CASTEL GANDOLFO, viernes, 23 septiembre 2005 (ZENIT.org–El Observador).- Publicamos las palabras que dirigió este viernes el cardenal Norberto Ribera Carrera, arzobispo de México, en la audiencia que Benedicto XVI concedió a los obispos mexicanos del tercer grupo en visita «ad limina apostolorum».
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Padre Santo: ante todo queremos decirle que nos llenó de alegría cuando al inicio de su Pontificado Usted visitó a Nuestra Señora de Guadalupe y San Juan Diego en su monumento que está en los jardines del Vaticano.
Me cabe el honor de saludar a Su Santidad a nombre de mis hermanos, Obispos de cuatro Provincias Eclesiásticas de México, que hemos venido ante Su Santidad para presentarle nuestro filial respeto y rendirle cuentas de nuestra administración (cfr. Lc 15, 2).
Esta administración, al igual que la de todas las diócesis de la tierra, es una grave y amorosa carga, pero, en nuestro caso, la sentimos hoy más que nunca honrosa y delicada, porque se trata de una tierra que su amado antecesor, Juan Pablo II, reconoció fecundada por sangre de mártires y bendecida por un acontecimiento único en la Historia, puesto que María Santísima asumió personal y activamente el ser nuestra evangelizadora, y la de todo nuestro Continente, en lo que llamamos el «Acontecimiento Guadalupano», calificado por él como «un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada», y canonizó a su principal protagonista humano.
En efecto, a las puertas de la ciudad de la que hoy soy indignamente cuadragésimo cuarto Obispo, María Santísima en persona vino al encuentro de nuestros padres españoles e indios; para decirlo de alguna manera, con intachable ortodoxia teológica, se presentó como criatura favorecida con el sublime privilegio de ser Madre de Dios y nuestra, y por ello pidió un templo para en él darnos a su Hijo, que es «todo su amor, compasión, protección y amparo» (N. M. v. 28), pero exigiendo terminantemente que esto se hiciera sólo con el consentimiento y supervisión de su Hijo en nuestra tierra, o sea del entonces primer Obispo, Fray Juan de Zumárraga, a quien Ella, Reina del Cielo, se sometía incondicionalmente.
Gracias a Dios, y a ese ejemplo que Ella nos brindó, en nuestra tierra se sigue venerando en esa forma la figura sacerdotal, y muy especialmente la episcopal, por lo que esa administración nuestra, de la que ahora nos honramos en venir a dar cuentas a Su Santidad, continuador antonomástico de la presencia jerárquica del Hijo que Ella veneró y nos enseñó a amar y venerar, reviste para nosotros un peso muy especial, de modo que, para cuyo mejor desempeño, rogamos a Su Santidad nos ilustre y nos ayude a mejorarlo con sus iluminadas observaciones, mismas que intentaremos acatar nosotros con la misma docilidad y prontitud con que Fray Juan de Zumárraga y San Juan Diego Cuauhtlatoatzin nos enseñaron a acatar las de Aquel de quien Su Santidad es Vicario, Jesucristo nuestro Señor.
No quiero terminar sin subrayar que, si la figura sacerdotal y episcopal es entre nosotros tan venerada, la de Su Santidad lo es a un grado verdaderamente digno del Vicario de Cristo, como pudo comprobarlo su amadísimo antecesor, y esperamos que Su Santidad mismo lo constate, si podemos merecerle la honra de su visita, a la que desde ahora le invitamos desde lo más profundo de nuestro corazón filial.
Agradecemos de corazón el afecto paternal, fraternal, amical y pastoral que nos ha brindado. No queremos regresar a nuestra patria sin decirle que nosotros también lo amamos, y lo amamos mucho. Gracias por confirmarnos en la fe, gracias por haber aceptado el llamado de Cristo a apacentar su Iglesia al inicio de este Tercer Milenio.