Rafael Guízar Valencia (26 de abril de 1878 – 6 de junio de 1938) nació en Cotija de la Paz (Michoacán) y fue el cuarto de los once hijos del matrimonio Guízar y Valencia. Su hermano Antonio fue obispo arzobispo de Chihuahua.
Recibió la ordenación sacerdotal en Zamora, el 1 de junio de 1901, cuando contaba con 23 años de edad.
Tuvo la encomienda de ser el Director Espiritual del Seminario de Zamora donde impartió clases de Teología dogmática.
Pronto fue nombrado misionero apostólico por el Papa León XIII, cargo por el que se dedicó a evangelizar los pueblos que visitaba, inspirado en un sencillo «Catecismo» que él mismo escribió.
En tiempos de la revolución mexicana de 1910 se dedicó a atender particularmente a los moribundos y a sus familias. En 1913, misionó entre los soldados, en la Ciudad de México, Puebla y Morelos. Auxilió a los heridos del ejército de Carranza e incluso logró filtrarse como capellán en el ejército de Zapata.
Disfrazado de vendedor de baratijas, en medio de la lluvia de balas, se acercaba a los que agonizaban y les ofrecía la reconciliación con Dios, les impartía la Absolución Sacramental y muchas veces, les daba también el Sagrado Viático, que llevaba consigo de manera oculta para que no lo descubrieran como sacerdote.
Durante la persecución religiosa de los años veinte, el padre Guízar tuvo que emprender el camino del destierro a Estados Unidos, Guatemala y la isla de Cuba, donde continuó con su obra misionera.
En julio de 1919, se encontraba en La Habana, Cuba, cuando recibió la noticia de que el Papa Benedicto XV le nombró obispo de Veracruz.
El 30 de noviembre de 1919, recibió en La Habana, Cuba, la consagración episcopal, por el Delegado Apostólico, monseñor Tito Trochi.
Entre sus obras como obispo, reconstruyó el seminario diocesano, estableciéndolo en Xalapa, para trasladarlo después a la Ciudad de México, cuando las tropas anticlericales se apoderaban de los inmuebles de la Iglesia.
Al estallar nuevamente la persecución religiosa, bajo el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles, tuvo que viajar a la Ciudad de México con muchos de sus seminaristas, y pidió a los sacerdotes de Veracruz continuar con sus servicios desde el anonimato.
Monseñor Guízar logró mantener activo el seminario; las autoridades lo buscaron y para salvar la vida abandonó nuevamente el país; pasó de los Estados Unidos a Cuba, Guatemala y Colombia.
El 7 de mayo de 1929, el Presidente Portes Gil declaró su buena voluntad de diálogo con los Obispos. Al oír esta noticia, monseñor Guízar y Valencia decide regresar a su Patria, a su Diócesis y a su Seminario. El 24 del mismo mes de mayo escribe a todos sus fieles una carta pidiéndoles oraciones para que se llegue pronto a un arreglo pacífico entre Iglesia y el Estado. El arreglo, aunque provisional, se hizo público el 22 de junio de 1929.
En 1931, ante la ley del gobernador de Veracruz, Adalberto Tejeda, que imponía el control del gobernador del culto en la diócesis, limitando el número de sacerdotes a uno por cada cien mil habitantes (trece sacerdotes para todo el Estado de Veracruz), monseñor Guízar tuvo que salir desterrado por tercera vez a Puebla y a la Ciudad de México.
Más tarde regresó a pesar de que se había dictado contra él una sentencia a muerte.
Después de una dolorosa enfermedad, falleció en una casa contigua al edificio de su Seminario, en la Ciudad de México y auxiliado espiritualmente por su hermano Antonio
Fue beatificado, el 29 de enero de 1995, por Su Santidad Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro en Roma.
Una de las hermanas del futuro santo, María, fue madre de Maura Degollado Guízar, madre a su vez del padre Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y del Movimiento de apostolado Regnum Christi.
El padre Maciel recuerda así a su tío: «Recuerdo que en alguna ocasión me invitó a acompañarlo a la Alameda de la ciudad de México. Él llevaba un acordeón que tocaba muy bien, pero yo no sabía para qué lo iba a usar. Llegamos a este lugar, muy concurrido, sacó su acordeón y comenzó a tocar canciones populares».
«La gente se reunió en círculo en torno a él –añade el fundador–. Cuando hubo un número suficientemente grande, dejó de lado el acordeón y comenzó a predicar a Cristo. No sé si lo hizo para darme una lección. Yo creo que le salía del alma y se veía que gozaba verdaderamente cuando podía hablar de Cristo a los demás» («Mi vida es Cristo», n. 16).