundo.
La continuidad estriba en dos factores esenciales presentes en la doctrina social pontificia desde sus inicios con León XIII: que el Estado, el poder político, no se funda en sí mismo, sobre el mero acuerdo y voluntad humana, sino que tiene su fundamento en un ámbito moral y religioso que viene de Dios; y que olvidándolo, más aún, negándolo y luchando contra la Iglesia, se construye la sociedad sobre bases falsas, que generan necesariamente injusticias y problemas graves, a los que luego se ofrecen soluciones erróneas derivadas de ideologías equivocadas.
Ambos factores de fondo siguen presentes en la doctrina social postconciliar, en la variación de las formas teológicas y pastorales, así como de las cuestiones sociales y de los contextos históricos.
La contribución de la Iglesia a la vida social no se plantea ya, sin embargo, en el horizonte de su relación con un Estado que debería reconocer su misión religiosa, sus derechos y prerrogativas, como forma histórica concreta de afirmar los propios límites, la dependencia de Dios; y ni siquiera se plantea vinculada a la aceptación razonable de un derecho natural anterior al poder del Estado. La aportación de la Iglesia, por medio de su Magisterio y por medio de la vida de todos sus fieles y comunidades, se comprende ahora en primer lugar como un servicio, como defensa y promoción del hombre, de su dignidad y sus derechos fundamentales.
Se manifiesta así lo esencial de la enseñanza del Vaticano II sobre la relación de la Iglesia con el mundo y la sociedad: la Iglesia se define como signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana, y el servicio al hombre, a su vocación temporal y eterna, es considerado el criterio director central de su actuación en la comunidad política (GS 25, 76).
Encuentra así su centro, de modo acorde con las actuales circunstancias históricas, la razón más honda que motiva el esfuerzo pastoral manifiesto en la doctrina social: la pasión por la dignidad y el destino del hombre, en juego en las grandes cuestiones y desafíos con los que se encuentra en la vida social, política, económica.
Esta perspectiva antropológica no era, por supuesto, extraña a las enseñanzas anteriores. Puede recordarse, por ejemplo, cómo Pío XI sostiene el principio básico de la dignidad humana en Mit brennender Sorge (1937) o su breve afirmación de los derechos fundamentales en Divini Redemptoris (1937), más ampliamente descritos ya por Pío XII en su Discurso de Navidad de 1942, así como la importantísima enseñanza al respecto de Juan XIII en Pacem in terris (1963).
Haciéndose eco de la reflexión conciliar, en su encíclica Populorum progressio (1967), Pablo VI presentará a la Iglesia dialogando con el mundo "con la experiencia que tiene de la humanidad", proponiendo con amor cristiano "lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad" (PP 13).
La situación histórica que afronta está caracterizada por la extensión al mundo entero de la sociedad industrializada, con las riquezas y graves problemas que ello puede conllevar; a ello se añade la desigualdad creciente entre las naciones y entre los grupos sociales de un mismo país. Propone su enseñanza en dos momentos, exponiendo en primer lugar los principios de un desarrollo del hombre y precisando a continuación algunas acciones destinadas a obtener un desarrollo solidario de la humanidad.
Pablo VI no propone remedios técnicos, sino una consideración de la condición humana que permita al hombre moderno hallarse a sí mismo, que, en concreto, permita distinguir el crecimiento (cuantitativo) de un desarrollo auténtico e integral del hombre y de todos los hombres. Negándose a separar la economía de lo humano, insiste en que "… el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá … La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral" (PP, 19).
En este sentido, tras recordar la doctrina tradicional sobre el destino universal de los bienes de la tierra, el sentido humanizador del trabajo, la necesidad de formas sociales de colaboración, así como la importancia de la familia, la educación y la cultura, hace una breve crítica del capitalismo liberal, y concluye recordando el corazón de su enseñanza, citando palabras famosas de H. de Lubac: "Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre" (42).
La segunda parte de la encíclica sugiere medidas concretas para dar cumplimiento al deber de solidaridad y hacer posible la fraternidad y el desarrollo de los pueblos: por ejemplo, la creación de un fondo mundial, alimentado con una parte de los gastos mundiales; un diálogo real que afronte el problema de la deuda y las relaciones financieras entre los países; afrontar la cuestión de la equidad en las relaciones comerciales; la necesidad de una autoridad mundial con capacidad jurídica y política real, etc.
Concluye afirmando que el desarrollo es el nuevo nombre de la paz (76); para lo cual, tras recordar el papel de la Jerarquía, que enseña e interpreta auténticamente los principios morales, invita en particular a todos los fieles al ejercicio de su libre iniciativa, de un esfuerzo común, movido por la caridad y capaz de sacrificios, para imbuir resueltamente de espíritu evangélico la mentalidad, las leyes y las estructuras sociales en que viven (81-82).
La encíclica Octogesima adveniens comienza recordando que la luz inalterable del Evangelio permite a la Iglesia ofrecer una aportación específica y entrar en diálogo con la sociedad, y distingue en ello tres momentos: principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción (4).
Los principios de reflexión derivan de la fuente del Evangelio y se articulan alrededor de la comprensión del hombre, de su naturaleza y dignidad. En la raíz está pues el convencimiento de la necesidad del Evangelio para la plena realización de la experiencia humana. Si el hombre pretende bastarse a sí mismo, acaba hundiéndose: le falta la fuerza moral que le hace verdaderamente hombre, la verdadera conciencia de sí, de la vida, de su destino; le falta el verdadero prototipo de humanidad, que es el Hijo de Dios y del hombre (Mensaje de Navidad, 1969).
Octogesima adveniens dedica una parte importante (IIª) a ofrecer un juicio a propósito de las grandes corrientes ideológicas presentes en la sociedad contemporánea.
Comienza recordando que la acción política debe estar apoyada en un proyecto de sociedad coherente, que implica una
comprensión del hombre. No es propio, sin embargo, del Estado o de partidos políticos imponer una ideología, que sería una dictadura de los espíritus; sino que corresponde a los grupos culturales y religiosos desarrollar convicciones últimas sobre el hombre y la sociedad (25).
Subraya luego la ambigüedad profunda de ideologías como el socialismo, marxismo o liberalismo, sacando a la luz sus errores en la comprensión de la libertad y la actividad del individuo y de la sociedad. Los cristianos han de ejercer un discernimiento ante estas grandes corrientes culturales, para no encerrarse en ellas como en un sistema limitado y totalitario; pero sin omitir con ello su servicio y aportación a favor de los hermanos (36).
Comenta luego el fenómeno del renacimiento de las utopías. Si pueden ser a veces un pretexto para huir a mundos imaginarios, conllevan asimismo una dimensión crítica y de apertura a nuevas posibilidades, al futuro. La verdad profunda de esta actitud es hecha posible por el Espíritu, que anima al hombre renovado en Cristo y le hace superar horizontes y seguridades, en que se encerraría de buen grado, sistemas e ideologías: "En el corazón del mundo permanece el misterio del hombre, que se descubre hijo de Dios en el curso de un proceso histórico y sicológico … El dinamismo de la fe triunfa así de los cálculos estrechos del egoísmo" (37).
Observa, por último, el desafío actual de un cierto positivismo, en el que se considera al hombre un objeto más de las ciencias, que podrían dar razón de su ser y su destino, con un grave riesgo de reducción y manipulación. Las ciencias humanas comprenden aspectos verdaderos, pero parciales del hombre, por lo que "la totalidad y el sentido se les escapan" y "más que colmar, dilatan el misterio del corazón del hombre y no aportan la respuesta completa y definitiva"; la Iglesia en cambio propone una visión global del hombre y de la humanidad (38).
La encíclica dedica sus partes IIIª y IVª a ofrecer una reflexión y una serie de directrices de acción a propósito de los problemas nuevos que afronta el cristiano en el mundo actual. Insiste en las exigencias de una justicia mayor, de una cambio de corazones y estructuras, de una verdadera responsabilidad en la actividad política. A este respecto recuerda la necesidad de que los católicos se comprometan en la acción social y política (49), reconociendo una legítima diversidad de opciones posibles, siempre determinadas por el ánimo de renovar la sociedad con espíritu cristiano y con caridad profunda (50).
En su encíclica programática, Redemptor hominis, Juan Pablo II, recuerda que el Vaticano II "en su análisis penetrante del mundo contemporáneo llegaba al punto más importante del mundo visible: el hombre" (8), descubriendo el nexo que fundamenta la relación de la Iglesia con el mundo en que Cristo Redentor "revela plenamente el hombre al mismo hombre", de modo que acercándose a Cristo el hombre puede "comprenderse hasta el fondo a sí mismo" (10). Ahora bien, este misterio de Cristo constituye la vida de la Iglesia, que no podrá permanecer insensible a todo lo que se refiere al verdadero bien del hombre. Lo que adeudan los cristianos a los hombres de nuestro tiempo es pues la verdad sobre el misterio y la vocación del hombre, como base de una liberación verdadera (Discurso inaugural de la IIIª Conferencia general del Celam en Puebla, 1979). Insiste Juan Pablo II en que la enseñanza social de la Iglesia nace del encuentro del mensaje evangélico con los problemas que surgen en la vida del hombre y de la sociedad. La Iglesia no ofrece una filosofía social o soluciones técnicas, pero se proyecta sobre los aspectos éticos de la vida y toma en cuenta los técnicos, para examinar su conformidad con lo que el Evangelio enseña sobre el hombre y su dignidad y orientar la conducta en consecuencia (SRS 8, 41).
La encíclica Laborem exercens, escrita con ocasión de los 90 años de Rerum novarum y en un contexto histórico en que destacaba la constitución del sindicato polaco "Solidaridad", está dedicada al tema del trabajo, que constituye el centro mismo de la cuestión social desde sus inicios. En efecto, "el trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas… lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad … este signo determina su característica interior y constituye, en cierto sentido, su misma naturaleza" (Proemio).
En nuestro tiempo, los notables progresos de la técnica han transformado completamente las condiciones objetivas del trabajo; sin embargo, se ha puesto también de manifiesto que la técnica no aporta por sí misma crecimiento de civilización. En efecto, existe también una dimensión "subjetiva" del trabajo: Como persona, el hombre "trabaja, realiza varias acciones pertenecientes al proceso del trabajo; éstas, independientemente de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de persona que tiene en virtud de su misma humanidad" (6). En contra de las tendencias presentes en capitalismo y socialismo de situar lo económico en el centro de la comprensión del hombre, de un modo que no hace justicia a la persona, hay que considerar que el hombre no tiene por finalidad la posesión y organización de las cosas de la tierra, sino que en su trabajo "no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre; es más, en un cierto sentido, se hace más hombre" (9).
Juan Pablo II subraya asimismo que el hombre que trabaja no es un individuo aislado, sino que vive en comunidad, comenzando por la familia, "hecha posible por el trabajo y primera escuela de trabajo", y culminando en la nación, de modo que el propio trabajo sirve al bien común de los compatriotas y acrecienta el patrimonio común de toda la familia humana (20).
El individualismo no es superado así, al modo marxista, con el concepto de "clase" y el instrumento de la "lucha de clases". Entre la familia y la gran sociedad nacional, se sitúan estructuras intermedias, en una dinámica de socialización que salvaguarda la subjetividad de cada uno en la gran tarea social. En concreto, Laborem exercens propone explorar la vía de una asociación del trabajo a la propiedad del capital, y dar vida a una serie de cuerpos intermedios de finalidad económica, social y cultural (14). Considera a los sindicatos un elemento indispensable de la vida social, particularmente en la sociedad moderna industrializada; su actividad, sin embargo, afectando a la vida política, entendida como cuidado del bien común, no ha de confundirse ni subordinarse a la de los partidos políticos.
La dignidad del trabajo se manifiesta, en fin, en que por su medio participa el hombre en la obra creadora de Dios, imitando a Cristo, que se dedicó también al trabajo, y al trabajo manual.
En 1987, con ocasión del vigésimo aniversario de Populorum progressio, consagra Juan Pablo II la encíclica Sollicitudo rei socialis a las causas del subdesarrollo de gran parte de los pueblos de la tierra y a los remedios para su superación.
Una mirada sobre el mundo contemporáneo permite ver rápidamente que la esperanza del desarrollo está en la actualidad muy alejada de la realidad (12). No sólo una multitud ingente vive aún bajo el peso de la miseria, sino que la distancia, el abismo existente entre Norte y Sur crece en vez de disminuir. Lo muestran los indicadores económicos del subdesarrollo, así como también los indicadores culturales: el analfabetismo, la represión del derecho de iniciativa económica, la limitación de los derechos humanos, la pérdida mayor o menor de la soberanía de las naciones. Debido a la interdependencia de la sociedad mundial, los efectos del subdesarrollo alcanzan también a su manera a las naciones ricas: crisis del empleo, de la vivienda. Y a todos afecta el fenómeno del terrorismo o el desplazamiento de poblaciones y refugiados.<
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Ello obliga a someter a un análisis moral no sólo la acción de los responsables políticos, sino también los mecanismos económicos financieros, que no han de considerarse automatismos inevitables (16). Pero existen igualmente causas políticas del subdesarrollo: la existencia de dos bloques contrapuestos, caracterizada por el capitalismo liberal y por el colectivismo marxista; ello conduce a que los países desarrollados puedan convertirse en piezas de un engranaje imperialista o neocolonialista (22). En particular, la producción y el comercio de armas, absorbiendo grandes recursos, constituye un grave desorden, merecedor de un juicio moral severo (24).
En la sociedad contemporánea existen también, por supuesto, signos positivos, como la plena conciencia en muchísimos de la dignidad de la persona y una viva preocupación por los derechos humanos, un sentido agudo de la interdependencia y de la solidaridad, mayor preocupación por la paz y por la vida, mayor capacidad de desarrollo alimentario, etc.
La encíclica recuerda, a continuación, que el desarrollo no puede confundirse con un proceso rectilíneo y casi automático de progreso, ni entenderse desde una concepción "economicista". El desarrollo se mide según la realidad del hombre comprendido según su naturaleza específica, capaz de subordinar la posesión y el dominio de bienes y productos a su verdadera vocación inmortal (29). De modo que la superación de los obstáculos al desarrollo se obtendrá a través de decisiones esencialmente morales, inspiradas para el creyente en la fe y la caridad.
En efecto, este mundo dividido en bloques y sometido a rígidas ideologías e imperialismos, es un mundo sometido a estructuras de pecado. Éstas son un mal moral, fruto de muchos pecados, cuyo diagnóstico, necesario para superarlo, permite ver a la raíz verdaderas formas de idolatría: del dinero, del poder, de las ideologías, la clase social, etc.
El camino es largo y complejo, amenazado por la fragilidad intrínseca del hombre; por ello, es esencial la actitud espiritual, un cambio de mentalidad, una conversión. En este camino, la conciencia de interdependencia puede ser el inicio de la virtud de la solidaridad: dentro de cada sociedad, reconociéndose personas los unos a los otros, en relación con los bienes de la tierra, destinados a todos, y entre las naciones, de modo que las más fuertes se sientan responsables de las otras. La solidaridad, venciendo las estructuras del pecado, es una camino hacia la paz y el desarrollo; y, como virtud cristiana, manifiesta una dimensión profunda de gratitud verdadera, de capacidad de perdón y de reconciliación.
La Iglesia no ofrece ideologías alternativas o soluciones técnicas; pero hace presente, como experta en humanidad, que el desarrollo no es un problema solamente técnico. Ante la dimensión mundial de la cuestión social, movida por su amor preferencial por los pobres, la Iglesia siente el deber de hacer presente las verdaderas dimensiones humanas de los problemas económicos, sociales y también técnicos (42). En concreto, ante el ingente problema de la pobreza y el subdesarrollo, algunas reformas son sin duda necesarias: la del sistema internacional de comercio, del sistema monetario y financiero mundial, el intercambio de tecnologías, la revisión de las estructuras de los organismos internacionales (43).
"Los pueblos y los individuos aspiran a su liberación". Ante la tentación de la desesperanza, la Iglesia afirma con fuerza la posibilidad de superar los obstáculos que se oponen al desarrollo y a una verdadera liberación, confiada en la promesa divina que impide que la historia del hombre se cierre al reino de Dios, y confiando en el hombre, en el que no habita sólo el pecado, sino también una bondad fundamental, por ser imagen del Creador, y en el que influye el amor cercano del Redentor y la acción eficaz de su Espíritu (47).