MADRID, domingo, 24 octubre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco (Madrid), decano de la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid, pronunciada en la videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación vaticana para el Clero el pasado 4 de octubre sobre «La actividad misionera de la Iglesia».
El desafío de la «nueva evangelización»
«Regnum», «salus» y «metanoia» en el 3er milenio
1. La idea de «nueva evangelización» hace referencia inmediata a la misión de la Iglesia en una sociedad que ya ha sido evangelizada, pero que, en su camino histórico, se ha alejado de la fe, de tal modo que es necesario un esfuerzo de nuevo anuncio apostólico. Puede pensarse, en primer lugar, en Europa; aunque otras sociedades pueden estar siguiendo una evolución semejante en mayor o menor grado.
La convocatoria del concilio Vaticano II fue hecha ya con la intención pastoral de aprovechar una ocasión singular de anuncio del Evangelio en nuestros pueblos. Tras las terribles guerras mundiales del siglo XX y tras haber experimentado los daños enormes causados por variadas ideologías, los hombres habrían reconocido que sus capacidades son limitadas, que es necesario dar su lugar a los verdaderos bienes espirituales para poder guiar las evoluciones sociales y tecnológicas –capaces de crear armas terribles [1]. Una experiencia muy amarga habría enseñado que ni la violencia o la fuerza de las armas, ni el poder político, pueden resolver los graves problemas de los hombres [2]. Así, tras mucho tiempo de oposición y rechazo, el hombre moderno, hecho más realista por la experiencia, no creería ya en su autosuficiencia, habría visto el riesgo de confiar sólo en el propio poder humano y estaría dispuesto a escuchar la voz de la Iglesia.
La Iglesia anuncia entonces los motivos de alegría y esperanza que fundamentan su presencia y su palabra ante los hombres de hoy: ninguna ideología ni poder humano responde a los enigmas e interrogantes de la existencia humana, ninguna puede iluminar adecuadamente su camino en la historia, su relación con el mundo, la vida y la muerte, ninguna afirma definitivamente la dignidad de cada uno. En cambio, el hombre puede encontrar en Cristo la clave, el centro y el fin de la historia humana [3], porque sólo Él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, desvelando la grandeza de su dignidad y vocación [4]. Por eso, «el hombre que quiera comprenderse hasta el fondo a sí mismo … debe … acercarse a Cristo» [5].
La llamada a la «nueva evangelización» realizada por Juan Pablo II [6] expresa ciertamente una voluntad de recepción y de realización del concilio Vaticano II. Sin embargo, el contexto cultural había cambiado ya profundamente y la posibilidad del diálogo con el hombre de nuestras sociedades modernas parecía menos clara. La reciente exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa ofrece un juicio maduro, en el que subraya luces y sombras, del camino recorrido por nuestros pueblos.
A diferencia de la situación del tiempo conciliar, la exhortación nos presenta a un hombre y a una cultura que ha vuelto a cerrarse a Dios y que, por tanto, se esfuerza por olvidar o negar el cristianismo: «La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera» [7]. Este rechazo del Evangelio, por otra parte, lleva al desarrollo de una cultura cuyos contenidos contrastan a menudo también «con la dignidad de la persona humana. De esta cultura forma parte también un agnosticismo religiosa cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad sobre el hombre» [8].
En estas circunstancias se hace manifiesta la necesidad incluso de un primer y nuevo anuncio del Evangelio en varias partes de nuestras sociedades, determinadas, por ejemplo, por la dominación comunista o la indiferencia religiosa generalizada [9]. Pero igualmente «es necesario un nuevo anuncio incluso a los bautizados». Pues «muchos europeos contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen» [10].
En continuidad, por tanto, con la tarea hecha propia por el concilio Vaticano II, núcleo primero de la nueva evangelización será presentar adecuadamente la naturaleza misma del cristianismo a los hombres de nuestro tiempo. Se trata de evitar falsas comprensiones, como puede ser su reducción a sistema moral más o menos anticuado y defendido por una peculiar –no democrática– institución jerárquica, o interpretaciones malinformadas o directamente malintencionadas de su naturaleza y su historia. Pero se trata, ante todo y en primer lugar, de permitir encontrar y conocer el acontecimiento cristiano en su ser auténtico, como lugar de vida y esperanza.
2. Pues bien, como enseña el Concilio y recuerda el magisterio de Juan Pablo II, la evangelización es el anuncio de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre.
Él mismo describió su misión en la tierra como una evangelización [11], como el anuncio del Reino de Dios; es decir, de la venida definitiva del Padre misericordioso en búsqueda y al encuentro del hombre.
Esta cercanía de Dios se hacía experimentable en presencia de Cristo como plenitud de vida, cuyos signos eran la salud recuperada en muchos milagros, la alegría de su predicación luminosa, la certeza paulatina de que en su compañía todo adquiría sentido y nada era obstáculo definitivo, el despertar de la esperanza para sí mismo y para el propio pueblo, la ternura de la acogida y del perdón, la mirada profunda y afectuosa sobre la propia persona y el propio destino. La misericordia de Dios, la venida de Cristo coincidía con una afirmación insospechada del valor y la dignidad, del destino de la propia persona, y con una esperanza definitiva para el mundo entero.
La experiencia de la cercanía del Reino que podía hacerse en presencia de Jesús y permaneciendo a su lado, tenía un único núcleo: el restablecimiento pleno de la relación del hombre con Dios en unos términos insospechados, en una revelación del Padre y su designio profundamente novedosa. El anuncio del Reino por Jesús ponía la relación con el Padre en el centro, en el núcleo más profundo de la vida del hombre. De hecho, la esencia misma de la experiencia humana de Cristo era también la unidad plena con el Padre, su verdadero alimento, la raíz de todas sus palabras y obras, de su inimaginable fecundidad.
El anuncio de la venida del Reino era, pues, el de la restauración de la verdadera relación del hombre con Dios, que sólo podía acontecer por medio de Jesús, a través de su misión a favor de los hombres, pecadores. Ya que, en efecto, el pecado consiste desde el inicio justamente en la ruptura libre por el hombre de la relación con Dios, en un alejamiento culpable de Él que afecta profundamente al corazón humano, introduciendo desorden y violencia en la relación con las cosas, con el prójimo y consigo mismo, y dejando al hombre presa indefensa de la muerte.
La venida definitiva del Reino, la unidad plena del hombre con Dios, se manifestará en el destino de Jesús como un misterio de misericordia y de redención, de salvación [12]. Desde el inicio, la experiencia de la cercanía del Reino ha sido la de una liberación de todo lo que oprime al hombre; en el momento culminante se revelará como victoria sobre todo mal y todo pecado, sobre el Maligno, cuya fuerza radica en el poder de la muerte. Esta victoria y esta liberación se desvelan en Cristo como un verdadero misterio de amor: Amor al Padre, creador de todas las cosas, fuente de la vida, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, aún en los momentos de peor oscuridad y angustia; y amor a los hombres en una solidaridad plena, que no excluye a nadie, sino que quiere sostener y salvar a cada
uno, que acepta entrar por amor en lo hondo del pecado y de la miseria de cada uno, para llevar su peso, para pedirle al Padre la salvación de la disolución y de la muerte, es decir, la misericordia y la vida que venza todo mal.
Así, el misterio del Reino y de la salvación culmina en la resurrección gloriosa del Señor. Unido al Padre en un único Espíritu de amor, siguiendo en todo momento su voluntad, Jesús ha podido atravesar y vencer todo pecado y la muerte misma, y recibir en su humanidad la plenitud de la gloria divina, como respuesta del Padre a su entrega, a su petición, a su amor.
El Reino y la Salvación no son, pues, separables de Jesucristo. Porque Él ha vencido, ha vencido el hombre y se cumple el designio eterno de Dios, de modo que la historia queda ya bajo el dinamismo y la potencia de su gesto inmenso de amor, cumplido en la cruz, y de su vida gloriosa y resucitada. El camino de la historia está ya determinado, más allá de las tormentas de la violencia, la mentira, el mal o la muerte, por la fuerza indestructible de su vida resucitada, verdadero horizonte de las cosas. Ha quebrado la pretensión de la violencia y de la muerte de constituir el poder que determina la existencia de los hombres, manteniéndolos como esclavos [13]; pues la verdad profunda de la historia es ya la venida imparable de la vida gloriosa del Resucitado, que todo juzgará y de todo determinará el destino.
3. La nueva evangelización es, ante todo, el anuncio de nuevo del amor de Dios y de la victoria de Jesucristo; y ello, ahora como siempre, en medio de un mundo cuya tentación es afirmar la propia suficiencia para vivir sin necesidad de la relación con Dios, es pretender construir y conducir la historia humana a su cumplimiento a partir del propio poder humano, que parece hacerse cada vez más articulado e imponente.
Por eso, el anuncio del Evangelio «conecta con los deseos más profundos del corazón humano, cuando reivindica la dignidad de la vocación humana, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de su destino» [14]; pero, al mismo tiempo, implica un cambio profundo de la mente y del corazón, una «metanoia», una conversión [15].
Esta «conversión» es hecha posible por el mismo anuncio del Evangelio –precedido y acompañado siempre por la gracia del Espíritu–, hecho de modo acorde con la naturaleza del cristianismo; es decir, haciendo posible al hombre el encuentro con una presencia humana que atestigua la novedad y la fecundidad de la obra de Jesucristo. Este testimonio, por definición, implica la presencia de una realidad de unidad, de comunión, generada por Cristo en la historia –de su Iglesia–, en la que el hombre pueda encontrarse con las riquezas del Evangelio, y, en primer lugar, con la afirmación afectuosa e inteligente de su propio bien, de su persona, de su dignidad y su destino; pues tal es el eco primero de la presencia del amor de Dios, de Cristo Señor.
Sin el testimonio de la fe, la esperanza y el amor, que ofrece en medio del mundo la comunidad cristiana, la conversión carecería del punto de apoyo, de la interpelación primera. Porque el encuentro con el Evangelio es siempre el descubrimiento del amor gratuito de Dios, manifestado en el Hijo hecho carne, que es Otro que uno mismo y que fundamenta adecuadamente el ser y el vivir. Siendo, pues, el cristianismo la afirmación del amor de Dios, que nos amó primero [16], no puede ser históricamente creíble si no como realidad humana que testimonia y hace presente este amor, de modo que, con la gracia de Dios, pueda ser encontrado y reconocido.
La aceptación del amor de Dios, sin embargo, conlleva un cambio profundo de la mente y del corazón del hombre que vive encerrado en sí, teniendo quizá como único horizonte el propio bienestar y el propio poder de, presuntamente, controlar del todo la propia existencia y el propio ser –hasta sus mismas bases naturales, por ejemplo en la vida sexual o matrimonial. Para los que siguen esta ideología, que tiende al individualismo y a la soledad, que adora los ídolos modernos –usura, lujuria y poder [17]–, el anuncio cristiano significa la interpelación más radical; pero, al mismo tiempo, también la posibilidad de abandonar esta «cultura de la muerte», para abrazar de nuevo la vida en todas sus dimensiones, la realidad, el prójimo y, por supuesto, la propia persona y el propio destino en toda su grandeza –en Dios. Pues, en todo caso, en la conversión o en su rechazo, está en juego siempre en primer lugar el propio ser, el propio yo, la propia historia y destino; y, en ello, por supuesto, la fecundidad en la vida y la felicidad definitiva.
La presencia de la Iglesia, como realidad humana de comunión generada por el Señor, es imprescindible para la conversión y para todo su camino. Pues la conversión es siempre el inicio de una historia, en la que se necesita la gracia de Dios y el apoyo y testimonio de los hermanos. Por su parte, en cambio, esta historia con todas sus fatigas y trabajos [18], con todos sus frutos y alegrías, será la verificación y la demostración más realista de la verdad de la promesa inicial, que conmovió la propia persona por el encuentro con el amor del Señor.
En efecto, el anuncio del Evangelio contiene siempre una promesa de verdad, de que el creyente crecerá en el conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Ello no debe ser entendido de modo racionalista, como la posesión de un sistema absoluto y perfecto de conceptos que explicaría todo el ser de Dios y del hombre; pues ello es imposible en ambos casos y sólo puede ser pretendido por quien parte de una concepción equivocada de lo que es la razón y el conocimiento humanos.
Por la entrega verdadera de Dios al hombre, en la misión del Hijo y del Espíritu, el hombre alcanza un conocimiento verdadero, íntimo, profundísimo del ser personal de Dios; pero no, por supuesto, un dominio o posesión del misterio divino, como si su plenitud infinita pudiese ser abarcada por las capacidades limitadas de la inteligencia creada. El conocimiento que es revelado al hombre, sin embargo, es verdadero e introduce a una relación verdadera con la Trinidad divina, y lo demuestra el hecho de que el hombre reconoce su propia limitación, percibe con nitidez extraordinaria que Dios es siempre mayor, que lo sobrepasa infinitamente; y, por eso precisamente, se potencia de modo también ilimitado su deseo de conocerlo y amarlo siempre más.
El verdadero conocimiento de Dios se caracteriza, por tanto, porque no conduce a ninguna absolutización de sí mismo, del propio saber o conciencia; sino, al contrario, a la apertura profunda de reconocer a Dios como misterio semper maior, despertando, sosteniendo y potenciando el deseo y la búsqueda de la verdad en el corazón de un hombre que no teme ya la inutilidad de sus esfuerzos, sino que tiene la esperanza cierta de poder llegar a ver a Dios, gracias a su revelación en Jesucristo.
Se constituye así un verdadero signo de salvación en medio del mundo, que pone en cuestión el reinado del nihilismo y la indiferencia –convertida en teoría sistemática en el relativismo o el agnosticismo–, que paraliza y censura las dinámicas más profundas de la persona humana, sus deseos radicales de verdad, de bien, de dignidad de la existencia. El anuncio evangélico manifiesta ya su credibilidad profunda, impidiendo que el hombre –o las culturas– se encierren y absoluticen las propias ideas o costumbres, ayudando a vivir los deseos más hondos del corazón, deseos de verdad, de bien y de felicidad.
Se manifiesta así, en fin, un criterio posible de valoración de las culturas y tradiciones religiosas: su capacidad para afirmar, defender y promover la dignidad y el bien del prójimo. El criterio sería, pues, el verdadero amor del prójimo –no el egoísmo individualista–, porque nadie podrá decir con verdad que ama a Dios, a quien no ve, si no ama al prójimo a quien ve [19].
En conclusión, la nueva evangelización es un desafío dirig
ido, en primer lugar, a la Iglesia misma, a la comunidad eclesial y a los fieles cristianos: asentir verdaderamente a la propia vocación, abrazando de corazón la propia pertenencia a la Iglesia del Señor, la propia historia personal y el modo concreto en que el anuncio del Evangelio ha resonado en la propia existencia. Pues la nueva evangelización requiere también en el tercer milenio ante todo la presencia viva, profundamente humana, de la comunión que Jesucristo ha hecho surgir, anima permanentemente con su Espíritu y envía al encuentro de todos los hombres con la buena nueva de la misericordia y de la salvación.
[1] Juan XXIII, Constitución Humanae salutis (convocatoria del concilio Vaticano II), 25.12.1961
[2] Juan XXIII, Discurso de inauguración del Concilio Vaticano II, 11.12.1962
[3] Cf. GS 10
[4] Cf. GS 22
[5] Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10
[6] En Nowa Huta, 9.5.1979
[7] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa,9
[8] Ib.
[9] Ecclesia in Europa, 46
[10] Ecclesia in Europa, 47
[11] Pablo VI, Evangelium nuntiandi, 7-8
[12] Evangelium nuntiandi, 9
[13] Cf. Hb 2,14-15
[14] GS 21
[15] Cf. Evangelium nuntiandi, 10
[16] Cf. 1Jn 4,10.19
[17] T. S. Eliot, Coros de la roca, VII, Coro
[18] Cf. Evangelium nuntiandi, 10
[19] Cf. 1Jn 4,20