MADRID, domingo, 2 abril 2006 (ZENIT.org–Veritas).- Al intervenir en el Quinto Foro Intercontinental organizado por Manos Unidas sobre los efectos de la globalización en los países menos desarrollados, el fundador de la Comunidad de San Egidio, el profesor Andrea Riccardi, manifestó que «los cristianos son una preciosa reserva para hacer menos inhumano este mundo».
En su conferencia, titulada «Los desafíos de la vida, el pan y la paz en el mundo global», Riccardi, quien es también un historiador de prestigio, expresó que «nosotros los cristianos no hemos renunciado a cambiar el mundo».
«El Evangelio de Jesús traza el camino: es el camino del Maestro, que no pasó indiferente ante los enfermos, los leprosos, los cojos, los hambrientos, los muertos, o las lágrimas de las mujeres y el dolor de un padre. Jesús se conmovió ante ellos», dijo.
Riccardi recordó que para los cristianos «una sola vida, aunque se esté apagando, es de un valor precioso» y añadió que «quien salva una vida frágil, cambia el mundo».
El fundador de San Egidio expresó también su convicción de que «la fe es el corazón de todo amor hacia los hombres: «todo es posible para el que tiene fe». Sin fe la solidaridad languidece, es incapaz de atravesar el umbral de lo que normalmente se define como imposible. Se renuncia a amar, a cambiar, a ayudar».
En cambio, «la fe nos mantiene firmes en el amor imposible: es posible amar incluso a quien nos resulta hostil. La fe conserva el amor entre las dificultades de un mundo a veces duro y sin corazón».
En este contexto, denunció que «nuestras sociedades occidentales están enfermas de «victimismo» y son poco capaces de pensar en términos de don o sacrificio por el otro».
Riccardi precisó esta idea: «Además, los dolores lejanos hoy encuentran una acogida muy modesta en el discurso político. Hoy, para ser capaz de atraer consenso, la política debe girar alrededor del “yo”, mimarlo, prometerle expansión. Vivimos en un escenario político dominado por la dictadura de lo inmediato. Los largos plazos y lo lejano interesan poco y no rentan casi nada».
«Aún encontrándose en una fase en que la occidentalización se presenta vencedora, nuestros países europeos occidentales han escogido, sin embargo, concentrarse en lo inmediato, en ellos mismos, reduciendo el compromiso con las cuestiones internacionales».
El papel de los cristianos en el norte del hemisferio
El fundador de San Egidio sostiene que los cristianos tenemos «un mensaje que se dirige al corazón del mismo Norte: que no hay un gran futuro cerrándose en sí mismo».
«Estamos llamados a inquietar a nuestros compatriotas. ¿Se puede vivir sólo para sí? Las imágenes de hombres, mujeres y niños aplastados por la miseria, son preguntas para todo europeo. Comunicar el Evangelio en Europa es también abrir los corazones y los oídos de los europeos a los pobres del mundo. Quien habla del Evangelio habla también por millones de míseros».
El profesor insistió mucho en esta idea: «Es necesario que el Evangelio vuelva a inquietar a los europeos, encerrados en sí mismos e insensibles alo que está fuera de su entorno. Una vida que no se deja tocar por los pobres se vuelve arrogante y vacía. El Evangelio introduce temor y responsabilidad en la felicidad y en la riqueza. Quien cierra el corazón al pobre se vuelve arrogante y su felicidad se convierte en condena».
Para Riccardi, «evangelizar es salvar el mundo europeo de la arrogancia en la felicidad; es también abrir el corazón y los ojos hacia los pobres del mundo. Porque no se puede vivir como vivimos en el Norte, prescindiendo de cómo viven miles de millones de hombres y mujeres en el Sur».
«El desprecio de los pobres es creer que sólo necesitan pan. La experiencia de San Egidio en Europa es darse cuenta de que los pobres no son sólo estómago. Necesitan afecto, amistad, estima. Por esto nuestro estilo en el trabajo con los pobres trata de ser la relación con un familiar en dificultad, que no es sólo un necesitado, sino un pariente».
«El gran mundo de los pobres, fuera de Europa –continuó–, no necesita sólo pan. Los humillados de este mundo no son perfectos: se podría decir en un amplio sentido que los países pobres presentan muchos problemas. Pensemos en la corrupción, en sus clases dirigentes, pensemos también en la dificultad de ayudar por tantas deformaciones del sistema social o político. Para ayudar se necesita la palabra, es decir, se debe explicar, escuchar, comprender, tener la valentía de preguntar y a veces de pretender».
En este sentido, puso ejemplos concretos de la experiencia del trabajo de la Comunidad de San Egidio en el tratamiento de los enfermos de Sida en África, para el que se «ha necesitado un trabajo político y cultural importante».
Desesperación, extremismo y terrorismo
«Estoy convencido de que la existencia de masas de desesperados, en un mundo globalizado en el que se ve el bienestar de los demás, representa un caldo de cultivo para el extremismo o el terrorismo. Me ha impresionado ver jóvenes con camisetas de Bin Laden en un país africano. ¿Cuándo encontrará la desesperación africana su Bin Laden o su Che Guevara? ¿Será el islam radical el que lo alimente?».
«La miseria y la desesperación acabarán amenazando nuestro bienestar, con la inmigración desde luego, pero quizá también con algo peor. Sé bien que no son los pobres los que inmediatamente se convierten en terroristas o radicales, pero con frecuencia son los hijos de los humillados o los mismos humillados cuando alcanzan un mínimo nivel cultural», advirtió.
Respecto a la guerra, Riccardi describió la realidad del mundo contemporáneo: «muchos pueden abrir conflictos, muchos pueden trabajar para la desestabilización de regiones enteras: son muchas las armas temibles disponibles. Es un hecho que, desde 1990 hasta 2005, más de un tercio de los países del mundo (55 de 160) han estado atravesados por graves crisis o por conflictos (más de 35 han experimentado largas guerras)».
Pero también en este marco –y apelando a su experiencia personal durante las negociaciones de paz para Mozambique– dijo que «los cristianos tienen una fuerza de paz».
Incluso en un problema tan complejo como el de la globalización, los cristianos pueden ser de gran ayuda: «La Iglesia, como comunión, lleva la globalización en sus cromosomas. El martirio de tantos cristianos en el Sur del mundo durante el siglo XX, es la expresión radical de un lazo que no conoce fronteras».
En este contexto, Riccardi lamentó que «con frecuencia, el sufrimiento de los cristianos en el mundo está poco en el corazón de los cristianos del Norte, salvo por alguna esporádica denuncia. Es una extraña renuncia a la comunión con quien sufre. Tengo en mente a los cristianos en el mundo musulmán, a ese 2% en el turbulento Pakistán, o a los de Sudán o China. Aquí se necesita una solidaridad inteligente, una memoria, una oración de intercesión. Es un aspecto de la globalización de la vida cristiana que debemos hacer crecer».
Finalmente, dijo que «hay que extender la solidaridad y mantener viva la memoria del que sufre, mostrar caminos transitables a nuestros conciudadanos para ser solidarios, hacer crecer la cultura de la solidaridad en nuestros países».
Al recordar hechos como el aumento de interés por las adopciones a distancia, «la ola de interés del año pasado ante las víctimas del tsunami», Riccardi defendió que, a pesar de todo, «la gente trata de amar» y «quien busca amar sin saberlo busca también a Quien es el amor».
«La lejanía no nos condena a la indiferencia», concluyó. «El amor nos lleva cerca del que sufre lejos. En este mundo globalizado, los cristianos están llamados a t
ener una espiritualidad abierta a lo universal, sin olvidar desde luego al que está cerca. Y no hay mejor universalidad que la participación en los dolores del pobre o del que sufre».