Homilía del Papa en la misa de entrega del anillo a los 15 nuevos cardenales

CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 26 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI durante la celebración eucarística que concelebró este sábado junto a los quince nuevos cardenales, en la que les entregó el anillo cardenalicio.

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Señores Cardenales y Patriarcas,
Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
¡Queridos hermanos y hermanas!

Para mí es una gran alegría presidir esta concelebración con los nuevos cardenales, después del consistorio de ayer, y considero providencial que se desarrolle en la solemnidad litúrgica de la Anunciación del Señor, y bajo este sol que nos da el Señor. En la Encarnación del Hijo de Dios reconocemos el origen de la Iglesia. De ahí, todo proviene. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben restablecerse de esta fuente originaria. Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Siempre le celebramos a Él: el Enmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se cumple la Voluntad salvífica de Dios Padre. Y al mismo tiempo, (hoy contemplamos este aspecto del Misterio), la Fuente divina fluye a través de un canal privilegiado, la Virgen María. Con una imagen elocuente, san Bernardo habla en este sentido de «aquaeductus» (Cf. «Sermo in Nativitate B.V. Mariae»: PL 183, 437-448) «acueducto». Por tanto, al celebrar la Encarnación del Hijo, no podemos dejar de venerar a la Madre. A Ella se dirigió el anuncio del ángel, Ella lo acogió y, cuando desde lo profundo del corazón respondió: «Aquí estoy… hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1, 38), el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.

De generación en generación sigue permaneciendo viva la maravilla ante este inefable misterio. San Agustín, dirigiéndose con su imaginación al ángel de la Anunciación, pregunta: «Dime, ángel, ¿por qué le ha sucedido esto a María?». La respuesta, dice el mensajero, está contenida en la mismas palabras del saludo: «Salve, llena de gracia» (Cf. Sermón 291,6). De hecho, el ángel, «entrando donde estaba Ella», no la llama con el nombre terreno, María, sino con su nombre divino, así como Dios la vio siempre y la califica: «llena de gracia», «gratia plena», que en el original griego es «kejaritoméne», «amada». Orígenes observa que nunca se dirigió un título similar a un ser humano, y que no tiene comparación en toda la sagrada Escritura (Cf. «In Lucam» 6, 7). Es un título expresado en forma pasiva, pero esta «pasividad» de María, que desde siempre y para siempre es la «amada» del Señor, implica su libre consentimiento, su personal y originaria respuesta: al «ser amada», al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con personal disponibilidad la ola del amor de Dios que se derrama sobre Ella. También en esto Ella es discípula perfecta de su Hijo, que en la obediencia al Padre realiza plenamente la propia libertad. En la segunda lectura hemos escuchado la estupenda página en la cual el autor de la Carta a los Hebreos interpreta el Salmo 39 precisamente a la luz de la Encarnación de Cristo: «al entrar en este mundo, Cristo dice: … He aquí que a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hebreos 10, 5-7).

Ante el misterio de estos dos «aquí estoy», el «aquí estoy» del hijo y el «aquí estoy de la Madre, que se reflejan el uno en el otro y forman un único «amén» ante la voluntad del amor de Dios, nosotros nos quedamos atónitos y, llenos de reconocimiento, adoramos.

¡Qué gran don, hermanos, poder vivir esta sugestiva celebración en la solemnidad de la Anunciación del Señor! Cuánta luz podemos sacar de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia. En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡cuánto apoyo podréis obtener para vuestra misión de eminente «senado» del sucesor de Pedro! Esta providencial coincidencia nos ayuda a considerar el evento de hoy, en el cual resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz del otro principio, el mariano, que es aún más originario y fundamental. La importancia del principio mariano en la Iglesia ha sido subrayada particularmente después del concilio, por mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema «Totus tuus». En su planteamiento espiritual y en su incansable ministerio se manifestó a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia. Más que nunca esta presencia materna fue experimentada por él en el atentado del 13 de mayo de 1981 en la Plaza de San Pedro. En recuerdo de aquel trágico acontecimiento quiso que un mosaico de la Virgen dominara, desde lo alto del Palacio Apostólico, la plaza de San Pedro, para acompañar los momentos culminantes y la trama ordinaria de su largo pontificado, que precisamente hace un año entraba en su última fase, dolorosa y al mismo tiempo triunfal, verdaderamente pascual.

La imagen de la Anunciación, como ninguna otra, nos hace percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, la alianza entre Dios y la humanidad ha sido sellada en modo perfecto. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y el de sus sucesores, está «custodiado» bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su «sí» a la voluntad de Dios. Se trata de un lazo que en todos nosotros tiene, naturalmente, una gran resonancia afectiva, pero que tiene antes que nada, un valor objetivo. Entre María y la Iglesia existe, de hecho, una connaturalidad que el Concilio Vaticano II ha subrayado fuertemente con la acertada elección de colocar el tratado sobre la beata Virgen al concluir la Constitución sobre la Iglesia, la «Lumen gentium».

El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano lo podemos reencontrar también en el símbolo del anillo, que dentro de poco os entregaré. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros lo habéis ya recibido en el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (Cf. «Rito de la ordenación de los obispos»). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, tiende a confirmar y reforzar este compromiso, a partir una vez más de un don nupcial, que os recuerda, ante todo, que estáis íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia. Que recibir el anillo sea, por lo tanto para vosotros, como renovar vuestro «sí», vuestro «Aquí estoy», dirigido al mismo tiempo al Señor Jesús, que os ha elegido y constituido, y a su santa Iglesia, a la que habéis sido llamados a servir con amor esponsal. Las dos dimensiones de la Iglesia, mariana y petrina, se encuentran, por tanto, en lo que constituye el cumplimiento de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad, el carisma «más grande», el «camino más excelente », como escribe el apóstol Pablo (1 Corintios 12, 31; 13,13).

Todo pasa en este mundo. En la eternidad sólo queda el Amor. Por este motivo, hermanos, aprovechando del tiempo propicio de la Cuaresma, comprometámonos a verificar que cada uno de los aspectos de nuestra vida personal y de la actividad eclesial de la que formamos partes, esté impulsado por la caridad y tienda a la caridad. En esto también nos ilumina el misterio que hoy celebramos. De hecho, el primer acto que María cumplió después de haber acogido el mensaje del ángel, fue el de dirigirse «de prisa» a casa de su prima Isabel, para prestarle su servicio (Cf. Lucas 1, 39). Fue una iniciativa de auténtica caridad, humilde y valiente, movida por la fe en la Palabra de Dios y por el impulso interior del Espíritu Santo. Quien ama se olvida de sí mismo y se pone al servicio del prójimo. ¡Esta es la imagen y el modelo de la Iglesia! Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por los caminos del amor. Éste es el camino por el que he querido emprender mi pontificado invitando a todos, con la primera encíclica, a edificar la Iglesia en la caridad, como «comunidad d
e amor» (Cf. «Deus caritas est», segunda parte). Para poder alcanzar este objetivo, venerables hermanos cardenales, vuestra cercanía, espiritual y activa, me es de gran sostén y consuelo. Y por esto os doy las gracias, invitándoos a todos vosotros, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, a uniros en la invocación del Espíritu Santo, para que el Colegio de los cardenales arda cada vez más con la caridad pastoral, para ayudar a toda la Iglesia a irradiar en el mundo el amor de Cristo, para honor y gloria de la Santísima Trinidad. ¡Amén!.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit.
© Copyright 2006 — Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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