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Apr 13, 2006 00:00
«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»
(Jn 12, 24).
«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»
Estas palabras de Jesús, más elocuentes que un tratado, desvelan el secreto de la vida.
No hay alegría de Jesús sin dolor amado. No hay resurrección sin muerte.
Jesús nos habla de sí mismo, explica el significado de su existencia.
Faltan pocos días para su muerte. Será dolorosa, humillante. ¿Por qué morir, precisamente él que se ha proclamado la Vida? ¿Por qué sufrir, él que es inocente? ¿Por qué ser calumniado, abofeteado, burlado, clavado en una cruz, el final más denigrante? Y, sobre todo, ¿por qué él, que ha vivido en la unión constante con Dios, se habrá de sentir abandonado por su Padre? También a él la muerte le da miedo; pero tendrá un sentido: la resurrección.
Había venido a reunir a los hijos dispersos de Dios [1], a romper toda barrera que separa a pueblos y personas, a hermanar a hombres divididos entre sí, a traer la paz y construir la unidad. Pero es necesario pagar un precio: para atraer a todos a sí tendrá que ser elevado de la tierra, en la cruz [2]. Por eso esta parábola, la más hermosa de todo el Evangelio:
«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»
Ese grano de trigo es él.
En este tiempo de Pascua se nos muestra en lo alto de la cruz, su martirio y su gloria, en el signo del amor extremo. Allí ha dado todo: el perdón a los verdugos, el Paraíso al ladrón, a nosotros la madre y su cuerpo y su sangre, su vida, hasta gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
En 1944 escribía: “¿Sabes que nos ha dado todo? ¿Qué más podía darnos un Dios que, por amor, parecía olvidarse de ser Dios?”.
Así nos ha dado la posibilidad de volvernos hijos de Dios: ha generado un pueblo nuevo, una nueva creación.
El día de Pentecostés el grano de trigo caído en tierra y muerto ya florecía en espiga fecunda: tres mil personas, de distintos pueblos y naciones, se volvían “un solo corazón y una sola alma”, y luego cinco mil, y luego...
«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»
Esta Palabra da sentido también a nuestra vida, a nuestro sufrir, a nuestro morir, un día.
La fraternidad universal por la cual queremos vivir, la paz, la unidad que queremos construir a nuestro alrededor, es un sueño vago, una quimera, si no estamos dispuestos a recorrer el mismo camino marcado por el Maestro.
¿Cómo hizo él para “dar mucho fruto”?
Compartió todo lo nuestro. Se adosó nuestros sufrimientos. Con nosotros se hizo tiniebla, melancolía, cansancio, contrariedad… Probó la traición, la soledad, la orfandad… En una palabra, se hizo “uno con nosotros”, haciéndose cargo de todo lo que nos pesaba.
También nosotros, entonces, enamorados de este Dios que se hace nuestro “prójimo”, tenemos un modo de decirle que estamos inmensamente agradecidos por su amor infinito: vivir como vivió él. Volvernos por nuestra parte “prójimos” de cuantos pasan a nuestro lado en la vida, queriendo estar dispuestos a “hacernos uno” con ellos, a asumir una falta de unidad, a compartir un dolor, a resolver un problema, con un amor concreto hecho servicio.
Jesús abandonado se ha dado todo. En la espiritualidad que se centra en él, Jesús resucitado tiene que resplandecer plenamente y la alegría tiene que ser su testimonio.
[1] Cf Jn11,51;
[2] Cf Jn 12, 32.
Chiara Lubich