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Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la próxima Jornada mundial de oración por las vocaciones me brinda la ocasión para invitar a todo el pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de «La vocación en el misterio de la Iglesia». El apóstol san Pablo escribe: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo (…).
En él nos ha elegido antes de la creación del mundo, (…) predestinándonos a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3-5). Antes de la creación del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos eligió personalmente, para llamarnos a entablar una relación filial con él, por medio de Jesús, Verbo encarnado, bajo la guía del Espíritu Santo.
Muriendo por nosotros, Jesús nos introdujo en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que nos ofrece a todos. De este modo, unidos a Jesús, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia.
El peso de dos milenios de historia hace difícil percibir la novedad del misterio fascinante de la adopción divina, que está en el centro de la enseñanza de san Pablo. El Padre, recuerda el Apóstol, «nos dio a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio (…) de hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1, 9-10). Y añade con entusiasmo: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 28-29).
La perspectiva es realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas en Jesús, a sentirnos hijos e hijas del mismo Padre. Es un don que cambia radicalmente toda idea y todo proyecto exclusivamente humanos. La confesión de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ¿Qué decir, entonces, de la tentación, tan fuerte en nuestros días, de sentirnos autosuficientes hasta tal punto de cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela.
Para responder a la llamada de Dios y ponerse en camino no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia de su pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino de regreso y experimentar así la alegría de la reconciliación con el Padre. Las fragilidades y los límites humanos no constituyen un obstáculo, con tal de que nos ayuden a tomar cada vez mayor conciencia de que necesitamos la gracia redentora de Cristo. Esta es la experiencia de san Pablo, que afirmaba: «Con sumo gusto seguiré gloriándome en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2 Co 12, 9).
En el misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, la fuerza divina del amor cambia el corazón del hombre, capacitándolo para comunicar el amor de Dios a los hermanos. A lo largo de los siglos numerosos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han consagrado su vida a la causa del Reino. Ya a orillas del mar de Galilea muchos se dejaron conquistar por Jesús: buscaban la curación del cuerpo y del espíritu, y fueron tocados por la fuerza de su gracia. Otros fueron elegidos personalmente por él y se convirtieron en sus apóstoles. Encontramos también a personas, como María Magdalena y otras mujeres, que lo siguieron por su propia iniciativa, solamente por amor, pero, al igual que el discípulo Juan, también ellas ocuparon un lugar especial en su corazón.
Esos hombres y mujeres, que conocieron a través de Cristo el misterio de amor del Padre, representan la multiplicidad de las vocaciones que desde siempre están presentes en la Iglesia. El modelo de quienes están llamados a testimoniar de manera especial el amor de Dios es María, la Madre de Jesús, asociada directamente, en su peregrinación de fe, al misterio de la Encarnación y de la Redención.
En Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, todos los cristianos forman el «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para anunciar sus alabanzas» (1 P 2, 9). La Iglesia es santa, aunque sus miembros necesitan purificarse para lograr que la santidad, don de Dios, resplandezca plenamente en ellos.
El concilio Vaticano II pone de relieve la llamada universal a la santidad, afirmando que «los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos» (Lumen gentium, 40).
En el marco de esta llamada universal, Cristo, Sumo Sacerdote, en su solicitud por la Iglesia llama también, en cada generación, a personas que cuiden de su pueblo; en particular, llama al ministerio sacerdotal a hombres que desempeñen una función paterna, cuyo manantial está en la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3, 15). La misión del sacerdote en la Iglesia es insustituible.
Por tanto, aunque en algunas regiones exista escasez de clero, es necesario tener siempre la certeza de que Cristo sigue suscitando hombres que, como los Apóstoles, abandonando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la celebración de los misterios sagrados, al anuncio del Evangelio y al ministerio pastoral.
En la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, mi venerado predecesor Juan Pablo II escribió al respecto: «La relación del sacerdote con Jesucristo, y en él con su Iglesia, en virtud de la unción sacramental se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En particular, «el sacerdote ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio, comunión y misión. Por el hecho de participar en la unción y en la misión de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio, su acción salvífica. Así es servidor de la Iglesia misterio, porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado»» (n. 16).
Otra vocación especial, que ocupa un lugar de honor en la Iglesia, es la llamada a la vida consagrada. A ejemplo de María de Betania, que, «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lc 10, 39), muchos hombres y mujeres se consagran a un seguimiento total y exclusivo de Cristo. Aun prestando diversos servicios en el campo de la formación humana y de la solicitud por los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, no consideran estas actividades como el objetivo principal de su vida, pues, como subraya bien el Código de derecho canónico, «la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración debe ser primer y principal deber de todos los religiosos» (can. 663, 1).
En la exhortación apostólica Vita consecrata, Juan Pablo II afirmó: «En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos» (n. 30).
Recordando la recomendación de Jesús: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37), sentimos vivamente la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No sorprende que, donde se ora con fervor, florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que obra en el corazón de los creyentes. Por eso quisiera invitar a todos los fiele
s a cultivar una íntima relación con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en el corazón los misterios divinos y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). En unión con ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, oremos:
Oh Padre, haz surgir entre los cristianos
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
que mantengan viva la fe
y conserven el grato recuerdo de tu Hijo Jesús
mediante la predicación de su palabra
y la administración de los sacramentos,
con los que renuevas continuamente a tus fieles.
Danos ministros santos de tu altar,
que sean custodios
atentos y fervorosos de la Eucaristía,
sacramento del don supremo de Cristo
para la redención del mundo.
Llama a ministros de tu misericordia, que,
mediante el sacramento de la Reconciliación,
difundan la alegría de tu perdón.
Haz, oh Padre, que la Iglesia acoja con alegría
las numerosas inspiraciones
del Espíritu de tu Hijo
y, dócil a sus enseñanzas,
promueva las vocaciones
al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada.
<br> Sostén a los obispos, a los sacerdotes,
a los diáconos, a los consagrados
y a todos los bautizados en Cristo,
para que cumplan fielmente su misión
al servicio del Evangelio.
Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor. Amén.
María, Reina de los Apóstoles,
¡ruega por nosotros!
Vaticano, 5 de marzo de 2006
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