CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 29 abril 2004 (ZENIT.org).- Para que la Iglesia lleve a cabo su mandato misionero necesita una relación constante con la Eucaristía, constata Juan Pablo II en su mensaje con ocasión de la 78ª Jornada Misionera Mundial 2004 –difundido este jueves por la Santa Sede–.
El día del DOMUND, que este año se celebrará el domingo 24 de octubre, tiene por lema «Eucaristía y Misión», un «binomio inseparable» al que el Papa ha prestado especial atención en su mensaje recordando puntos clave de su última encíclica «Ecclesia de Eucharistia» (17 de abril de 2003).
En este último texto recordó que «la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» «observando cómo la misión de la Iglesia se encuentra en continuidad con la de Cristo y obtiene fuerza espiritual de la comunión con su Cuerpo y con su Sangre».
Y es que «fin de la Eucaristía es precisamente “la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo”», explica.
Según reconoce el Papa en su mensaje por el próximo día de las misiones, «cuando se participa en el Sacrificio Eucarístico se percibe más a fondo la universalidad de la redención, y consecuentemente, la urgencia de la misión de la Iglesia».
El programa de esta misión «se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste».
Además, «alrededor de Cristo eucarístico la Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una, santa católica y apostólica» y a la vez «comprende mejor su carácter de sacramento universal de salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada».
«Ciertamente –advierte el Papa– “no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía”».
Para vivir de la Eucaristía es necesario también pasar «largo tiempo en oración ante el Santísimo Sacramento, experiencia que yo mismo hago cada día encontrando en ello fuerza, consuelo y apoyo», confiesa Juan Pablo II.
Y es que «el pan y el vino, fruto del trabajo del hombre, transformados por la fuerza del Espíritu Santo en el cuerpo y sangre de Cristo, son la prueba de «un nuevo cielo y una nueva tierra», que la Iglesia anuncia en su misión cotidiana –prosigue–. En Cristo, que adoramos presente en el misterio eucarístico, el Padre ha pronunciado la palabra definitiva sobre el hombre y sobre su historia.»
«¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar una constante relación con la Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable para su acción misionera?», interroga el Papa.
Y advierte que «para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles «expertos» en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía».
«Cristo ha muerto por todos; el don de la salvación es para todos, don que la Eucaristía hace presente sacramentalmente»: «a este banquete y sacrificio –recuerda– están invitados todos los hombres, para poder, así, participar de la misma vida de Cristo».
Asimismo, «alimentados de Él, los creyentes comprenden que la tarea misionera consiste en el ser «una oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16), para formar cada vez más «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32) y ser así testigos de su amor hasta los extremos confines de la tierra».
De esta forma la Iglesia, «renovando cada día el sacrificio del altar, espera la vuelta gloriosa de Cristo» y «con fe cada vez renovada, confirma el deseo del encuentro final con Aquél que vendrá a llevar a cumplimiento su designio de salvación universal».
El Espíritu Santo –continúa el Papa– «conduce al pueblo cristiano» que, en sus momentos de dificultad, tiene en la Eucaristía «el consuelo y la prueba de la victoria definitiva para quien lucha contra el mal y el pecado» y «el «pan de vida» que sostiene a todos cuantos, a su vez, se hacen «pan partido» para los hermanos, pagando a veces incluso con el martirio su fidelidad al Evangelio».
Al término de cada santa Misa, «todos deben sentirse enviados como «misioneros de la Eucaristía» a difundir en todos los ambientes el gran don recibido», subraya.
«De hecho –concluye Juan Pablo II–, quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede no proclamar con la vida el amor misericordioso del Redentor».