NUEVA YORK, sábado, 11 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del arzobispo Giovanni Lajolo, secretario para las Relaciones de la Santa Sede con los Estados, en el debate general de la 59 sesión de la asamblea general de las Naciones Unidas celebrada el 29 de septiembre en la que hizo un análisis de los desafíos actuales del escenario internacional.
Era la primera vez que la Santa Sede tomaba parte en este tipo de debates, tras la resolución que el 1 de julio pasado formalizó y precisó los derechos y prerrogativas de su estatus de Observador Permanente del que disfruta desde 1964.
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Señor presidente:
1. La Santa Sede tiene el honor de intervenir en el debate general de la Asamblea general de las Naciones Unidas por primera vez después de que la Resolución del pasado día 1 de julio formalizó y precisó los derechos y las prerrogativas de su estatus de Observador permanente, de los que goza desde 1964. Por eso, cumplo el grato deber de expresar viva gratitud a todos los Estados miembros. Al aprobar esa Resolución, dieron relieve, una vez más, al particular vínculo de cooperación entre la Sede apostólica y la Organización de las Naciones Unidas, ya puesto de manifiesto por Juan Pablo II en su primera visita a esta sede, hace exactamente veinticinco años. Es un vínculo, en cierto sentido, connatural a ellas: tanto la Santa Sede como las Naciones Unidas tienen una vocación universal; ninguna nación de la tierra es extranjera en ellas. Y tanto la Santa Sede como las Naciones Unidas tienen como finalidad suprema la paz: de hecho, la paz, un bien supremo, está inscrita en el acta de fundación, en la Carta de las Naciones Unidas, y está en el centro del mensaje evangélico, que la Santa Sede tiene la misión de llevar a todas las gentes.
En esta significativa circunstancia tengo el honor de transmitirle a usted, señor presidente, y a todos vosotros, aquí reunidos para representar a vuestros nobles países, el saludo deferente y cordial del Papa Juan Pablo II. En particular, me complace transmitir su saludo al secretario general de la ONU, señor Kofi Annan, y a sus válidos colaboradores. La labor que realizan, como muestra el Informe anual del secretario general A/59/1, sobre todo con respecto a la prevención de los conflictos y al mantenimiento de la paz en el mundo, merece el aprecio y la gratitud de todos nosotros.
2. Varios de los temas del orden del día de esta Asamblea general pueden considerarse esenciales para la consecución del objetivo supremo de la paz y para el futuro de la humanidad. Por citar sólo algunos: Naciones Unidas y nuevo orden humano mundial; búsqueda de los objetivos del milenio (Millennium’s goals); desarme completo y general; desarrollo sostenible; globalización e interdependencia; migraciones internacionales y desarrollo; derechos humanos; y clonación humana. Me limitaré a presentar brevemente la posición de la Santa Sede sobre algunos de ellos.
3. Entre los objetivos del milenio (Millennium’s goals) ocupa un lugar primordial el tema de la pobreza y el desarrollo, porque afecta al derecho a la subsistencia de centenares de millones de seres humanos, que sobreviven -como pueden- por debajo del umbral de lo necesario, y de decenas de millones de niños desnutridos e injustamente privados del derecho a vivir. Para superar de forma duradera esas condiciones inhumanas es necesario llegar, bajo la égida de la ONU, a un sistema comercial internacional más flexible y más justo, y a estructuras económicas favorables al desarrollo y a la superación de la deuda externa de los países más pobres, y a una generosa participación en los resultados de las investigaciones científicas y de la tecnología, especialmente en el campo de la salud. A este respecto, no necesito añadir nada, después de que el mismo cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, expuso una vez más la posición de la Santa Sede en el encuentro de Nueva York contra el hambre y la pobreza, el pasado día 20 de septiembre. Sólo repito: la urgencia en este campo no admite retrasos. Es una cuestión de justicia, no de caridad, aunque esta sigue siendo y seguirá siendo siempre necesaria.
4. Con respecto al bien supremo de la paz, el tema del desarme completo y general es ciertamente de una importancia inmediata. Dado que la producción y la venta de armas a otros países no carece de peligros para la paz, de ahí se sigue la necesidad de un control internacional estricto y eficaz. Las diversas Convenciones que ha promovido en referencia a las armas de destrucción masiva, así como a las armas convencionales, ponen de manifiesto el compromiso de la ONU en este campo. Pero se trata apenas del inicio de un largo camino, entorpecido por gigantescos intereses económicos.
Desde luego, el problema de las armas de destrucción masiva es específicamente diverso del de las convencionales; pero las armas convencionales tienen una actualidad cruel e incesante en los numerosos conflictos armados que ensangrientan el planeta, y en el terrorismo.
5. Los conflictos armados regionales son tantos que no hay tiempo aquí para enumerarlos todos. Pero no puedo por menos de mencionar algunos.
Ante todo, el conflicto israelí-palestino, que ha marcado toda la segunda mitad del siglo pasado. No es un conflicto circunscrito por sus límites territoriales, de por sí estrechos. Directamente están implicados el Gobierno israelí y la Autoridad palestina, que tienen el grave deber de demostrar que quieren la paz. Para alcanzarla se ha trazado la Hoja de ruta («road map»), y también ellos lo han aceptado formalmente. Por consiguiente, es necesario que lo sigan finalmente con determinación y valentía. Pero ese conflicto es seguido también, con intensa participación y a veces con sentimientos encendidos, por amplios estratos de la humanidad. La Iglesia católica, presente en Palestina desde hace dos mil años, invita a todos a evitar principalmente cualquier acción encaminada a destruir la confianza, a pronunciar generosas palabras de paz y a realizar valientes gestos de paz. Y, si la paz es fruto de la justicia, no conviene olvidar tampoco -como ha dicho Juan Pablo II- que no hay justicia sin perdón. Sí, sin perdón recíproco. Ciertamente, el perdón exige una valentía moral mayor que cuando se usan las armas.
Está luego el conflicto iraquí. La posición de la Santa Sede con respecto a la acción militar de 2002-2003 es bien conocida. Es para todos evidente que no ha llevado a un mundo más seguro ni dentro ni fuera de Irak. La Santa Sede considera que ahora se debe sostener al actual Gobierno en su esfuerzo por volver a establecer en el país condiciones normales de vida y un sistema político sustancialmente democrático y conforme a los valores de sus tradiciones históricas.
Es grave la preocupación de la Santa Sede por diversos países de África (Sudán, Somalia, países de la región de los Grandes Lagos, Costa de Marfil, etc.), ensangrentados por contiendas recíprocas, pero más aún por conflictos internos. Necesitan la activa solidaridad internacional: más específicamente, y de modo connatural, podrá ser la Unión africana quien haga valer su autoridad para lograr que todas las partes legítimamente involucradas se sienten a una mesa para negociar. La Unión africana ya ha demostrado en algunos casos que lo puede hacer con éxito; por eso, es preciso manifestarle gratitud y darle apoyo.
6. He mencionado el tema del terrorismo. Se trata de un fenómeno aberrante, totalmente indigno del hombre, que ha asumido ya dimensiones planetarias: hoy ningún Estado puede presumir de estar a salvo. Por eso, quedando firme el derecho y el deber de todo Estado de tomar todas las medidas justas para proteger a sus ciudadanos y sus instituciones, resulta evidente que sólo se podrá afrontar con eficacia con una concertación plurilateral comprometida, respetando el ius gentium, y no con una política reg
ida por el principio de la unilateralidad. Nadie duda de que es preciso combatirlo ante todo apagando los focos vivos. Pero son muchas y complejas sus causas: políticas, sociales, culturales y religiosas; por eso, resulta aún más necesaria una acción a largo plazo, que actúe, con previsión y paciencia, sobre sus raíces, impida su ramificación espontánea, y apague su maléfica fuerza contagiosa.
En esa acción, la Santa Sede y toda la Iglesia católica está activamente comprometida, a través de sus instituciones educativas y caritativas, las cuales, dondequiera que se encuentran, se esfuerzan por elevar el nivel cultural y social de las poblaciones, sin ninguna discriminación, especialmente sin ninguna discriminación religiosa; y también a través del diálogo interreligioso, que, después del concilio ecuménico Vaticano II, se ha intensificado cada vez más. Este diálogo tiene como fin un conocimiento mutuo objetivo, una sincera relación de amistad y, en los campos donde sea posible, también una colaboración libre al servicio del hombre. La Santa Sede siempre se sentirá agradecida a las autoridades de las demás religiones que se muestran abiertas a ese diálogo, así como a las autoridades civiles que lo apoyan, sin ninguna interferencia política, respetando la distinción entre la esfera religiosa y la civil, y el derecho fundamental del hombre, que es la libertad de religión.
7. El derecho a la libertad de religión está recogido, juntamente con los otros derechos fundamentales, en la Declaración universal de derechos humanos, aprobada por la Asamblea general de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. En realidad, esos derechos humanos fundamentales se mantienen en pie o caen juntos. Y el hombre se mantiene en pie o cae con ellos.
Por eso, según la Santa Sede, es necesario defenderlos con gran empeño y en todos los ámbitos.
Para que eso suceda, es preciso evitar en especial un peligro que hoy se manifiesta en varios ambientes de diversos países. Es la idea de que los derechos humanos fundamentales, tal como han quedado recogidos en la citada Declaración universal, son expresión de una cultura determinada y, por tanto, muy relativos. No; en su esencia, son expresiones del ser humano en cuanto tal, aunque no deja de ser verdad que, según las diversas épocas y culturas, pueden haber tenido y tienen también hoy una aplicación diversa, más o menos adecuada y aceptable.
8. Entre los derechos fundamentales, más aún, como el primero de ellos, es necesario poner, como hace explícitamente la Declaración universal, el derecho de todo individuo a la vida. Sobre el derecho de todo individuo a la vida la Santa Sede tendría mucho que decir. Sí, porque la esencia de su mensaje es el «evangelio de la vida»: precisamente se titula «Evangelium vitae» la conocida encíclica del Papa Juan Pablo II publicada el 25 de marzo de 1995. En este amplio tema se inserta también la cuestión de la clonación humana. Esta Asamblea la debatirá dentro de algunas semanas.
A este respecto, la Santa Sede desea reafirmar su compromiso de apoyar el progreso de la ciencia médica, siempre que respete la dignidad humana, para el tratamiento y la curación de diversas enfermedades. En este contexto, renueva su juicio favorable en lo que atañe a la adquisición y al uso de células madre adultas. La Santa Sede considera que el camino que es necesario seguir consiste en establecer y aplicar una Convención que incluya, de manera inequívoca, una prohibición general de la clonación humana.
9. «La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana»: con estas palabras comienza el preámbulo de la Declaración universal de derechos humanos. Uno de los muchos e innegables méritos de la ONU es haber propuesto a la conciencia de toda la humanidad, hace ya más de cincuenta años, principios seguros para caminar por la senda de la paz.
Sin embargo, la Organización de las Naciones Unidas, como cualquier otra organización humana, a lo largo de los años ha sentido la necesidad de adaptar sus normas de funcionamiento al desarrollo del escenario político mundial para que su obra de promoción de la paz pueda ser eficaz.
Los primeros resultados de la comisión de alto nivel instituida con ese fin por el secretario general Kofi Annan se han hecho públicos el pasado mes de junio. La Santa Sede podrá expresar alguna valoración explícita con ocasión del debate que tendrá lugar sobre ese tema en la semana próxima.
Por ahora quisiera simplemente recordar lo que dice el Mensaje de Juan Pablo II para la Jornada mundial de la paz de este año. Afirmaba que la humanidad se encuentra «en una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo»; por eso, recomendaba, en línea con sus predecesores, «un grado superior de ordenamiento internacional» (n. 7: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 2003, p. 6). Eso podrá suceder, de modo especial, atribuyendo a la ONU, por ejemplo, prerrogativas particulares que faciliten su acción en la prevención de los conflictos en casos de crisis internacionales y, cuando no se pueda aplazar, una «intervención humanitaria», es decir, una intervención orientada a desarmar al agresor. Pero eso será posible, aún más, si la ONU sabe elevarse de la etapa de «institución de tipo administrativo -por citar una vez más a Juan Pablo II- a la de ser centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una «familia de naciones»» (ib.).
10. Señor presidente, la ONU, en su camino presente y futuro, siempre podrá estar segura de que la Santa Sede no sólo será un Observador permanente atento, sino también un compañero de viaje siempre dispuesto a favorecer, de acuerdo con su naturaleza y según sus posibilidades, su compleja y difícil actividad, así como también a colaborar, con espíritu de libertad y amistad, con todos los Estados miembros.
Gracias, señor presidente.
[Traducción al castellano distribuida por la Santa Sede]