ROMA, martes, 14 marzo 2006 (ZENIT.org). Acaba de salir en italiano el libro escrito por Rosa Alberoni: «La expulsión de Cristo» («La cacciata di Cristo», editorial Rizzoli) en el que se presentan los horrores creados por las ideologías que han querido rechazar a Cristo en la historia.
En concreto, la profesora Alberoni, profesora de Sociología General en la Universidad Libre de Lenguas y Comunicación (IULM) de Milán, describe el jacobinismo, el comunismo y el nazismo como tres consecuencias de esta animadversión contra el cristianismo.
El libro parte de la consideración, expresada en diversas ocasiones por los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, de que «la historia ha ampliamente demostrado que luchar contra Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad atemorizada y empobrecida hacia opciones sin futuro».
La profesora Alberoni, que también es periodista y escritora, publica semanalmente un artículo en «Il Corriere della Sera», el diario de mayor tirada de Italia.
–En su libro sostiene que la Ilustración y, sobre todo demagogos como Jean-Jacques Rousseau, han tenido por objetivo eliminar a Dios, negar a Cristo, legitimar la dictadura, anular a los individuos y difundir el paganismo. ¿Puede explicarnos por qué hace un juicio tan drástico?
–Rosa Alberoni: No es un juicio, es una constatación incontestable. Es historia. Y la historia es obstinada porque muestra los hechos: los campos de concentración, la arrogancia de los dictadores como Robespierre, Stalin y Hitler, no son más que la aplicación de los modelos de sociedad propuestos por Rousseau y por Marx. Por otra parte, basta leer todo lo que Rousseau escribe en sus obras políticas: «Discurso sobre el origen de la desigualdad» y en el «Contrato social» para verificar la monstruosidad de su pensamiento.
En la historia de la expulsión de Cristo de Europa, el puesto más eminente hay que dárselo a Rousseau, el cabeza de los anticristos. Con la idea del buen «salvaje», el filósofo francés niega la Creación hecha por Dios y la Redención del hombre por Cristo, y rechaza todo progreso histórico, porque sería expresión de corrupción y degeneración. Para Rousseau, las causas primeras de la degeneración del buen «salvaje» son nada menos que el uso de la libertad y la familia.
En su obra el «Contrato social», el filósofo francés diseña una sociedad inhumana, donde los hombres «ceden», sin posibilidad de vuelta atrás, toda su humanidad al «Cuerpo soberano», que gobierna mediante una divinidad abstracta que es la «Voluntad general». Así un pueblo debe inmolarse para tener en cambio la esclavitud más feroz. Una forma de esclavitud que nunca existió antes en la historia de la humanidad. Ni siquiera Moloch, el dios babilonio de los sacrificios humanos, pedía tanto. Hoy sabemos que el concepto de «Voluntad general» de Rousseau dio legitimidad al totalitarismo, un modelo tomado como ejemplo por las peores dictaduras del siglo XX: comunismo y nazismo.
La Revolución francesa no fue sólo una guerra entre aristocracia y burguesía naciente, sino también una guerra contra el cristianismo. Una guerra para apoyar las divinidades e ídolos de una nueva religión, llamada «de las luces», siempre con la intención de expulsar a Cristo y su mensaje revolucionario y redentor. Rousseau, Condorcet, Robespierre, negaron a Dios y expulsaron a Cristo, presentándonos primero un dios de los deístas, indeterminado, sin nombre, sin una historia sagrada, luego nos presentaron el dios de los masones, el Gran Arquitecto del Universo, con muchas divinidades. El cuerpo soberano, identificado con la República, la «Voluntad general» de Rousseau, por último, la «diosa razón» de los jacobinos, a quien incluso se le tributa culto público. Todos estos dioses tienen un solo adversario: la Iglesia de Cristo.
Querría recordar que el 6 de octubre de 1793, la Convención francesa abolió la datación cristiana y la sustituyó por la revolucionaria. Para los revolucionarios franceses, la historia no empieza con Cristo sino con la República Francesa y la diosa razón. En cuanto a la historia de la ciencia, quizá hoy se olvida que la ciencia moderna nació sobre los principios de la civilización cristiana. Y que Copérnico, Galileo, Kepler, Newton y Pascal eran todos creyentes cristianos.
–Usted sostiene que Jesús es el más grande revolucionario de la historia, ¿por qué?
–Rosa Alberoni: Porque Jesús proclama que todos los hombres son hermanos y por tanto iguales ante el Padre celeste. De este modo, Cristo elimina las barreras de la dignidad humana, puestas desde los orígenes de la historia entre nobles y plebeyos, fuertes, sanos y guapos, y lisiados y marginados. Con su revelación, Jesús da a cada uno la certeza de que el Padre ama a todos los hijos del mismo modo.
Al Padre no le interesan las diferencias físicas, raciales, sociales, culturales de los propios hijos sino sólo la pureza de su corazón, su actuación en la tierra. Porque el suyo es un Reino del Espíritu, que es eterno, y no de la materia contingente.
Jesús conquista primero el corazón y luego la mente de los hombres, saca de sus goznes a la antigua mentalidad pagana, revoluciona la esencia del ser humano y de su ser en el mundo. El adviento de Cristo ilumina el progreso terrestre con la esperanza: los creyentes tienen la esperanza de que venimos de Dios y a Dios volveremos. El paso por la tierra es una peregrinación, una prueba para reconquistar el Paraíso perdido. Cualquiera puede redimirse con sus propias acciones y con actos de amor. Pero incluso para quien no cree, el itinerario histórico está lleno de sentido porque sabe que lo que cumple y produce en el tiempo es útil par el porvenir.
El cristianismo rompe los ciclos de la mentalidad pagana, rechaza el hado y con él la idea del carácter inevitable de la destrucción de las civilizaciones, y confía a la responsabilidad del hombre el propio porvenir, además de asegurarlo con la presencia constante de la Providencia. El cristianismo da un sentido y una meta a la vida terrena.
–¿Se puede de verdad expulsar a Cristo de la historia?
–Rosa Alberoni: A Cristo no, pero a los cristianos, sí. Tenemos hoy otras civilizaciones que ven a las naciones que han construido una civilización cristiana desde hace dos mil años, sobre todo en Europa, como un territorio a conquistar. Y en consecuencia hace falta que los hijos de la civilización cristiana, creyentes y no creyentes, se despierten y defiendan la propia identidad, es decir la propia cultura y tradición, que está seriamente amenazada. Si cedemos a la tentación del miedo y el relativismo, pronto acabaremos siendo esclavos. Y muchos serán mártires como ya sucedió con el jacobinismo, el comunismo y el nazismo.
–¿Ha leído la encíclica «Deus caritas est» de Benedicto XVI?
–Rosa Alberoni: El amor es la cosa más grande. Estar enamorados, pensar juntos, construir la casa y la familia, pensar en el futuro, todo esto ha sido descrito por mi marido [Francesco Alberoni, uno de los sociólogos más famosos de Italia, ndt.] como el amor verdadero que transfigura. Es natural que los jóvenes sientan atracción mutua, pero no se debe confundir la infatuación con el amor. Y, leyendo «Deus caritas est», puedo decir que nunca he visto a un autor que conozca tan bien y que haya descrito tan profundamente lo que es el amor. Nunca he encontrado una obra tan clara sobre el amor como la encíclica del Papa Benedicto XVI. El pontífice es verdaderamente un gran escritor y la limpieza de su pensamiento es extraordinaria.