JERUSALÉN, sábado, 11 diciembre 2004 (ZENIT.org–Veritas).- Publicamos el artículo publicado por fray Artemio Vítores, OFM, vicario de la Custodia de los Santos Lugares, en la agencia Veritas sobre los casos de «Mujeres cristianas que se casan con musulmanes: otra consecuencia de la situación de los cristianos de Tierra Santa».
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El Domingo, 2 de Febrero de 2003, fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, o de la Candelaria, los fieles abarrotaban la parroquia latina de Jerusalén. Estaban también todos los frailes del convento. Después de la homilía, el párroco bajó desde el altar hasta el fondo de la Iglesia, llevando una vela encendida. Allí se encontraba una mujer de unos treinta años. Los dos, con candelas, hicieron una procesión hasta el altar; allí el párroco le dio un beso de paz y la mujer se colocó en el primer banco de la iglesia. Habíamos asistido a la readmisión en la Iglesia de una «pecadora pública». A todos, aun quienes sabíamos de qué se trataba, se nos hizo un nudo en la garganta.
¿Qué pecado había cometido esa mujer? Ella, soltera, se había ido con un hombre, él casado. Ambos católicos de Jerusalén. Al no existir el matrimonio civil – y esto vale tanto para la Iglesia Católica como para el Judaísmo o el Islam -, decidieron hacerse musulmanes para poder unirse en matrimonio. La ceremonia es muy sencilla: se va a la casa de un sheih (clérigo musulmán), quien preside el tribunal islámico. Allí se recita la fórmula «shahada» (testimonio), o «profesión de fe», en presencia de dos testigos que también recitan la fórmula «shahada», y se convierten en musulmanes.
La unión se había roto y ella había decidido volver a su fe cristiana. Después de un año «de prueba», había sido admitida de nuevo en la Iglesia, ya que, quien deja la Iglesia católica y se hace musulmán, por ejemplo, es un apóstata de la fe y queda excomulgado, de esta excomunión puede ser absuelto por el ordinario del lugar, según el Código de Derecho Canónico (c. 1355,2). Ella misma quiso que, como su alejamiento fue público, su vuelta a la fe cristiana fuera visible para toda la comunidad. Mientras tanto el hombre sigue siendo musulmán.
Me imagino la reacción de muchos lectores occidentales ante esta escena que parece sacada de las noches más oscuras de la Edad Media. Supongo que en nuestras naciones cristianas, en donde prevalece un fuerte laicismo o quizás una falsa concepción de la libertad religiosa, este hecho no tendrá mucha importancia. Pero sí lo tiene para una comunidad, como la cristiana de Tierra Santa, que se ve al borde de la desaparición.
Aunque la conversión al islam de estos dos cristianos haya sido más bien «interesada» para ambos y haya tenido un final feliz, ya que la mujer ha vuelto a la fe cristiana y los dos hijos fruto de esta unión han sido bautizados, sin embargo éste no es un caso aislado, que puede ser más o menos curioso. Es la situación en la que se encuentran o pueden encontrarse muchas mujeres cristianas de Oriente Medio, especialmente de Tierra Santa.
El matrimonio es un ideal y una liberación para las mujeres de Oriente Medio
Que el matrimonio sea una ideal y una realización para la mayor parte de las mujeres – y de los hombres -, no es nada nuevo, aunque hoy hay muchas mujeres, especialmente en los países occidentales, que prefieren vivir solas o sin unirse en matrimonio. Sin embargo, la cultura y la influencia religiosa de Oriente Medio empujan a la mujer al matrimonio como única vía para afrontar el futuro. Las mujeres quieren casarse y casarse a toda costa.
Las mujeres quieren casarse, porque el matrimonio es el mayor ideal para la mujer. En Oriente Medio, no importa que sea cristiano, musulmán o judío, sigue prevaleciendo el ideal bíblico, como aparece en el libro del Génesis: «Creced y multiplicaos» (Gen 1,28). La sexualidad fecunda es un don de Dios y a ella está íntimamente unida la historia de la salvación. Como se puede ver en el caso de Abraham. Para el judaísmo el celibato era considerado, en los tiempos antiguos, como un impedimento para la santidad, y la virginidad, soltería o esterilidad significaba una ignominia. La dicha mayor de la mujer israelita era ser madre, ya que, siéndolo, gozaba no sólo de gran consideración sino también de la misma autoridad que el padre: «Honra a tu padre y a tu madre…». Y aun hoy, tanto para los judíos, como para los musulmanes, y también para los cristianos, los hijos no son sólo un apoyo para los padres, sino también una condición imprescindible para el fortalecimiento de la religión. Cuando nace un niño musulmán, se suele decir: «un creyente más en la fe islámica». Por todo esto se entiende el significado de un antiguo proverbio de esta región: «¡o el matrimonio o la tumba!».
Las mujeres quieren casarse a toda costa, porque el matrimonio es la liberación para la mujer. Sólo así pueden dejar la servidumbre de la casa paterna, para convertirse en amas de su casa. El papel de la mujer en la casa paterna es muy débil; está siempre condicionada no sólo por los padres, sino también por los hermanos y otros miembros de la familia. Especialmente si no tiene trabajo, su situación es muy difícil, ya que, en especial en los territorios de la Autoridad Palestina, no hay posibilidad de pensión, y de otro tipo de subsidio. El matrimonio es una emancipación y una realización para cualquier mujer. Y ello vale también para las cristianas. Quizás no lo consigan, como se puede ver en el derecho matrimonial judío que está dominado por el principio del patriarcado. De hecho la mujer, por los esponsales, sale del poder del padre y pasa al del marido, a quien la mujer debe fidelidad plena. La situación de las mujeres religiosas judías se puede resumir en la oración que la mujer y el hombre dicen cada mañana. La mujer, según Tosefta Berakoth, 7,18, dice humildemente: «Te bendigo, Señor, porque me has hecho según tu voluntad»; esta oración, transmitida por Rabbí Jehuda, que se encuentra en los libros de oración actuales, se contrapone a la que el piadoso judío recita también cada mañana: «Te bendigo, Señor, porque no me has hecho mujer o pagano o esclavo». Y esto es lo que sucede, a veces, cuando una mujer cristiana se casa con un musulmán.
La ley islámica y el matrimonio entre un musulmán y una cristiana
Según la tradición islámica («Hadit»), a un cristiano le está prohibido casarse con una musulmana si él no se convierte antes al islam. De hecho este caso se da muy raramente. Sólo en familias muy liberales y no condicionadas por la religión. La familia, en este caso, no es un impedimento. A una mujer musulmana, según la jurisprudencia islámica aceptada por la Comunidad musulmana, le está prohibido absolutamente casarse con un hombre de otra religión, ya que se pone en peligro de abrazar la religión del marido. Las consecuencias, si lo hace, pueden ser muy graves, incluso la muerte, causada por sus familiares, o por fanáticos o también por las autoridades del Estado, si esté tiene como ley fundamental la «Sharia», que es considerada por los musulmanes como una ley divina. En Israel esta solución tan radical no existe, al menos por ahora, ya que la Autoridad Palestina no tiene el poder suficiente para imponer la ley islámica. Pero ello sería posible en un futuro inmediato, al menos así se deduce del borrador de la futura Constitución palestina, que contempla la ley islámica o «Sharia» como ley fundamental del Estado y como puede deducirse de muchas declaraciones de los líderes religiosos y políticos musulmanes. Por eso las autoridades religiosas cristianas miran con aprensión a este texto fundamental del futuro
Estado palestino.
El caso es diverso cuando un musulmán se casa con una cristiana. El Corán pone como impedimento mayor para el matrimonio la disparidad de religión y prohibe a los musulmanes casarse con mujeres infieles o paganas. Un versículo perteneciente al comienzo de la «revelación medinesa» dice: «no os caséis con mujeres asociadoras (infieles, paganas) hasta que crean. Una esclava creyente es mejor que una asociadora, aunque ésta os guste más» (Sura II, 2,21). Permite, sin embargo, casarse con «las mujeres del Libro» (judías o cristianas). Dice otra Sura: «De hoy en adelante… se os permite (a los musulmanes) casaros con judías o con cristianas» (Sura V,5). La tradición musulmana va más allá y considera loable que un musulmán se case con una cristiana. Y la razón es fácil de comprender: el hombre conseguirá, por las buenas o por las malas, que la mujer se haga musulmana, con lo cual adquirirá méritos ante Dios. En teoría la mujer cristiana no está obligada a abrazar el islam, pero será tanta la presión que deberá sufrir por parte de la familia, del ambiente u otro, que será muy difícil que pueda continuar siendo cristiana. En todo caso lo hijos nacidos de este matrimonio serán siempre musulmanes, a pesar de que el Código de Derecho Canónico insiste en la necesidad de que los hijos nacidos de estos matrimonios – que son válidos para la Iglesia – sean educados en la fe católica (cc. 1125-1229).
Hay también otro problema importante, que va contra la mujer y muy especialmente contra la mujer cristiana: es el divorcio y el repudio. Tanto en la sociedad judía como en la musulmana – la legislación es muy similar -, existe el divorcio, que es concedido por los tribunales religiosos. En ambas religiones sólo el hombre puede pedir el divorcio; a la mujer no le está permitido hacerlo. Y menos, claro está, si ésta es cristiana. A esto se añaden motivos económicos que empujarán a la mujer cristiana a abrazar la fe musulmana. Según la ley islámica un cristiano, por ejemplo, no puede heredar de un musulmán y, en el caso de divorcio o de repudio, el musulmán no está obligado a pagar «los alimentos» («nafaqa») a una mujer no musulmana. ¡Pocas alternativas le quedan a una mujer cristiana!
Cuando no existe la libertad religiosa
La vida de un cristiano en Tierra Santa nunca ha sido fácil y, seguramente, nunca lo será. Tiene que vivir en un ambiente social, político y religioso que le condiciona. Una de las dificultades mayores para él es la falta de libertad religiosa, es decir, la negación del derecho de todo hombre «de venerar a Dios, según el dictamen de su conciencia, de profesar la religión en público y en privado, y de gozar de la justa libertad religiosa» para abrazar la religión que más le convenga. Todos los países de esta zona limitan hasta el extremo este derecho reconocido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 18), o simplemente lo niegan a algunos de sus ciudadanos. Existe, es verdad, en casi todos los países la libertad de culto, o sea, el poder practicar la fe cristiana en casa o en la iglesia. Pero, en la práctica, los cristianos son más o menos tolerados («dhimmi»: «protegidos») según el capricho o la política del momento. Son ciudadanos de segunda categoría en su propio país, ya que, especialmente en los países musulmanes donde rige la «Sharía» como ley fundamental del Estado, se intenta imponer a las otras comunidades la propia ley religiosa con las consecuencias que ello conlleva para la vida cotidiana. Y ven restringidos sus derechos, sobre todo, en la instrucción superior, en el trabajo, en los servicios públicos y en la administración local.
En Tierra Santa hay además un problema añadido para los cristianos: atrapados entre los dos grandes grupos, el judaísmo y el islam, que identifican fuertemente la religión y el estado, éstos se sienten presionados a aceptar un modelo de sociedad y de vida que no es suyo: se sienten como cuerpos extraños en este mundo mediooriental. Esta situación produce a veces tensiones entre musulmanes y cristianos, que llegan a los insultos, amenazas, vejaciones y malos tratos. Además los musulmanes – y esto es muy grave -, ven a los cristianos como una parte del sionismo y, sobre todo, los identifican con la política de los países cristianos, especialmente Estados Unidos. Se comprenden las dificultades en las que vive un cristiano y, a veces, el deseo de dejar todo y buscar otros horizontes si no quiere hacerse musulmán.
En lo que se refiere a las conversiones, está prohibido en la legislación islámica que un musulmán se haga cristiano y las penas, en el caso de una conversión al cristianismo, pueden llegar hasta la muerte; esta legislación, sin embargo, otorga al cristiano todas las facilidades para que pueda convertirse al islam. Lo cual es una discriminación inadmisible. En cierto modo sucede lo mismo en Israel, en donde, desde el 1977, existe una ley que prohibe «el proselitismo religioso», penalizando la conversión de judíos al cristianismo cuando es obtenida por medios agresivos o per medio de ventajas materiales. Esta ley nunca ha sido aplicada por falta de transgresores.
La libertad religiosa es la piedra de toque de la verdadera democracia. Por eso, en el «Acuerdo Fundamental» entre la Santa Sede y el Estado de Israel, del 30 diciembre 1993, en el art. 1, 1, se lee: «El Estado de Israel… confirma el propio empeño permanente de sostener y observar el derecho humano a la libertad de religión y de conciencia, en los términos definidos en la Declaración universal de los derechos humanos y en otros documentos internacionales». A lo mismo se compromete la Santa Sede en el art. 1,2. La Autoridad Nacional Palestina y la Santa Sede, en el Acuerdo firmado entre ambos el 15 de febrero de 2000, prometen garantizar este derecho. La falta de respeto hacia «la libertad de conciencia» individual, que, aunque puede ser no verdadera, puede ser sinceramente recta, es la base fundamental de la libertad religiosa. Y este respeto no existe en el islam. La libertad religiosa, decía Juan Pablo II, «es el corazón de los derechos humanos», si ésta no existe, no existirán los demás derechos. Es tan inviolable este derecho que – dice de nuevo el Papa – «exige que a la persona le sea reconocida la libertad hasta de cambiar de religión, si su conciencia se lo pide».
¿Por qué una cristiana se casa con un musulmán?
Es una pregunta que se pueden hacer también los hombres y mujeres de nuestras naciones, en donde la presencia de tantos emigrantes musulmanes puede ser una ocasión de que una mujer conozca y se enamore del hombre que considera su amor y su futuro. De hecho, conocemos muchas mujeres españolas y de otras naciones casadas con musulmanes y que viven en Tierra Santa y en otros países de Oriente Medio. En Occidente hay un ambiente diverso, existe el matrimonio civil, el divorcio y la cultura permiten una mayor libertad. Y sobre todo no se conoce bien la situación en la que se encontrará la futura esposa si viene a vivir a un país musulmán.
Una mujer cristiana de Belén o de Jerusalén, que conoce bien las implicaciones de un matrimonio con un musulmán, ¿por qué lo hace? Las razones pueden ser muy diversas:
En primer lugar – y esto no es una novedad – por amor. En una sociedad abierta como es Israel, ya no están separadas las comunidades religiosas como antes. Es normal que, especialmente en la universidad, chicos y chicas de diversas religiones se relacionen, se enamoren y quieran afrontar un futuro juntos en el matrimonio. En estos casos será muy difícil convencer a la mujer de las consecuencias de su decisión. «El amor lo supera todo», pensará, y estará convencida de ello. Más aún: verá en la oposición de su familia un intento de estropearle la propia vida y la felicidad. Sucede también
que la relación de la pareja se lleva a escondidas y la mujer se encuentra sola, sin que nadie le explique las consecuencias de su decisión. O que los mismos padres no se atrevan a contrariar a su hija.
En segundo lugar, porque faltan jóvenes cristianos para casarse. Muchos cristianos palestinos han abandonado Tierra Santa porque aquí no encuentran las condiciones mínimas y elementales como son la vivienda, el trabajo, la seguridad, la educación, las ayudas sociales, etc., para llevar una vida digna y esperar en un futuro que merezca la pena. En busca de un futuro mejor, los chicos jóvenes se van de Tierra Santa. De los casi 2000 cristianos palestino che han emigrado en estos últimos dos años, la mayor parte de ellos eran varones en edad núbil. Es muy difícil – en la cultura y en la mentalidad de Oriente Medio, incluida la religión – que una chica joven se aventure a afrontar una vida, la de la emigración, que comporta hoy tantas incógnitas y dificultades. Pero los chicos lo hacen.
Y así nos encontramos ante un problema muy serio: no hay jóvenes suficientes en edad casadera. Sólo un ejemplo para ilustrar esta situación. Belén es uno de los centros cristianos más importantes. Según un estudio hecho por los párrocos franciscanos de la Ciudad de David, en la parroquia latina había normalmente cada año unos 120 bautizos (más o menos, 60 niños y 60 niñas). De los 60 niños, sólo unos 25 a 30 se han casado en Belén y los demás han emigrado. Además, como las mujeres betlemitas exigen demasiadas cosas al joven (vestidos costosos, celebraciones por todo lo alto tanto en el momento de la promesa como en el matrimonio, etc.), muchos jóvenes ha preferido casarse con mujeres de otras zonas. Y así, de esas 60 niñas sólo unas 15 se han casado. Conclusión: quedan otras 45 en espera de matrimonio. Estas estadísticas, en mayor o menor medida, pueden aplicarse a otros centros cristianos.
La consecuencia de todo esto es obvia: siendo el matrimonio un ideal absoluto y una liberación para la mujer, es fácil que ella busque entre los musulmanes a su futuro marido, sin preocuparse demasiado de las consecuencias o a pesar de ellas. Por eso en estos últimos años 6 mujeres cristianas de Belén se han casado con musulmanes, con todo lo que ello supone, sobre todo que los hijos que nacerán no serán nunca cristianos. Otro capítulo más del drama que preocupa a los cristianos palestinos de Tierra Santa.
Además, hay otro problema añadido: no hay medios para afrontar un matrimonio. Un chico joven tiene hoy pocas posibilidades de casarse, pues carece de los dos elementos fundamentales: un trabajo y una casa. Las familias musulmanas, que suelen ser muy numerosas, hacen lo posible y lo imposible para ayudar al joven a tener, al menos, la casa; esto no sucede entre los cristianos, que son menos solidarios. Y por esta razón los franciscanos se han embarcado, desde hace varios siglos, en la empresa de construir casas para los cristianos. Aunque su labor sea, a todas luces, insuficiente.
¿Qué solución dar a este problema?
Es difícil dar una solución a un problema tan complicado. Pero, creemos, que hay algunas medidas a tomar que serían importantes:
En primer lugar, es necesaria una formación religiosa más profunda. Y esto es responsabilidad de los pastores, especialmente los párrocos. La catequesis cristiana y matrimonial debe ahondar no sólo en los contenidos de la fe, sino también en las consecuencias a las que se puede llegar en un matrimonio mixto. La ignorancia en estos temas puede ser muy peligrosa para la mujer.
En segundo lugar, debe haber un mayor esfuerzo por parte de los cristianos palestinos y también por parte de los gobiernos occidentales en la democratización de las estructuras políticas de los estados musulmanes. Ello vale de un modo especial en estos momentos en los que prepara el proyecto de la Constitución del futuro Estado palestino. No es comprensible que, con la colaboración política y económica de Europa, se cree un Estado palestino no respetuoso con los derechos fundamentales del hombre, particularmente el derecho a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia.
En tercer lugar, es necesaria una mayor ayuda a los cristianos. Los cristianos se sienten abandonados por los gobiernos de Occidente y por las sociedades de beneficencia cristiana. La frase tantas veces repetida por los políticos: «Nosotros no ayudamos a los cristianos; ayudamos a los palestinos», puede tener, y tiene, un sentido en Occidente. Aquí no se entiende. La religión invade todos los aspectos de la vida de cada grupo y el conflicto que se vive en Tierra Santa es ante todo religioso. Los cristianos se sienten traicionados por sus hermanos de Occidente, lo cual no sucede con los judíos y con los musulmanes. Al no tener esta perspectiva, las ayudas del mundo cristiano van a parar tanto a los musulmanes como a los judíos. Y se da la amarga paradoja que, con la ayuda de los cristianos, las mayorías se hacen más fuertes, dejando a un lado a la minoría cristiana que se ve así obligada a emigrar. Todos tenemos una obligación con nuestros hermanos los cristianos de Tierra Santa.
En último lugar, pero es quizás lo más importante, es urgente que las religiones y las culturas reconozcan la dignidad de la mujer y sus derechos inalienables dentro de la sociedad. Es éste un capítulo de la historia que no termina por escribirse, especialmente en Oriente Medio.