El cónclave garantiza férreamente la independencia total de voto de los cardenales

Ante influencias externas como incluso entre los mismos electores

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 18 abril 2005 (ZENIT.org).- Las normas que Juan Pablo II escribió para el cónclave tenían como primer objetivo evitar a los cardenales electores presiones del exterior o incluso desde el propio entorno de los electores.

La constitución apostólica «Universi Dominici Gregis», escrita por el Papa en 1996, castiga con la «excomunión latae sententiae» «a todos y cada uno de los cardenales» si aceptaran «de parte de cualquier autoridad civil, el encargo de proponer el veto» a alguno de los posibles candidatos (n. 80).

Es suficiente para incurrir en excomunión exponer el veto «bajo la forma de simple deseo», «tanto antes del comienzo de la elección como durante su desarrollo».

«Quiero que dicha prohibición se extienda a todas las posibles interferencias, oposiciones y deseos, con que autoridades seculares de cualquier nivel o grado, o cualquier grupo o personas aisladas, quisieran inmiscuirse en la elección del Pontífice», aseguraba el Papa en la constitución apostólica.

«Los Cardenales electores se abstendrán, además, de toda forma de pactos, acuerdos, promesas u otros compromisos de cualquier género, que los puedan obligar a dar o negar el voto a uno o a algunos», afirma el documento.

Si esto último sucediera, «incluso bajo juramento, decreto –añadió Juan Pablo II– que tal compromiso sea nulo e inválido y que nadie esté obligado a observarlo; y desde ahora impongo la excomunión «latae sententiae» a los transgresores de esta prohibición».

«Sin embargo –aclaró–, no pretendo prohibir que durante la Sede vacante pueda haber intercambios de ideas sobre la elección».

Los Cardenales también tienen prohibido «hacer capitulaciones antes de la elección, o sea, tomar compromisos de común acuerdo, obligándose a llevarlos a cabo en el caso de que uno de ellos sea elevado al Pontificado» (n. 82).

Estas promesas, aun cuando fueran hechas bajo juramento, también las declaró Juan Pablo II «nulas e inválidas».

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ZENIT Staff

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