ROMA, sábado, 18 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del padre Bernardo Cervellera PIME, director de la agencia de noticias AsiaNews en un congreso sobre la libertad religiosa celebrado el 3 de diciembre en la Universidad Pontificia Gregoriana por iniciativa de la embajada de Estados Unidos ante la Santa Sede.
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La sociedad china está siendo presa de un desarrollo económico nunca visto. Desde dentro y desde fuera de China se tiene a percibir el problema de la libertad religiosa como un asunto muy secundario, que se puede dejar de lado porque no despierta preocupación alguna. Como mucho, los entusiastas de la modernización en Pekín y Shanghai piensan que, cuanto más desarrollo económico haya, más libertad religiosa habrá. Las violencias que tienen lugar actualmente contra la libertad religiosa se consideran como un residuo del pasado ideológico del comunismo maoísta, que antes o después desaparecerá.
El «residuo» en sí es todavía muy doloroso. De hecho, desde cierto punto de vista, en China, muchas cosas permanecen igual respecto a la China de Mao:
– obispos y monjes tibetanos en prisión o, peor, desaparecidos (su suerte es peor que la de los desaparecidos argentinos o chilenos: nadie se preocupa de ellos);
– iglesias y templos destruidos y demolidos por la fuerza;
– páginas de internet suprimidas, peregrinaciones prohibidas, relaciones con el extranjero controladas o prohibidas.
China siempre ha intentado destruir las religiones. Sólo cuando el poder se sentía débil, permitía alguna expresión religiosa reuniendo a los miembros de los diversos credos en torno a banderas (patriotismo, nacionalismo, socialismo, modernización), gracias a las cuales el estado concedía un pequeño hilo de libertad. Esto ha conducido a la distinción entre religiones «oficiales» y religiones «no oficiales»; distinción que aplica el gobierno según la dependencia o no de las mismas respecto al control del partido.
En 1994, el relator especial de Naciones Unidas para la intolerancia religiosa, el tunecino Abdelfattah Amor, al visitar China, ha pedido explícitamente al gobierno que eliminase esta distinción por su discriminación hacia los creyentes.
De hecho, la China ha quitado ahora esta distinción: los fieles «no oficiales» – no sometidos a control- son perseguidos como simples delincuentes, personas que «conspiran contra el orden establecido», o personas que ponen en peligro el orden público. En todas las campañas contra la prostitución, la droga, la delincuencia, se arresta también a personas religiosas; en la campaña contra las páginas webs pornográficas se cierran y se eliminan también las páginas religiosas.
Es ya algo cierto que todas las expresiones religiosas, incluso las «oficiales» reconocidas, si no son perseguidas, por lo menos están estrictamente controladas. En el mundo católico chino, hay obispos oficiales obligados a meses enteros de adoctrinamiento; otros controlados día y noche; los seminarios reciben visitas semanales de la seguridad pública para comprobar la enseñanza marxista. Lo mismo ocurre en los monasterios budistas, tibetanos y taoístas.
Ayudar a las religiones a morir
Es verdad que ahora no se vive como en tiempos de la revolución cultural, cuando se quemaban imágenes y libros religiosos, se destruían estatuas y se llevaban a cabo procesos públicos contra los representantes religiosos. Hoy, por lo menos, hay iglesias y templos que se pueden visitar y es posible expresar la libertad de culto en los estrictos límites impuestos por el gobierno. Pero el Partido sólo ha cambiado de táctica en un proyecto que ha perseguido siempre. Dicho proyecto fue establecido en 1982 con el famoso Documento 19, un documento secreto, hecho público por AsiaNews, donde se establecía que «se debe ayudar a las religiones a morir».
Un documento de la Oficina de Propaganda del Partido Comunista Chino aparecido recientemente – con fecha 24 de mayo de 2004 y publicado en síntesis en www.asianews.it – da indicaciones a los miembros del partido para «destruir» las supersticiones y el oscurantismo reforzando la enseñanza del ateísmo. Los tonos y los fines siguen por tanto siendo siempre los mismos.
Pero la novedad es la siguiente: que el documento en cuestión busca frenar desesperadamente una tendencia, ésta sí nueva, que es la conversión a las religiones de miembros del Partido y de estudiantes universitarios. Esto acaba con el principio de que las religiones sean un elemento oscurantista, contrario al progreso y que antes o después borrará la historia. Son precisamente las vanguardias del Partido, los científicos de las universidades, los profesionales del comercio quienes se acercan a la experiencia religiosa.
Esto acaba también con el principio de que las religiones sean un fenómeno secundario en la vida de China: interesa ya a más de la mitad de la población china. Oprimir la libertad religiosa significa oprimir a toda la población. Sobre todo desde el punto de vista «cuantitativo», pero también desde el punto de vista «cualitativo»: un desarrollo económico sin religión – como propone el Partido- significa un desarrollo que mata al hombre y a la sociedad.
En este sentido, la opresión que sufre la libertad religiosa es en realidad sólo un signo de la opresión que sufre el pueblo chino.
Y que la actual estructura, con una libertad económica discreta y un desarrollo violento, oprima al pueblo chino lo demuestra el precio pagado para este desarrollo por China: muerto en la minería, parados, pensionistas sin ayuda, familias sin sanidad ni escuelas, emigrantes que trabajan como esclavos, jóvenes desesperados y suicidas. Sin hablar de los enormes problemas ecológicos y agrícolas creados por este desarrollo salvaje y, diría, «no religioso», no respetuoso de Dios, de la naturaleza y del hombre.
¿Qué hacer?
1) Es necesario que la comunidad internacional se dé cuenta de que la libertad religiosa en un bien para toda la sociedad china. Según los sociólogos de la Academia de Ciencias Sociales de Pekín, China está al borde de un conflicto social grande y violento, debido al desarrollo salvaje y a las diferencias entre ricos y pobres.
Abrirse a la libertad religiosa permitiría una ayuda por parte de las religiones para afrontar y suavizar tantos problemas sociales abiertos por este desarrollo desigual: las zonas rurales, los pobres, el analfabetismo, la sanidad. Pensemos en lo que podrían hacer las hermanas de la Madre Teresa en ambientes donde hay ancianos y abandonados, entre los minusválidos, entre los jóvenes inquietos.
La libertad religiosa permitiría también atenuar el desencuentro social, implicando a los miembros de las religiones en una labor de reconciliación entre ricos y pobres.
Para esto deben trabajar los gobiernos, pidiendo con insistencia, y no como con vergüenza o superficialidad, la libertad religiosa. Pero también se debe implicar la comunidad económica internacional, cuyo interés es una China estable y no atravesada –como ocurre ahora- por desencuentros, manifestaciones, huelgas, sentadas. Contentarse únicamente con la libertad de comerciar –después de todo lo demás cae por sí mismo- es el mejor modo de preparar a China para un conflicto social más violento que el de la época de la masacre de Tiananmen.
2) El respeto por una plena libertad religiosa debe tener lugar no como una concesión del gobierno o del partido, sino como el respeto hacia un derecho innato de la persona.
En el mundo diplomático, existe la tentación de pedir favores a Pekín, liberando a un obispo, a un disidente, a un monje tibetano, como una concesión de lo alto. En realidad no es lo que nos están pidiendo las mismas personas que sufren violencias contra sus libertades. Entrevistando
a un obispo oficial, es decir, reconocido por Pekín – y también reconciliado con la Santa Sede-, le he escuchado decir: «Dígaselo al Vaticano: no tengáis prisa en establecer estas relaciones. Permaneced firmes en vuestros principios y necesidades, exigiendo el respeto total de la libertad religiosa, sin dar marcha atrás. También sobre el nombramiento de obispos. Jiang Zemin (en su discurso de diciembre de 2001) ha dicho que quiere distinguir cada vez más los asuntos estrictamente religiosos de los asuntos de estado. Pues bien, los nombramientos y consagraciones de obispos son una cuestión sacramental, estrictamente religiosa. El estado no debe tener nada que ver con las ordenaciones religiosas» (Cf. «Missione Cina: Viaggio nell’impero fra mercato e repressione», Milano, 2003, pág. 159).
3) Es necesario que se potencie la libertad religiosa especialmente de los cristianos. No se trata de una fórmula racista o que exija privilegios: está en función del desarrollo de la misma China. La difusión del cristianismo permite de hecho que se logren dos resultados importantes:
a) desmitificar la pretensión absoluta del estado, distinguiendo con precisión – y es una cualidad típica del cristianismo- entre estado e iglesia, entre religión y poder político.
b) desmitificar los elementos no religiosos de las demás religiones: no es una novedad el hecho de que religiones como el islam y el budismo tibetano no piden sólo la libertad religiosa, sino que luchan también por una autonomía territorial y un separatismo político. La petición de una verdadera libertad religiosa deja intacto el territorio chino y pone las bases para un diálogo sobre una posible convivencia pacífica entre etnias (han, hui, tibetanos, etc.).
4) Es necesario potenciar la libertad religiosa para que maduren todos los derechos del hombre. El país ha sufrido hasta ahora una enorme transformación, el paso de una economía estalinista a un capitalismo salvaje; de un paternalismo confuciano a un individualismo anárquico; de un estilo de vida ancestral a uno supermoderno y superdesarrollado. Pero los más de mil millones largos de chinos que habitan el país no han logrado todavía conciencia alguna de sus derechos y de su dignidad, porque todavía no han madurado el sentido y la dignidad de la persona humana. Un profesor universitario me decía hace un año: «Es necesaria una filosofía de la persona como valor absoluto. Pero esto no es posible sin una visión religiosa del hombre, como un ser amado y defendido por el Absoluto». La libertad religiosa permitiría también una maduración de los derechos de asociación, de expresión, del trabajo, de la familia, de la salud, de la información.