«Humanitas», diez años de diálogo entre fe y cultura

Habla el director de la revista cultural, Jaime Antúnez Aldunate

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ROMA, miércoles, 28 septiembre 2005 (ZENIT.org).- Una década de diálogo entre fe y cultura. Así se puede definir el décimo aniversario que ahora celebra «Humanitas», una de las revistas culturales católicas más prestigiosas del mundo, cuya redacción central se encuentra en Santiago de Chile.

Al entrar a su página web (www.humanitas.cl) nos encontramos con una impresionante cantidad de saludos recibidos por ocasión de su décimo aniversario.

Notables, asimismo, ya sea por la variedad de su origen –Boston (Massachussets), Penco (Chile austral), Angers (Francia), Bolonia (Italia), etc.– como por la importancia de las personas que los suscriben: cardenales, arzobispos, abades de Argentina o de España, teólogos, filósofos, historiadores, miembros de distintas academias y universidades, directores de medios, estudiantes, seminaristas, profesionales…

Encabeza, por su parte, esta importante lista, el afectuoso mensaje del Secretario de Estado de Su Santidad, el cardenal Angelo Sodano.

La oportunidad es propicia para entrevistar a quien es director de «Humanitas» desde su misma fundación, don Jaime Antúnez Aldunate, conocido antes por su trayectoria periodística en el diario «El Mercurio» de Santiago –donde fue editorialista y director del cuerpo dominical de cultura– y especialmente por la entrevistas que realizara en los más variados lugares del mundo a grandes personalidades culturales de nuestro tiempo.

Esas conversaciones dieron luego origen a una serie de libros subtitulados «Crónica de las ideas» (Ediciones Encuentro, Madrid; y Universidad Católica y Zigzag, Santiago de Chile).

Doctor en Filosofía, miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile y miembro correspondiente de otras academias similares fuera de Chile, como la Real de Ciencias Políticas y Morales en España, Antúnez revive la aventura de estos diez años con Zenit.

–Por la experiencia de estos años, ¿cree que es posible superar el «divorcio» entre fe y cultura?

–Jaime Antúnez: Con la gracia de Dios, no podemos negar que esto y mucho más es perfectamente posible. Y así, superado ese «divorcio», podría también decididamente avanzarse hacia una situación –como se ha visto tantas veces y en tantos lugares a través de dos mil años de cristianismo– en que la fe en Cristo se constituya en la «clave de bóveda» de la cultura. La íntima relación entre fe y cultura es algo, por lo demás, que se aprecia en la génesis y desarrollo de todas las más grandes y antiguas civilizaciones.

–Pero en el ambiente fuertemente secularista que domina en nuestro tiempo, donde en muchos países marcados por un pasado cristiano, también los iberoamericanos, se desarrollan acciones político-culturales de agresivo sesgo laicista, ¿no le parece esto muy lejano a la realidad?

–Jaime Antúnez: En la misma medida en que es difícil y adversa la atmósfera dominante, hay muchas personas y núcleos de cristianos que van tomando conciencia del problema y actuando en consecuencia. La existencia y desarrollo de una cultura es algo que no se limita y que está mucho más allá del espectáculo, el evento o de la farándula, que concentran fuertemente la atención de los medios de comunicación en nuestro tiempo. Es un error confundir este plano con lo que propiamente la filosofía llama cultura. A bastante distancia de todo ello, los verdaderos trazos de lo que es una cultura los encontramos en un horizonte que nos trasciende y que en ese mismo sentido nos invita a ser genuinamente libres. Lo dijo de magnífica manera Juan Pablo II en su discurso ante la Asamblea General de la ONU en 1995: «Toda cultura es un esfuerzo de reflexionar sobre el misterio del mundo y en particular del hombre: es un modo de manifestar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de todos los misterios: el misterio de Dios».

–¿En que sentido dice usted que la cultura nos invita a ser libres? ¿Acaso no hay presente en lo anterior un condicionamiento ideológico?

–Jaime Antúnez: Muy por el contrario. Una ideología, en el sentido moderno de la palabra, es algo diferente de la fe, aunque tienda a copar las mismas funciones sociológicas. La ideología es una obra de hombres, un mecanismo por el cual la voluntad política procura conscientemente amoldar la tradición social a sus designios. Pero la fe mira más allá del mundo del hombre y sus obras; lleva al hombre a un grado de realidad más alto y más universal que el mundo temporal y finito al que pertenecen el Estado y el orden económico. Y por eso mismo, introduce en la vida humana un elemento de libertad espiritual que puede tener influencia creadora y transformadora ya sea en la vida interior de cada persona, bien como en la cultura social de los hombres y en su destino histórico.

–¿Cómo se da esto en una sociedad predominantemente liberal, como la que se impone hoy en casi todo el orbe?

–Jaime Antúnez: Una cultura es una forma de vida organizada que se apoya en una tradición común y que está animada por un ambiente común. En este sentido es como la forma de la sociedad. Mientras más fuerte es una cultura –tal como lo palpamos en el arte del renacimiento, por ejemplo, y en tantas manifestaciones a través del tiempo– dicha cultura forma y transforma más completamente el contexto humano diverso en que se encarna. Una sociedad sin cultura es una sociedad informe.

Creo que hay un factor inherente a las sociedades liberales en que vivimos hoy, en que es obligatorio reparar. Es el hecho de que estas sociedades no ofrecen para la vida un sentido concreto, por ejemplo una justificación del sufrimiento y de los temores de la gente. Estas sociedades tampoco disponen de un proyecto para el porvenir, capaz de movilizar las conciencias, y dejan al individuo exclusivamente a merced de sus propios conceptos, en términos de satisfacción privada personal.

Esta situación nos hace meditar, pues está a la vista que los grandes frutos de la cultura y de la civilización han descansado desde siempre en la fortaleza de esa dimensión espiritual y religiosa de la realidad, y que en su falencia encontramos también el origen de las decadencias y hasta de las grandes tragedias que enseña la historia. Pidiendo la palabra prestada a ese gran pensador británico de la cultura y de la historia que es Christopher Dawson, se diría que cuando decae la dimensión mística y profética de una cultura, su misma religión incluso «se vuelve secular, es absorbida en la tradición cultural hasta tal punto que se identifica con ella, y finalmente llega a ser sólo una forma de actividad social y acaso hasta sierva o cómplice de los poderes de este mundo». Mucho de esto pasa hoy día también.

–Desde la perspectiva de la cultura y considerando un contexto como el actual –unificado, organizado y controlado por el conocimiento y las técnicas científicas–, ¿qué desafío advierte para la religión, y en particular para las grandes religiones universales?

–Jaime Antúnez: Lo ha descrito y analizado el mismo Dawson, a cuyo juicio –y esto lo expuso ya en los años cuarenta– todas ellas sobreviven y continúan influyendo en la vida humana, pero todas ellas han perdido la relación orgánica con la sociedad, que se expresaba en la síntesis tradicional de religión y cultura, ello tanto en Oriente como en Occidente. De lo cual concluye el filósofo británico que la que tenemos ante nuestros ojos es la secularización más completa, intensa y amplia que el mundo haya conocido y que, en tal sentido, lo que va prevaleciendo como cultura no es de ningún modo una cultura en el sentido tradicional, es decir, no es un orden que reúna tod
os los aspectos de la vida humana en una comunidad espiritual viva.

–¿Es este juicio también válido para el ámbito del Islam?

–Jaime Antúnez: Lo es, pues por fuerza de los hechos sufre los mismos efectos. Entre tanto, en esto habría que tener muy en cuenta que la visión del Islam contemporáneo que nos entregan los medios de comunicación, mucho más que la de una religión, es la de una ideología. Ideología en la cual los factores de violencia que anidan son incluso bastante más occidentales que autóctonos.

–Desde el marco de unificación tecnocrática que contemporáneamente predomina, ¿es posible, sin renunciar al progreso científico, recuperar la unidad espiritual de la cultura?

–Jaime Antúnez: Debería serlo. Pues ese progreso científico-técnico que hoy vemos dominar el orbe, sentó sus bases y tuvo su inicio y primer impulso en una cultura profundamente espiritual y religiosa, como la cristiano-occidental.

Pero de lo que se trataría es de recuperar esa unidad y no de reemplazarla. Y digo esto, pues precisamente lo característico de la actual era tecnocrática es la ausencia de dicha unificación. Al contrario de ella, se vive hoy en el predominio casi sin contrapeso de la fragmentación. Habitamos, en efecto, una sociedad «acéntrica», como la ha denominado Luhmann, indicando con esto la carencia de una representación del todo en el todo, como existía en las sociedades en que la religión asumió naturalmente dicha representación. Así por ejemplo, y muy particularmente, en la sociedad y en la cultura cristiana, cuya piedra angular es Cristo, «revelación del misterio del Padre y de su amor, el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, y que manifiesta plenamente al propio hombre descubriéndole la sublimidad de su vocación», como enseña el Concilio y recuerda la encíclica «Redemptor hominis».

A vista de todo lo anterior –con los matices que corresponden a cada época– no parece entonces osado afirmar que, así como una sociedad que pierde su religión se convierte más tarde o más temprano en una sociedad que pierde su cultura, también parece verdadero afirmar que es por excelencia el impulso religioso el que proporciona la fuerza cohesiva unificadora de una sociedad y de una cultura.

–¿Cómo actuar en orden a esa recuperación?

–Jaime Antúnez: Habría que descartar las «soluciones técnicas» tan propias de nuestra mentalidad contemporánea. Más que ello se trata de una cuestión de conciencia. De tomar conciencia para luego proceder en conciencia.

Conciencia, en primer lugar, de la hondura y gravedad de ese grito desgarrador de Pablo VI cuando advierte como la gran tragedia de nuestro tiempo la ruptura o divorcio entre la fe y la cultura. Conciencia de lo dicho por Juan Pablo II ese día de mayo de 1982 en que firmó la creación del Consejo Pontificio de Cultura: «una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad». Conciencia, luego, del mandato entregado hace quince años atrás a la Universidades Católicas por la Constitución Apostólica «Ex Corde Ecclesiae» y de la inmensa esperanza depositada en ella. Conciencia, por fin, de lo dicho por Benedicto XVI en el Subiaco, al concluir la última conferencia que pronunciara en su condición de cardenal de la santa Iglesia, evocando la figura de San Benito: «Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y a quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás. Sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede volver entre los hombres».

–¿Cuál fue el sueño por el que nació «Humanitas»?

–Jaime Antúnez: En un plano espiritual y doctrinal, diría que en gran y principal medida por causa de todo lo anterior. En el plano histórico y concreto, por la profética determinación de quienes hace diez años ocupaban tanto la rectoría de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el doctor Juan de Dios Vial Correa, como su Gran Cancillería, el recordado cardenal Carlos Oviedo Cavada. Sería justo agregar a ellos, en cierto modo, el nombre del entonces Nuncio Apostólico de Su Santidad en Santiago, monseñor Piero Biggio. Fueron ellos quienes, en 1995, en el momento en que empezaba a experimentarse un fuerte giro cultural en Chile, palpable en los medios de comunicación y en nada ajeno a lo comentado, tomaron la consciente decisión de salvar del naufragio una larga tradición de periodismo cultural de inspiración antropológica cristiana que existía en Chile y, poniéndola bajo el alero de la Universidad, potenciarla cuanto se pudiera. Creo que por parte de las mencionadas personas esta determinación respondió a algo que debe entenderse como un genuino discernimiento de los signos de los tiempos.

–¿Recuerda alguno de los momentos más difíciles de estos diez pasados años?

–Jaime Antúnez: Sí, recuerdo varios, como bien es de suponer. Arriesgándome a ser infidente, y con alguna duda de si acaso es llegado el momento de contar ciertas cosas, le narraré sin embargo un episodio a mi juicio crucial.

Cuando el recorrido de «Humanitas» tenía apenas dos años y se daban pasos muy decisivos en orden a la sustentación material del proyecto y para afianzar su imagen pública o su «posicionamiento», como gustan decir los técnicos en publicidad, hubo momentos de fuerte presión sobre la dirección de la revista para cambiar de línea y transformar el estilo que la caracterizaba desde su fundación.

Las razones aducidas eran múltiples y hasta contradictorias: era tan buena la revista, se decía, que había que adaptarla a un lenguaje que entendieran también las grandes masas. Ello supondría, a nadie se le ocultaba, que debía adoptarse un tratamiento más ligero o «light» de las temáticas que nos preocupaban. Desde luego no parecía posible asumirse esta posición y a la vez identificarse como una revista en la que figuraran habitualmente escritos de Ratzinger, Spaemann, Juan de Dios Vial Larraín o Pedro Morandé. Se nos insistía, asimismo, que para el buen servicio de la cultura cristiana era preferible un lenguaje más aséptico en lo religioso, que descansase en argumentos puramente racionales o prácticos.

Fue en esas circunstancias que, por diversas razones que no interesa detallar, llegué un día hasta el Palacio del Santo Oficio para una audiencia con el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger.

La conversación se veía en cierto modo avalada por tres largas entrevistas que había realizado anteriormente a Su Eminencia para el diario «El Mercurio» de Santiago, con ocasión de la visita apostólica del Santo Padre a Chile, bien como de viajes del mismo señor cardenal al país y al continente. A cierta altura de la reunión, consideré conveniente exponerle, con toda franqueza y espíritu filial, lo que sucedía y que constituía para mí una preocupación central respecto del futuro de «Humanitas», declinando desde luego en su respuesta el camino a seguir. El cardenal Ratzinger, a cuyo lado estaba sentado, escuchó con fija atención mi relato y cuando terminé, guardando un momento de silencio, se acercó más, y con una mirada firme y fija a los ojos –como queriendo que su interlocutor no olvidara lo que iba a decir– expresó con tono suave y a la vez categórico: «Siga exactamente en la línea en que han comenzado y no preste oídos nunca, y por ningún motivo, a la influencia de las fuerzas ideológicas del secularismo al interior de la Iglesia». Confieso que la escena vivida me impresionó hondamente y que la vez me infundió mucha fortaleza y confianza.

Acto seguido se produjo una situación de no po
co significado en relación a lo hablado. Conté al cardenal que su gran amigo, el filósofo católico alemán Robert Spaemann, había sido invitado a Santiago por «Humanitas» y que recibiría el doctorado «honoris causae» por parte de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre sorprendido y contento, la información le hizo sonreír profundamente. La noticia, en realidad, estaba precisamente en la línea de lo que nos interesaba afirmar. «Pero si justamente Spaemann está ahora en la sala de espera y lo recibiré en seguida que terminemos», me explicó. Concluida nuestra conversación, salimos pues a saludar a Spaemann y así, mi despedida de quien más tarde sería Benedicto XVI, tuvo lugar en este contexto de calidez, amistad y afirmación de sendas futuras.

–¿Cuál ha sido la alegría más grande que se ha llevado en estos diez años de «Humanitas»?

–Jaime Antúnez: Muchas y muy variadas. En el plano institucional, la comprobación, casi nada más partir con la publicación de la revista –impresión acrecentada al cabo de los años– de que en el mundo de habla hispana existe un importante «corpus» de lectores interesados y hasta ávidos de poder reflexionar en torno a textos como los que entrega «Humanitas».

En un plano más personal, la publicación de uno de los más logrados números de «Humanitas», como fue el n° 31, de julio-septiembre 2003, íntegramente dedicado a Juan Pablo II, con motivo de su jubileo pontifical. Y luego, por supuesto, el feliz y privilegiado momento en que, como director de la revista, le entregué personalmente esta edición en una audiencia en el Vaticano, último contacto directo con él antes de su partida a la casa del Padre.

En el ámbito de lo más reciente, debería también mencionar la alegría producida no sólo a los editores sino a un vasto universo de lectores, por la grata sorpresa que diera «Humanitas» al publicar, justo a un mes de iniciado el pontificado de Su Santidad Benedicto XVI, un número especial, de tirada record, incluyendo más de doce textos suyos, la mayoría de los cuales aparecidos ya en las páginas de nuestra revista a lo largo de los pasados diez años.

–Dentro de diez años, ¿qué objetivo le gustaría alcanzar?

–Jaime Antúnez: Lo primero, en un plano mayor, ver sólidamente afianzada la continuidad del equipo editor de «Humanitas» en un trabajo capaz de sostener la calidad editorial de la revista, tal como ella ha sido hasta ahora; pero muy principalmente, capaz de mantenerla, más allá de cualquier tormenta, fiel a su propósito fundacional, providencialmente explicitado y afianzado por las palabras salidas de los mismos labios de Benedicto XVI, según se lo relaté.

En un plano más concreto y práctico, dar por fin un verdadero y fuerte impulso a nuestra presencia en Internet, lo cual debería pasar, así lo espero, por un fraternal y bien pensado interactuar con la agencia Zenit…

Por Jesús Colina

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ZENIT Staff

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