CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 23 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió en la mañana de este viernes el Papa Benedicto XVI al nuevo embajador de México ante la Santa Sede, Luis Felipe Bravo Mena, al recibir sus cartas credenciales.
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Señor Embajador:
Me complace recibirle en este acto en el que me presenta las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de México ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el deferente saludo del Señor Presidente, Lic. Vicente Fox, al que correspondo rogándole que le transmita mis mejores votos de paz y bienestar para todo el pueblo mexicano.
Desde que en 1992 se establecieron relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, se han producido notables avances, en un clima de mutuo respeto y colaboración, que han beneficiado a ambas partes. Esto anima a seguir trabajando, desde la propia autonomía y las respectivas competencias, teniendo como objetivo prioritario la promoción integral de las personas, que son ciudadanos de la Nación y, la gran mayoría de ellos, hijos de la Iglesia católica.
En este sentido, como usted ha puesto de relieve, un Estado democrático laico es aquel que protege la práctica religiosa de sus ciudadanos, sin preferencias ni rechazos. Por otra parte, la Iglesia considera que en las sociedades modernas y democráticas puede y debe haber plena libertad religiosa. En un Estado laico son los ciudadanos quienes, en el ejercicio de su libertad, dan un determinado sentido religioso a la vida social. Además, un Estado moderno ha de servir y proteger la libertad de los ciudadanos y también la práctica religiosa que ellos elijan, sin ningún tipo de restricción o coacción, como lo han expresado muchos documentos del magisterio eclesiástico y, recientemente, el Episcopado mexicano en el comunicado «Por una auténtica libertad religiosa en México». «No se trata –se ha dicho- de un derecho de la Iglesia como institución, se trata de un derecho humano de cada persona, de cada pueblo y de cada nación» (10-8-2005).
Ante el creciente laicismo, que pretende reducir la vida religiosa de los ciudadanos a la esfera privada, sin ninguna manifestación social y pública, la Iglesia sabe muy bien que el mensaje cristiano refuerza e ilumina los principios básicos de toda convivencia, como el don sagrado de la vida, la dignidad de la persona junto con la igualdad e inviolabilidad de sus derechos, el valor irrenunciable del matrimonio y de la familia que no se puede equiparar ni confundir con otras formas de uniones humanas. La institución familiar necesita un apoyo especial, porque en México, como en otros Países, va mermando progresivamente su vitalidad y su papel fundamental, no sólo por los cambios culturales, sino también por el fenómeno de la emigración, con las consiguientes y graves dificultades de diversa índole, sobre todo para las mujeres, los niños y los jóvenes.
Una atención especial merece el problema del narcotráfico, que causa un grave daño a la sociedad. A ese respecto, hay que reconocer el esfuerzo continuo realizado hasta ahora por el Estado y algunas organizaciones sociales en la lucha contra esta terrible plaga que afecta a la seguridad y a la salud pública. No debe olvidarse que una de las raíces del problema es la gran desigualdad económica, que no permite el justo desarrollo de una buena parte de la población, llevando a muchos jóvenes a ser las primeras víctimas de las adicciones, o bien atrayéndolos con la seducción del dinero fácil procedente del narcotráfico y del crimen organizado. Por ello, es urgente que todos aúnen esfuerzos para erradicar este mal mediante la difusión de los auténticos valores humanos y la construcción de una verdadera cultura de la vida. La Iglesia ofrece toda su colaboración en este campo
Al considerar la historia de México se constata la vasta pluralidad de sus poblaciones indígenas, que durante siglos se han esforzado por conservar sus valores y tradiciones ancestrales. Como expresó mi querido predecesor el Papa Juan Pablo II en la canonización del indio Juan Diego en la Basílica de Guadalupe, «¡México necesita a sus indígenas y los indígenas necesitan a México!». En efecto, es preciso favorecer, hoy más que nunca, su integración respetando sus costumbres y las formas de organización de sus comunidades, lo cual les permita el desarrollo de su propia cultura y les haga capaces de abrirse, sin renunciar a su identidad, a los desafíos del mundo globalizado. Por ello, aliento a los responsables de las instituciones públicas a favorecer, desde una efectiva igualdad de derechos, la participación activa de los pueblos indígenas en la marcha y el progreso del País. Es una justa e irrenunciable aspiración, cuya realización fundamentará la paz, que ha de ser fruto de la justicia.
No puedo dejar de referirme también a las próximas elecciones del 2006, que representan una oportunidad y un desafío para consolidar los significativos avances en la democratización del País. Es de esperar que el proceso electoral contribuya a seguir fortaleciendo el orden democrático, orientándolo decididamente hacia el desarrollo de políticas inspiradas en el bien común y en la promoción integral de todos los ciudadanos, atendiendo especialmente a los más débiles y desprotegidos. A ello se han referido los Obispos de México en su Mensaje ante el inicio del proceso electoral. El título del mismo, Fortalecer la democracia reconstruyendo la confianza ciudadana, indica muy bien las necesidades de la hora presente.
Ciertamente, la actividad política en México ha de continuar ejerciéndose como un servicio efectivo a la Nación, con el fin de promover y garantizar las condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan desarrollar su vida en las mejores condiciones posibles. Se ha de fomentar el respeto a la verdad, la voluntad de favorecer el bien general, la defensa de la libertad, la justicia y la convivencia, en el marco del Estado de Derecho. Es largo el proceso a través del cual los pueblos se ejercitan en la corresponsabilidad propia de la democracia. Por ello son valiosos los esfuerzos gubernamentales, pero también los de tantas instituciones civiles y religiosas, universidades y asociaciones, orientados a fomentar una cultura de participación en la sociedad mexicana. La cohesión del tejido social se fortalece también cuando se presentan altos objetivos a los pueblos y se ponen a su alcance los medios para cumplirlos. Por eso, en el ámbito democrático, es urgente promover la creación de centros de formación ética y política en los que se aprendan y asimilen los derechos y deberes que incumben a cuantos quieren dedicarse al servicio de todos los ciudadanos.
Señor Embajador, al concluir este grato encuentro renuevo a usted y a su distinguida familia mi más cordial bienvenida, formulando los mejores votos por el éxito de la misión que ahora inicia en beneficio de las buenas relaciones existentes entre México y la Santa Sede. Pido fervientemente a Nuestra Señora de Guadalupe que proteja al querido pueblo mexicano para que siga progresando por los caminos de la solidaridad y de la paz.
[Texto original en español]