CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 17 diciembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI el 9 de diciembre al 56 congreso nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos.
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Queridos hermanos y hermanas:
Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar en el contexto de vuestro congreso nacional de estudio dedicado al tema: «La laicidad y las laicidades». Os dirijo a cada uno mi cordial saludo, comenzando por el presidente de vuestra benemérita asociación, profesor Francesco D’Agostino, al que también doy las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes y por haberme explicado brevemente las finalidades de vuestra acción social y apostólica. El congreso afronta el tema de la laicidad, que es de gran interés porque pone de relieve que en el mundo de hoy la laicidad se entiende de varias maneras: no existe una sola laicidad, sino diversas, o, mejor dicho, existen múltiples maneras de entender y vivir la laicidad, maneras a veces opuestas e incluso contradictorias entre sí. Haber dedicado estos días al estudio de la laicidad y de los diferentes modos de entenderla y actuarla os ha introducido en el intenso debate actual, un debate que resulta muy útil para los que cultivan el derecho.
Para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto. La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual. Así, ha sucedido que al término «laicidad» se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen.
En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.
Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia moderna.
Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete «la legítima autonomía de las realidades terrenas», entendiendo con esta expresión -como afirma el concilio Vaticano II- que «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente» (Gaudium et spes, 36).
Esta autonomía es una «exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues, por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte» (ib.). Por el contrario, si con la expresión «autonomía de las realidades terrenas» se quisiera entender que «las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador», entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios y en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).
Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la «sana laicidad», la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.
Por otra parte, la «sana laicidad» implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad de los creyentes.
A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.
Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.
Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los progresos que la humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la cultura, de la comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este mismo tiempo algunos intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como antagonista del hombre. A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político, estas bases son de orden moral.
A la vez que os agradezco una vez más, queridos amigos, vuestra visita, invoco la protección materna de María sobre vosotros y so
bre vuestra asociación. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]