CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 25 abril 2004 (ZENIT.org).- Juan Pablo II proclamó este domingo a seis nuevos beatos –un sacerdote, cinco religiosas y una laica– que en sus vidas, transcurridas entre el siglo XIX y XX, descubrieron que «el amor a Cristo es el secreto de la santidad».
El Papa pronunció la larga fórmula de beatificación de los nuevos beatos –un polaco, una española, una mexicana, una colombiana, una italiana y una portuguesa– en latín, con voz clara y fuerte, ante veinte mil peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
El elemento que unifica a estas seis vidas, según constató el pontífice al concluir la homilía, fue la conciencia de que «¡El amor a Cristo es el secreto de la santidad!». Y exhortó entre aplausos: «¡sigamos el ejemplo de estos beatos! ¡Ofrezcamos, como ellos, un testimonio coherente de fe y de amor en la presencia viva y operante del resucitado!».
En su intervención, el Papa recordó algunos de los aspectos más destacados de la vida de los nuevos beatos, que se suman a los 1.331 beatos proclamados en sus 25 años de pontificado y a los 477 santos.
Comenzó evocando la figura del Augusto Czartoryski, (1858-1893), hijo de la princesa María Amparo Muñoz de Vista Alegre, hija de la entonces reina consorte y regente de España María Cristina de Borbón, y de Ladislao Czartoryski, príncipe de Polonia en el exilio. Renunció a sus títulos nobiliarios para ordenarse sacerdote en la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco.
Emprendió «una vida pobre para servir a los más pequeños», recordó el Santo Padre en la homilía, cumpliendo «los designios de la Providencia divina de manera heroica».
Perfiló, a continuación, la semblanza de la colombiana Laura Montoya (1874-1949), fundadora de la Congregación de las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, quien dedicó su vida de manera particular a la atención de los indígenas.
«Sus tiempos no fueron fáciles, pues las tensiones sociales ensangrentaban también entonces su noble patria –recordó el Papa–. Inspirándonos en su mensaje pacificador, le pedimos hoy que la amada Colombia goce pronto de paz, de justicia y de progreso integral».
Recordó, después, a la mexicana, María Guadalupe García Zavala (1878-1963), quien fundó la Congregación de las Siervas de Santa Margarita María y de los Pobres para dedicarse «al servicio de los más pobres, necesitados y enfermos».
«Con una fe profunda, una esperanza sin límites y un gran amor a Cristo –evocó el obispo de Roma–, Madre Lupita buscó la propia santificación desde el amor al Corazón de Jesús y la fidelidad a la Iglesia».
La italiana Nemesia Valle (1847-1916), religiosa de la Congregación de las Hermanas de la Caridad de santa Giovanna Antida Thouret, tuvo como compromiso de vida «Manifestar el amor de Dios a los pequeños, a los pobres, a todo ser humano, en todas las partes de la tierra», subrayó.
«Es ejemplo de una santidad luminosa, orientada hacia las elevadas cumbres de la perfección evangélica, que se traduce en los sencillos gestos de la vida cotidiana entregada totalmente por Dios», consideró.
Entre los nuevos beatos también se encuentra la española Eusebia Paolomino Yenes (1899-1935), religiosa del Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, quien «como buena salesiana, estuvo animada por el amor a la Eucaristía y a la Virgen», dijo el Papa.
«Con la radicalidad y la coherencia de sus opciones, sor Eusebia Palomino Yenes traza un camino fascinador y exigente de santidad para todos nosotros y muy especialmente para los jóvenes de nuestro tiempo», propuso.
La Alexandrina Maria da Costa (1904-1955), laica de la Unión de los Cooperadores Salesianos, revivió «místicamente la pasión de Cristo y se ofreció como víctima por los pecadores, recibiendo la fuerza de la Eucaristía que se convirtió en el único alimento de sus últimos trece años de vida», explicó por último el pontífice.
Presentó la trilogía que caracterizó la vida de esta mística portuguesa –«sufrir, amar, reparar»– a los cristianos de hoy para que puedan «encontrar estímulo y motivación para ennoblecer todo lo que la vida tenga de doloroso y triste con la prueba del amor más grande: sacrificar la vida por el que se ama».