Palabras del Papa en el primer aniversario de su pontificado

«Que Dios me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia», dice en la audiencia general

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 23 abril 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia general celebrada en la plaza de San Pedro del Vaticano el pasado miércoles, 19 de abril, día del primer aniversario de su pontificado.

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Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio de esta audiencia general, que tiene lugar en el clima gozoso de la Pascua, juntamente con vosotros quisiera dar gracias al Señor, que, después de haberme llamado hace exactamente un año a servir a la Iglesia como Sucesor del apóstol Pedro –¡Gracias por vuestra alegría! ¡Gracias por vuestras aclamaciones!–, no deja de acompañarme con su indispensable ayuda.

¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya ha transcurrido un año desde que, de un modo para mí absolutamente inesperado y sorprendente, los cardenales reunidos en cónclave decidieron elegir a mi pobre persona para suceder al amado siervo de Dios el gran Papa Juan Pablo II.

Recuerdo con emoción el primer impacto que tuve, desde el balcón central de la basílica, inmediatamente después de mi elección, con los fieles reunidos en esta misma plaza. Se me ha quedado grabado en la mente y en el corazón ese encuentro, al que han seguido muchos otros, que me han permitido experimentar la gran verdad de lo que dije durante la solemne concelebración con la que inicié solemnemente el ejercicio del ministerio petrino: «Soy consciente de que no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría llevar yo solo». Y cada vez me convenzo más de que por mí mismo no podría cumplir esta tarea, esta misión. Pero siento también que vosotros me ayudáis a cumplirla. Así estoy en una gran comunión y juntos podemos llevar adelante la misión del Señor.

Cuento con el insustituible apoyo de la celestial protección de Dios y de los santos, y me conforta vuestra cercanía, queridos amigos, que me otorgáis el don de vuestra indulgencia y vuestro amor.

¡Gracias, de corazón, a todos los que de diversas maneras me acompañan de cerca o me siguen de lejos espiritualmente con su afecto y su oración. A cada uno le pido que siga sosteniéndome, pidiendo a Dios que me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia.

Narra el evangelista san Juan que Jesús, precisamente después de su resurrección, llamó a Pedro a encargarse de su rebaño (cf. Jn 21, 15. 23). ¿Quién hubiera podido imaginar humanamente entonces el desarrollo que lograría en el transcurso de los siglos aquel pequeño grupo de discípulos del Señor? San Pedro y los Apóstoles, y después sus sucesores, primero en Jerusalén y luego hasta los últimos confines de la tierra, difundieron con valentía el mensaje evangélico, cuyo núcleo fundamental e imprescindible es el Misterio pascual: la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

La Iglesia celebra en Pascua este misterio, prolongando su alegre resonancia en los días sucesivos; canta el aleluya por el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte.

«La celebración de la Pascua según una fecha del calendario –afirma el Papa san León Magno– nos recuerda la fiesta eterna que supera todo tiempo humano». «La Pascua actual –prosigue– es la sombra de la Pascua futura. Por eso, la celebramos para pasar de una fiesta anual a una fiesta que será eterna».

La alegría de estos días se extiende a todo el Año litúrgico y se renueva de modo especial el domingo, día dedicado al recuerdo de la resurrección del Señor. En él, que es como la «pequeña Pascua» de cada semana, la asamblea litúrgica reunida para la santa misa proclama en el Credo que Jesús resucitó el tercer día, añadiendo que esperamos «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Así se indica que el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro de nuestra fe y sobre este anuncio se funda y crece la Iglesia.

San Agustín recuerda, de modo incisivo: «Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su resurrección es sacramento de vida nueva. (…) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la cruz y ha sido sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras» (Sermón Guelferb. 9, 3).

Las narraciones evangélicas, que refieren las apariciones del Resucitado, concluyen por lo general con la invitación a superar cualquier incertidumbre, a confrontar el acontecimiento con las Escrituras, a anunciar que Jesús, más allá de la muerte, es el eterno viviente, fuente de vida nueva para todos los que creen. Así acontece, por ejemplo, en el caso de María Magdalena (cf. Jn 20, 11-18), que descubre el sepulcro abierto y vacío, e inmediatamente teme que se hayan llevado el cuerpo del Señor. El Señor entonces la llama por su nombre y en ese momento se produce en ella un cambio profundo: el desconsuelo y la desorientación se transforman en alegría y entusiasmo. Con prontitud va donde los Apóstoles y les anuncia: «He visto al Señor» (Jn 20, 18).

Es un hecho que quien se encuentra con Jesús resucitado queda transformado en su interior. No se puede «ver» al Resucitado sin «creer» en él. Pidámosle que nos llame a cada uno por nuestro nombre y nos convierta, abriéndonos a la «visión» de la fe.

La fe nace del encuentro personal con Cristo resucitado y se transforma en impulso de valentía y libertad que nos lleva a proclamar al mundo: Jesús ha resucitado y vive para siempre. Esta es la misión de los discípulos del Señor de todas las épocas y también de nuestro tiempo: «Si habéis resucitado con Cristo –exhorta san Pablo–, buscad las cosas de arriba (…). Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2). Esto no quiere decir desentenderse de los compromisos de cada día, desinteresarse de las realidades terrenas; más bien, significa impregnar todas nuestras actividades humanas con una dimensión sobrenatural, significa convertirse en gozosos heraldos y testigos de la resurrección de Cristo, que vive para siempre (cf. Jn 20, 25; Lc 24, 33-34).

Queridos hermanos y hermanas, en la Pascua de su Hijo unigénito Dios se revela plenamente a sí mismo y revela su fuerza victoriosa sobre las fuerzas de la muerte, la fuerza del Amor trinitario.

La santísima Virgen María, que se asoció íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, y al pie de la cruz se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos ayude a comprender este misterio de amor que cambia los corazones y nos haga gustar plenamente la alegría pascual, para poder comunicarla luego, a nuestra vez, a los hombres y mujeres del tercer milenio.

[Traducción distribuida por la Santa Sede. Al final de la audiencia, el Santo Padre dirigió estas palabras a los peregrinos de lengua española:]

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy hace un año que los Cardenales, reunidos en Cónclave, me eligieron, de manera inesperada y sorprendente, para suceder al amado Siervo de Dios Juan Pablo II. Junto con vosotros, deseo dar gracias al Señor por la ayuda indispensable que siempre me dio. Recuerdo con emoción el primer encuentro con los fieles en esta misma Plaza y otros sucesivos, lo cual me ha hecho experimentar que era verdad lo que dije en la concelebración para el inicio solemne del ministerio petrino: Soy muy consciente de que «no tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría llevar yo solo». Además de la ayuda celestial, siento muy cercana la comprensión, el amor y las oraciones de todos vosotros que estáis aquí y de los que estáis lejos, esperando que lo seguiréis haciendo.

En este tiempo de Pascua recordamos cómo Jesús llamó a Pedro para ponerlo al frente de su grey qu
e es la a la Iglesia, encargándole a él y a los demás Apóstoles anunciar la Buena Nueva a todo el mundo. Todo cristiano está llamado a ser también anunciador del Evangelio entre los demás.

Saludo con afecto a los visitantes de Latinoamérica y de España, de modo especial a los Religiosos Agustinos, a los seminaristas de Madrid y a los numerosos grupos parroquiales y escolares españoles, así como a los diversos peregrinos de Argentina, Costa Rica, El Salvador y México. Que la Virgen María nos ayude a comprender este gran misterio de amor que cambia los corazones y nos hacer gustar la alegría pascual. Muchas gracias por vuestra atención.

[© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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