«Durante la Sede vacante, y sobre todo mientras se desarrolla la elección del Sucesor de Pedro –dice el texto, promulgado el 22 de febrero de 1996–, la Iglesia está unida de modo particular con los Pastores y especialmente con los Cardenales electores del Sumo Pontífice y pide a Dios un nuevo Papa como don de su bondad y providencia» (Cf. n. 84).
Juan Pablo II puso de ejemplo «la primera comunidad cristiana, de la que se habla en los Hechos de los Apóstoles (Cf. 1, 14)», indicando que «la Iglesia universal, unida espiritualmente a María, la Madre de Jesús, debe perseverar unánimemente en la oración».
«De esta manera –añadió–, la elección del nuevo Pontífice no será un hecho aislado del Pueblo de Dios que atañe sólo al Colegio de los electores, sino que en cierto sentido, será una acción de toda la Iglesia».
Por ello estableció «que en todas las ciudades y en otras poblaciones, al menos las más importantes, conocida la noticia de la vacante de la Sede Apostólica, y de modo particular de la muerte del Pontífice, después de la celebración de solemnes exequias por él, se eleven humildes e insistentes oraciones al Señor (cf. Mt 21, 22; Mc 11, 24), para que ilumine a los electores y los haga tan concordes en su cometido que se alcance una pronta, unánime y fructuosa elección, como requiere la salvación de las almas y el bien de todo el Pueblo de Dios».
Pero también confió una misión a los cardenales no electores –mayores de 80 años–, de quienes se espera «en particular» que «durante la Sede vacante, y sobre todo durante el desarrollo de la elección del Romano Pontífice, actuando casi como guías del Pueblo de Dios reunido en las Basílicas Patriarcales de la Urbe, como también en otros templos de las Diócesis del mundo entero, ayuden a la tarea de los electores».
¿De qué forma? «Con intensas oraciones y súplicas al Espíritu Divino –aclara el Papa en la introducción de la Constitución Apostólica–, implorando para ellos la luz necesaria para que realicen su elección teniendo presente solamente a Dios y mirando únicamente a la salvación de las almas que debe ser siempre la ley suprema de la Iglesia».
Del «modo más vivo y cordial» reiteró el Papa esta recomendación a los cardenales no electores (Cf. n. 85) «en virtud del especialísimo vínculo» que los purpurados «tienen con la Sede Apostólica».