CIUDAD DEL VATICANO, martes, 7 noviembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los obispos de la Conferencia Episcopal de Irlanda al recibirles con motivo de su visita «ad limina apostolorum» el 28 de octubre.
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Queridos hermanos en el episcopado:
Con las palabras de un saludo irlandés tradicional, sed cien mil veces bienvenidos, obispos de Irlanda, con ocasión de vuestra visita ad limina. Ojalá que al venerar las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo os inspiréis en la valentía y en la visión de estos dos grandes santos, que con tanta fidelidad guiaron el camino de la misión de la Iglesia de anunciar a Cristo al mundo. Hoy habéis venido para fortalecer los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro, y de buen grado expreso mi aprecio por las amables palabras que en vuestro nombre me ha dirigido el arzobispo Seán Brady, presidente de vuestra Conferencia episcopal.
El testimonio constante que han dado innumerables generaciones de irlandeses de su fe en Cristo y su fidelidad a la Santa Sede han forjado a Irlanda en el nivel más profundo de su historia y de su cultura. Todos somos conscientes de la contribución excepcional que Irlanda ha dado a la vida de la Iglesia, y de la extraordinaria valentía de sus hijos e hijas misioneros, que han llevado el mensaje evangélico más allá de sus costas. Mientras tanto, la llama de la fe ha seguido ardiendo valientemente en el país, a través de todas las pruebas que ha debido afrontar vuestro pueblo a lo largo de su historia. Con palabras del salmista: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades» (Sal 89, 2).
El tiempo actual ofrece muchas oportunidades nuevas para dar testimonio de Cristo y plantea nuevos desafíos para la Iglesia en Irlanda. Habéis hablado de las consecuencias que ha tenido para la sociedad el aumento de la prosperidad que se ha producido durante los últimos quince años. Después de siglos de emigración, que implicaba el dolor de la separación para tantas familias, estáis experimentando por primera vez una oleada de inmigración. La tradicional hospitalidad irlandesa encuentra formas nuevas e inesperadas. Como el hombre sabio que saca de sus arcas «lo nuevo y lo viejo» (Mt 13, 52), vuestro pueblo debe observar los cambios de la sociedad con discernimiento, y para ello espera vuestra orientación. Ayudadle a reconocer la incapacidad de la cultura secular y materialista de dar satisfacción y alegría auténticas. Sed audaces hablándole de la alegría que implica seguir a Cristo y vivir de acuerdo con sus mandamientos. Recordadle que nuestro corazón ha sido creado para el Señor, y que estará inquieto hasta que descanse en él (cf. san Agustín, Confesiones I, 1).
Con mucha frecuencia el testimonio de la Iglesia, que va contracorriente, es mal interpretado, como algo retrasado y negativo en la sociedad actual. Por eso es importante destacar la buena nueva, el mensaje del Evangelio que da vida y la da en abundancia (cf. Jn 10, 10). Aunque es necesario denunciar con fuerza los males que nos amenazan, debemos corregir la idea de que el catolicismo no es más que «una serie de prohibiciones».
En este aspecto hace falta una sólida catequesis y una cuidadosa «formación del corazón», y al respecto vosotros, en Irlanda, habéis sido bendecidos con grandes recursos en vuestra red de escuelas católicas y con numerosos profesores religiosos y laicos entregados a esa labor, comprometidos con seriedad en la educación de los jóvenes. Seguid alentándolos en su misión y aseguraos de que sus programas catequísticos se basen en el Catecismo de la Iglesia católica, así como en el nuevo Compendio. Es necesario evitar una presentación superficial de la enseñanza católica, porque sólo la plenitud de la fe puede comunicar la fuerza liberadora del Evangelio.
Vigilando la calidad de los programas de estudio y de los libros de texto utilizados, y proclamando la doctrina de la Iglesia en su integridad, cumplís vuestro deber de «anunciar la Palabra… a tiempo y a destiempo…, con toda paciencia y doctrina» (2 Tm 4, 2).
En el ejercicio de vuestro ministerio pastoral, durante los últimos años habéis tenido que responder a muchos casos dolorosos de abuso sexual de menores. Son mucho más trágicos cuando el pederasta es un clérigo. Las heridas causadas por estos actos son profundas, y es urgente reconstruir la confianza donde ha sido dañada. En vuestros continuos esfuerzos por afrontar de modo eficaz este problema, es importante establecer la verdad de lo sucedido en el pasado, dar todos los pasos necesarios para evitar que se repita, garantizar que se respeten plenamente los principios de justicia y, sobre todo, curar a las víctimas y a todos los afectados por esos crímenes abominables.
De este modo, la Iglesia en Irlanda se fortalecerá y podrá dar un testimonio más eficaz de la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Ruego para que, por la gracia del Espíritu Santo, este tiempo de purificación permita a todo el pueblo de Dios en Irlanda «conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron» (Lumen gentium, 40).
La excelente labor y la entrega desinteresada de la gran mayoría de los sacerdotes y los religiosos en Irlanda no deben quedar oscurecidas por las transgresiones de algunos de sus hermanos. Estoy seguro de que la gente lo entiende, y sigue sintiendo afecto y estima por su clero. Animad a vuestros sacerdotes a buscar siempre la renovación espiritual y a redescubrir la alegría de apacentar su grey dentro de la gran familia de la Iglesia. Hubo una época en que Irlanda fue bendecida con tal abundancia de vocaciones sacerdotales y religiosas, que gran parte del mundo pudo beneficiarse de sus trabajos apostólicos. Pero durante los últimos años el número de vocaciones ha disminuido notablemente.
Por consiguiente, urge prestar atención a las palabras del Señor: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37-38). Me alegra saber que muchas de vuestras diócesis han adoptado la práctica de la oración silenciosa por las vocaciones ante el santísimo Sacramento. Es necesario promoverla encarecidamente. Pero, sobre todo a vosotros, los obispos, y a vuestro clero, os corresponde ofrecer a los jóvenes una imagen positiva y atractiva del sacerdocio ordenado. Nuestra oración por las vocaciones se debe «transformar en acción, a fin de que de nuestro corazón brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su «sí»» (Homilía durante la celebración de la Palabra con los sacerdotes y diáconos permanentes, en Freising, 14 de septiembre de 2006: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 16).
Aunque en algunos ambientes se considera pasado de moda el compromiso cristiano, los jóvenes de Irlanda tienen verdadera hambre espiritual y un generoso deseo de servir a los demás. La vocación al sacerdocio o a la vida religiosa ofrece la oportunidad de responder a este deseo de un modo que implica profunda alegría y realización personal.
Permitidme añadir una observación que llevo en mi corazón. Durante muchos años los representantes cristianos de todas las denominaciones, los líderes políticos y numerosos hombres y mujeres de buena voluntad se han comprometido en la búsqueda de medios a fin de garantizar un futuro más prometedor para Irlanda del Norte. Aunque el camino sea arduo, en los últimos tiempos se han logrado muchos progresos. Ruego para que los esfuerzos de las personas implicadas lleven a la creación de una sociedad marcada por el espíritu de reconciliación, el respeto mutuo y la cooperación para el bien común de todos.
Al disponeros a volver a vuestras diócesis, encomiendo vuestro ministerio apostólico a l
a intercesión de todos los santos de Irlanda, y os aseguro mi profundo afecto y mi oración constante por vosotros y por todo el pueblo irlandés.
Que Nuestra Señora de Knock vele sobre vosotros y os proteja siempre. A todos vosotros, y a los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestra amada isla imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de paz y alegría en el Señor Jesucristo.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]