CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 26 mayo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el cántico que aparece en los capítulos 11 y 12 del Apocalipsis, acción de gracias por el justo juicio de Dios.
Gracias te damos, Señor Dios omnipotente,
el que eres y el que eras,
porque has asumido el gran poder
y comenzaste a reinar.
Se encolerizaron las gentes,
llegó tu cólera,
y el tiempo de que sean juzgados los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos, los profetas,
y a los santos y a los que temen tu nombre,
y a los pequeños y a los grandes,
y de arruinar a los que arruinaron la tierra.
Ahora se estableció la salud y el poderío,
y el reinado de nuestro Dios,
y la potestad de su Cristo;
porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche.
Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero
y por la palabra del testimonio que dieron,
y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.
Por esto, estad alegres, cielos,
y los que moráis en sus tiendas.
1. El cántico que acabamos de elevar al «Señor Dios omnipotente», propuesto por la Liturgia de las Vísperas, es el resultado de una selección de algunos versículos de los capítulos 11 y 12 del Apocalipsis. Ya se ha escuchado la última de las siete trompetas que resuenan en este libro de lucha y de esperanza. Entonces, los veinticuatro ancianos de la corte celestial, que representan a todos los justos de la Antigua y de la Nueva Alianza (Cf. Apocalipsis 4, 4; 11, 16), entonan un himno que quizá ya era utilizado en la asambleas litúrgicas de la Iglesia de los orígenes. Adoran al Dios soberano del mundo y de la historia, dispuesto a instaurar su reino de justicia, de amor y de verdad.
En esta oración se siente palpitar el corazón de los justos que esperan la venida del Señor para que haga más luminosas las vicisitudes humanas, con frecuencia sumergidas en las tinieblas del pecado, de la injusticia, de la mentira y de la violencia.
2. El canto entonado por los veinticuatro ancianos queda modula por la referencia a dos salmos: el salmo 2, que es un canto mesiánico (Cf. 2, 1-5) y el salmo 98, que celebra la realeza divina (Cf. 98, 1). De este modo, se exalta el juicio justo y resolutivo que el Señor va a pronunciar sobre toda la historia humana.
Esta intervención benéfica tiene dos aspectos, como dos son las características que definen el rostro de Dios. Él es juez, sí, pero también salvador; condena el mal, pero recompensa la fidelidad; es justicia, pero sobre todo amor.
La identidad de los justos, ya salvados en el Reino de Dios, es significativa. Se distribuyen en tres categorías de «siervos» del Señor, es decir, los profetas, los santos, y quienes temen su nombre (Cf. Apocalipsis 11, 18). Es una especie de retrato espiritual del pueblo de Dios, según los dones recibidos en el bautismo y florecidos en la vida de fe y de amor. Un perfil que se encarna tanto en los pequeños como en los grandes (Cf. 19, 5).
3. Nuestro himno, como ya se ha dicho, se elabora también utilizando versículos del capítulo 12, que hacen referencia a un escenario grandioso y glorioso del Apocalipsis. En él se enfrentan la mujer que ha dado a luz al Mesías y el dragón de la maldad y de la violencia. En este duelo entre el bien y el mal, entre la Iglesia y Satanás, de repente resuena una voz celestial que anuncia la derrota del «Acusador» (Cf. 12, 10). Este nombre es la traducción del nombre hebreo «Satán», dado a un personaje que, según el libro de Job, es miembro de la corte celestial de Dios, en el que desempeña el papel de fiscal (Cf. Job 1, 9-11; 2, 4-5; Zacarías 3, 1).
«Acusaba a nuestros hermanos ante nuestro Dios día y noche», es decir, ponía en duda la sinceridad de la fe de los justos. Ahora el dragón satánico es acallado y en la raíz de su derrota está «la sangre del Cordero» (Apocalipsis 12, 11), la pasión y la muerte de Cristo redentor.
A su victoria se le asocian el testimonio del martirio de los cristianos. Se da una partición en la obra redentora del Cordero por parte de los fieles que «no amaron tanto su vida que temieran la muerte» (ibídem). Recuerda las palabras de Cristo: «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Juan 12, 25).
4. El solista celestial que entona el cántico lo concluye invitando a todo el coro angélico a unirse al himno de alegría por la salvación alcanzada (Cf. Apocalipsis 12, 12). Nosotros nos unimos a esa voz en nuestra acción de gracias festiva y llena de esperanza, a pesar de las pruebas que marcan nuestro camino hacia la gloria.
Lo hacemos escuchando las palabras que el mártir san Policarpo dirigía al «Señor Dios omnipotente» cuando ya estaba atado para ser quemado: «Señor Dios omnipotente, padre de tu amado y bendito hijo Jesucristo..., ¡Te bendigo porque te has complacido en hacerme vivir estos momentos en que voy a ocupar un sitio entre tus mártires y a participar del cáliz de tu Cristo, antes de resucitar en alma y cuerpo para siempre en la inmortalidad del Espíritu Santo! ¡Concédeme que sea recibido hoy entre tus mártires, y que el sacrificio que me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero, te sea laudable! ¡Te alabo y te bendigo y te glorifico por todo ello, por medio del Sacerdote Eterno, Jesucristo, tu amado Hijo, con quien a Ti y al Espíritu sea dada toda gloria ahora y siempre! ¡Amén!» («Actas y pasiones de los mártires» --«Atti e passioni dei martiri»--, Milán 1987, p. 23).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, un colaborador de Juan Pablo II hizo esta síntesis en castellano de la intervención del Papa.]
Queridos hermanos y hermanas:
En el Cántico que hemos escuchado se evoca el himno que entonan los justos de todos los tiempos, al manifestar Dios todo su esplendor e instaurar definitivamente su reino de justicia, de amor y de verdad. Lo alaban porque condena el mal pero recompensa la fidelidad. Es, pues, el Salvador que ha vencido al Acusador, es decir, a quien insinúa dudas e incertidumbres en el creyente fiel y en quien hace el bien con sincero corazón.
El Cántico se transforma así en una gozosa profesión de fe en la victoria definitiva de Dios en Cristo Jesús, a la que ha querido asociar a cuantos han confiado en Él con perseverancia, no obstante las dificultades, que han llevado a muchos de ellos incluso al martirio.
[El Santo Padre saludo después a los peregrinos de América Latina y España con estas palabras]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, e invito a todos a acoger en sus corazones los dones del Espíritu Santo, para ser así testigos en el mundo del amor supremo de Dios y de la salvación definitiva en Cristo.