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Queridos hermanos Obispos, queridos sacerdotes, Presidente y Junta de las Semanas Sociales de España, queridos hermanos y hermanas en el Señor: Con esta celebración de la Eucaristía finaliza la XL Semana Social, en el Centenario de las Semanas Sociales de España, que ha tratado el tema de «Perspectivas cristianas para una cultura de la convivencia», cuestión siempre viva y abierta, pero que hoy asume una urgencia decisiva por lo frágil de esta misma convivencia. En esta mañana, damos gracias a Dios por su inmenso amor entregado hasta el extremo en su Hijo Jesucristo, nuestra reconciliación y nuestra paz, que ha acercado y reconciliado a los que estaban lejos y es el fundamento indestructible para la unidad entre los hombres y los pueblos. En Jesucristo se nos ha descubierto y hecho posible el sentido y dignidad de la vida humana, la vocación de todo hombre y toda mujer a la íntima unión con Dios, fuente y condición de la unidad de todo el género humano, es decir de la convivencia auténtica y respetuosa y de la paz verdadera.
A esta acción de gracias unimos nuestro agradecimiento a Dios por los cien años de las Semanas Sociales que han contribuido de manera importante a difundir el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia y, propiciar su aplicación ente nosotros, y que, junto a otras iniciativas, prosiguen sin desmayo en su empeño por que esta Doctrina social sea punto de referencia de la vida del pueblo cristiano. La doctrina Social de la Iglesia, traducción histórica de los frutos de la redención, rostro humano de la redención de Jesucristo, signo visible del misterio del que la Iglesia es portadora, consecuencia más inmediata y visible de su experiencia de Cristo, esto es: el respeto y el aprecio de la persona y su dignidad inviolable en tanto que persona, siempre y en cualquier circunstancia; la comunión de afecto y de vida entre todos los miembros de Cristo y de su humanidad; un amor apasionado por el hombre, por todo hombre; y una preferencia por los más pobres, los más débiles y los más necesitados.
La Palabra de Dios que hemos proclamado y escuchado en esta celebración nos pone ante lo fundamental de la vida del hombre y del cristiano; nos descubre la entraña misma del ser cristiano y la base que sustenta su actuar en el mundo y en la historia, inseparable del reconocimiento de Dios como Dios, como del sólo y único Dios, señor único de nuestras vidas, a quien debemos un amor total por encima de todo, con todo lo que somos, con todo nuestro corazón, nuestra mente, nuestra querer y nuestros sentimientos. Un amor que es cumplimiento entero de la voluntad de Dios, de sus mandatos, que no son ajenos a nuestro ser de hombres imagen de Dios, un amor que es obediencia plena al querer divino, que es su infinito y apasionado amor por todos y cada uno de los hombres. Aquí radica la verdad del hombre, ahí está su felicidad y su dicha, su libertad y la base para su encuentro en amor con los otros.
«Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios es solamente uno». Esta es la clave. «Existe un solo Dios que es el Creador del cielo y de la tierra y, por tanto, también es el Dios de todos los hombres… realmente todos los otros dioses no son Dios y toda realidad en la que vivimos se remite a Dios, es creación suya… no se trata de un dios cualquiera, sino que el único Dios verdadero, Él mismo, es el autor de toda la realidad;… éste Dios ama a su criatura porque la ha hecho, ama al hombre… personalmente… y le da la Torah «la Ley», es decir abre los ojos de Israel sobre la verdadera naturaleza del hombre, y le indica el camino del verdadero humanismo» (Benedicto XVI, Deus Caritas est, 9), inseparable del amor incondicional a Dios, que es Amor, como se ha manifestado plenamente en su Hijo Jesucristo. Jesús ha dado pleno cumplimiento a la Ley. Obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz, cumpliendo en todo la voluntad del Padre, haciendo del querer del Padre su alimento, ha desplegado enteramente su vida amándonos hasta el extremo, hasta su entrega sacrificial por nosotros los hombres, y así, como ante la pregunta que se le plantea en el relato evangélico proclamado, nos ha mostrado el camino del hombre, en el que es inseparable la relación entre el amor a Dios y amor al prójimo. «Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios ‘sobre todas las cosas, por encima de todo’ es en realidad mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia… el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios y… cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 16).
El reconocimiento de Dios, el amor de Dios sobre todas las cosas comporta unirnos a su voluntad y a su amor, por tanto a su amor apasionado y total hasta despojarse de sí por el hombre y llenarlo de su amor. No cabe contraposición. Es la base del amor al prójimo, su raíz y fundamento más firme. Quien ama a Dios por encima de todo crece en comunión con la voluntad divina, con su sentir y su querer, con su pensar y su actuar, siempre en favor del hombre, volcado sobre él; así coinciden cada vez más nuestro querer y la voluntad de Dios, que es amor, amor encarnado y crucificado por nosotros, en su Hijo Jesucristo. Ahí está la verdad del hombre, la verdad de una nueva humanidad, ahí está su futuro, el futuro de una humanidad nueva que se rige por el amor, que se hace historia.
La Palabra de Dios hoy nos pone ante lo esencial. Debemos volver a Dios, tenerle a Él en el centro de nuestras vidas yen la realidad donde nuestro corazón está puesto, descansa, se apoya y vive. Así es como podrá surgir una humanidad nueva, una cultura de la convivencia. Sin Dios no hay futuro para el hombre, se destruye el fundamento de toda convivencia entre los hombres que radica en el amor. Esto es lo fundamental y prioritario, irrenunciable. Al hombre de nuestro tiempo, desgarrado y dividido por tantas divisiones internas y externas, por tantos fragmentos de verdad, sin encontrar su tan necesitada unidad, es preciso ofrecerle aquello esencial que requiere dar sentido a su vida y orientar su existencia, personal y comunitaria, por el camino certero de la verdad, que se realiza en el amor y nos hace libres en la comunión de amor. En la afirmación «Dios es amor» y en el doble e inseparable mandamiento, «amarás al señor tu Dios sobre todas cosas, y al prójimo como a ti mismo», tenemos el núcleo de la fe y el fondo de la realidad del hombre. Ahí está la entraña y la novedad del cristianismo; pero ahí está también lo que concierne a todos, lo que es válido y universal, lo que es decisivo a todo hombre ya la comunidad humana en cuanto tal, lo que está en el fundamento: El amor, «del cual Dios nos colma y que nosotros debemos comunicar a los demás» (Benedicto XVI, Deus Caritas est, 1). En él está el amor, Él es el amor, Él nos ha amado primero. Por eso mismo el primero y principal, insustituible mandamiento es el amor a Dios, que es el único Señor, no hay otro, por encima de todas las cosas.
«El problema central de nuestro tiempo es la ausencia de Dios, y por ello el deber prioritario de los cristianos es testimoniar al Dios vivo. Antes de los deberes (morales y sociales) que tenemos, de lo que hemos de dar testimonio con fuerza y claridad es del centro de nuestra fe. Hemos de hacer presente en nuestra fe, en nuestra esperanza y en nuestra caridad la realidad del Dios vivo. Si hoy existe un problema de moralidad, de recomposición moral en la sociedad deriva de la ausencia de Dios en nuestro pensamiento, en nuestra vida. O, para ser más concreto, de la ausencia de la fe en la vida eterna, que es vida con Dios… Hemos dejado de atrevernos a hablar de la vida eterna y del juicio. Dios se ha vuelto para nosotros un Dios lejano, abstracto. Ya no tenemos el valor de creer que esta criatura, el hombre, sea tan importante a los ojos de Dios, que Dios se ocupa y preocupa con nosotros y por nosotros. Pensamos que tod
as estas cosas que hacemos son en definitiva cosas nuestras, y que para Dios, si es que existe, no pueden tener demasiada importancia. Y así hemos decidido construirnos a nosotros mismos, reconstruir «el mundo sin contar realmente con la realidad de Dios, la realidad del juicio y de la vida eterna. Pero si en nuestra vida de hoy y de mañana prescindimos de Dios, de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor, su gran dignidad. Y todo se vuelve al final manipulable. Pierde su dignidad esta criatura a imagen de Dios, y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida; hemos de inventar nosotros el mejor modo de construir la vida y la vida en este mundo. Por eso, nuestra tarea fundamental, si realmente queremos contribuir a la vida humana ya la humanización de la vida en este mundo, es la de hacer presente y por así decirlo, casi tangible, esta realidad de un Dios que vive, de un Dios que nos conoce y nos ama, en cuya mirada vivimos, un Dios que reconoce nuestra responsabilidad y de ella espera la respuesta de nuestro amor realizado y plasmado en nuestra vida de cada día» (J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid 1995, 204) .
«Hay quien piensa, decía el Papa Benedicto XVI el pasado septiembre en Munich, que los proyectos sociales deben promoverse con la máxima urgencia, mientras que las cuestiones que atañen a Dios… revisten bastante menor interés y urgencia. Con todo, la experiencia… enseña precisamente que la evangelización ha de ser prioritaria, que el Dios de Jesucristo tiene que ser conocido, creído y amado, debe convertir los corazones para que las cuestiones sociales puedan progresar, para que se emprenda la reconciliación… Si sólo damos a los hombres conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. Y entonces se imponen demasiado pronto los mecanismos de la violencia, y la capacidad de destruir y de matar se vuelve dominante, transformándose en capacidad de alcanzar el poder, un poder que antes o después debería traer consigo el derecho, pero que nunca será capaz de hacerlo. Con ello nos alejamos cada vez más de la reconciliación, del compromiso común con la justicia y el amor. Entonces se extravían los criterios con los que la técnica se pone al servicio del derecho y del amor, criterios de los que precisamente todo depende; criterios que no son meras teorías, sino que alumbran el corazón, encauzando así la razón y la acción por el camino recto» (Benedicto XVI, Homilía en la explanada de la Neue Messe de Munich, 10-9-2006).
Por ello, no hay prioridad ni imperativo más urgente para los cristianos que se pueda anteponer a ésta: la prioridad del testimonio del Dios vivo el estar «centrados» en el primer desafío que tenemos de creer realmente y dar testimonio del Dios vivo. Todo lo demás está subordinado a este esencial, apremiante e imprescindible testimonio de Dios vivo. «Si vivimos bajo los ojos de Dios, y si Dios es la prioridad de nuestra vida, de nuestro pensamiento y de nuestro testimonio, lo demás es sólo un corolario. Es decir, de ello resulta el trabajo por la paz, por la criatura, la protección de los débiles, el trabajo por la justicia y el amor» (J. Ratzinger, Ser cristiano, 205).
La enseñanza constante del Papa Benedicto XVI, desde el inicio de su pontificado, es un constante apelar a este testimonio de Dios, a centrar la vida en Dios, a advertir sobre la ruina que le adviene al hombre, a la humanidad, cuando se aleja de Dios o hace que no cuente. Desde su primera homilía en el inicio solemne de su ministerio petrino, hasta su viaje apostólico a Baviera, su tierra natal, pasando por su gran Encíclica «Dios es amor», es una permanente y apremiante llamada a que los hombres vuelvan a Dios. Ahí se juega todo. Eso es lo esencial. En tiempos como los nuestros de grandes cambios y de una complejidad tan enorme en todos los campos no podemos perder el norte, no podemos quedar atrapados por la barahúnda de cosas, ni enredados en miles cosas que no llevan a ningún sitio las ramas no pueden impedirnos ver el bosque. Es preciso ir a lo esencial y centrarnos en lo que es el centro de todo: la fe en Dios, que se ha revelado plenamente en la existencia histórica de su Hijo único, Jesucristo, nacido de María. ¡En él hemos conocido a Dios, que es Amor!», (1 Jn 4′ 16). Es plenamente cierto y seguro, «el mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿A qué Dios necesitamos?» Al que vemos, palpamos, y contemplamos en Jesús, que murió por nosotros en la cruz, el Hijo de Dios encarnado que aquí nos mira de manera tan penetrante, en quien está el amor hasta el extremo. Este es el Dios que necesitamos: el Dios que a la violencia opuso su sufrimiento el Dios que ante el mal y su poder esgrime, para detenerlo y vencerlo, su misericordia (Benedicto XVI, Homilía en la explanada de Neu Messe).
Esto es lo fundamental, prioritario e irrenunciable. Está por encima de todo. «Escucha, Israel, el señor muestro Dios es solamente uno». Aquí está la base de nuestra presencia cristiana en el mundo.
No quiero finalizar esta homilía, sin evocar el recuerdo de algo que veo providencial. Ayer, día 4, fiesta de San Carlos Borromeo, hizo 24 años que nos visitó el Papa Juan Pablo en Toledo. Aquí, en el barrio del Polígono, tuvo el encuentro con el apostolado de los laicos. No es una coincidencia casual con la celebración del primer Centenario de las semanas Sociales. El Papa invitó a la presencia cristiana y evangelizadora de los laicos en el mundo. Esta presencia es inseparable de la Doctrina Social de la Iglesia.
Hace unos momentos escuchábamos al obispo auxiliar de Madrid en la última lección de la Semana estas palabras: «En los últimos decenios, ateniéndonos a las abundantes y riquísimas enseñanzas de índole social de Juan Pablo II, hemos constatado cómo la aportación de la Doctrina Social de la Iglesia –una parte de las más importantes Encíclicas de Juan Pablo II han merecido el ser consideradas Encíclicas Sociales- han significado un aliento específico para que el hombre de fines de un milenio y de los comienzos de los años 2000 pudiese no olvidarse quién era él mismo, cómo podría afrontar los graves retos en el campo de la bioética, cómo ayudar a superar los conflictos bélicos y políticos y, no en último lugar, cómo favorecer las nuevas organizaciones sociales y cómo dar respuesta a los problemas suscitados por los nuevos nacionalismos insolidarios en un mundo globalizado».
Que sean las enseñanzas de Juan Pablo II norte y guía de la presencia cristiana en el mundo; que sean, unidas a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, de los Papas en su Doctrina Social, y del último de los Papas, Benedicto XVI, la luz que guíe permanentemente estas Semanas Sociales, para que constantemente sigan influyendo en nuestra sociedad, renovándola desde dentro.
Y también quiero anunciar el propósito, ahora que comienza el XXV Aniversario de la visita del Papa Juan Pablo II a Toledo, que vayamos preparando nuestro corazón y nuestras aportaciones para, en una cuestación popular, dedicarle una estatua, aquí en Toledo, en esta ciudad emblemática por su fe y por su significado en la historia de España y de Europa.
Que así sea.