Navidad, fiesta cristiana y cuna de humanidad
Una buena noticia: Llega Navidad que es una fiesta entrañable. Quizá muchos la han olvidado o nunca la han conocido; quizá algunos han cambiado el contenido de la fiesta; quizá a unos se les ha desvanecido su significación; quizá otros la ven muy distante, perdida en el pasado de su infancia. A todos anunciamos, en medio de muchas noticias preocupantes, la alegre noticia de Navidad. Merece la pena celebrar gozosamente el nacimiento de Jesús, el Salvador del mundo.
La Iglesia desde muy pronto, al menos desde la primera mitad del siglo IV, hizo coincidir el día del nacimiento de Jesús y el solsticio de invierno. Cuando las tinieblas alcanzan la mayor densidad, comienza a levantarse el “sol invicto”; cuando la noche domina sobre el mundo nace Jesús como luz indeficiente. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (Is 9,2). A media noche celebramos el nacimiento de Jesús que viene a iluminar las tinieblas del mundo. No sólo el universo se oscurece en la noche; también el corazón del hombre y la humanidad tienen sus tinieblas. ¿No carcomen como termitas el odio, el resentimiento y la venganza, que además impiden al hombre mirar con limpieza y compasión? Navidad es una fiesta de la luz. ¿No necesita nuestra sociedad y la humanidad entera que la luz de la verdad y del amor ilumine nuestro camino? Hay muchas cosas que nos hacen pensar con preocupación, que nos desconciertan y nos entristecen. ¡Ojalá sea Navidad como una ráfaga de luz sobre nuestro mundo! Desde hace algunos años, por iniciativa de la animación misionera, cuando se acerca la fiesta de Navidad, muchos niños con un simpático gesto se convierten en “sembradores de estrellas” en su entorno. ¡Que Jesús nacido como Sol del mundo haga que todos pasemos de ser portadores de amenazas e inquietudes a ser sembradores de luz, de esperanza y de paz!
Los cristianos celebramos la Navidad de Jesús como el nacimiento de la Vida. Dios mismo pronuncia sobre cada niño esta entrañable declaración: Tú eres mi hijo, envolviendo su fragilidad con el manto protector de una sublime dignidad; Navidad es el asombro permanente ante el misterio de la vida que nace, y el fortalecimiento de la repulsa del aborto que mata silenciosamente miles de vidas humanas en el seno materno. El ser humano no es producto de laboratorio, sino don sagrado. A cada hombre y mujer el mismo Dios nos dice: Recobra el gusto por la vida; no te sumerjas en el hundimiento de la tristeza; el Niño de Belén viene a comunicarte el sentido de la vida que recibimos como don y entregamos como donación generosa.
En torno al pesebre donde Jesús fue acostado los ángeles anunciaron la paz venida de lo alto. ¿No necesitamos escuchar aquel canto de Belén cada persona, cada familia, nuestra sociedad? “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz!” (Is 52,7). Cuando constatamos la dificultad para hallar los caminos que conducen a la paz, ¿cómo no vamos a saludar a Jesús, el Rey de la paz, que viene a animar nuestra esperanza y a hacernos pacificadores? De la cuna del establo de Belén, donde descansa Jesús, mana una fuerza invencible para trabajar por la paz. Realmente necesitamos celebrar la fiesta de Navidad en nuestro mundo donde la miseria y las guerras siembran desolación.
Jesús recostado en el pesebre y acompañado de María y de José nos invita a mirarlo en silencio, a contemplarlo con espíritu sosegado y sin las prisas que agitan nuestra vida. Tres lecciones podemos aprender contemplando a Jesús en los nacimientos de nuestras casas y templos; la primera lección, fundamental lección, consiste en descubrir en Jesús recién nacido al Salvador de la humanidad e Hijo de Dios, es decir, que se iluminen los ojos de nuestro corazón para penetrar en el misterio de este Niño singular. Una segunda lección: Descubrir el encanto de la sencillez y de la sobriedad; Jesús nos enseña a vivir liberados de la esclavitud del dinero para poder convivir con los necesitados, ya que si las riquezas acaparan el corazón se cierran las manos a la generosidad. En Belén se escucha el clamor de los pobres, de los desamparados y de los excluidos. Y todavía otra lección, en que insisten mucho los pasajes evangélicos de la infancia de Jesús: La alegría y el gozo; la felicidad verdadera no equivale a ponerse alegres provocando artificialmente ese estado placentero, sino en poder recibir el testimonio laudatorio de la buena conciencia.
Si nuestros ojos se purifican con la contemplación de Jesús, podemos mirar a nuestro entorno compasivamente. Desde la adoración de Jesús nos acordamos de los matrimonios cuya convivencia es difícil, de las familias rotas, de las mujeres maltratadas y humilladas, de los niños que crecen sin amor. Belén es una medicina eficaz para la convivencia. En los últimos años hemos recibido muchos inmigrantes; me alegro de que los cristianos que viven entre nosotros hallen no sólo el apoyo en sus necesidades económicas y sociales, sino también la acogida pastoral en las comunidades cristianas y parroquias. Todos, ellos y nosotros, formamos la misma familia de la fe.
La fiesta de Navidad ha creado en nuestros pueblos de hondas raíces cristianas muchas manifestaciones culturales y sociales que nos resultan familiares. Últimamente un goteo constante de noticias sobre eliminación de símbolos religiosos nos llena de preocupación. ¿Por qué excluimos y rechazamos este patrimonio tan entrañable, recibido de quienes nos han precedido en la vida, en la fe y en la orientación de la existencia? La justificación que a veces se aporta para eliminar, por ejemplo, crucifijos o nacimientos es poco convincente: Para que quienes profesan otra religión o son increyentes no se sientan molestos en el Estado aconfesional. Pero el Estado, también el aconfesional como es nuestro caso, no puede excluir lo religioso de los ámbitos sociales perdiendo referencias y símbolos de la religión, ya que sería una forma de imponer el laicismo en la sociedad. Una sociedad como la nuestra, cuyos cimientos son profundamente cristianos, si renuncia a cultivar sus raíces, vivirá desarraigada y perderá vitalidad. Nuestras sociedades son en medida creciente pluriculturales y plurirreligiosas, dado que las migraciones caracterizan a nuestra época; pues bien, esta pluralidad no es respetada sumergiéndola en la invisibilidad, ocultándola en la privacidad y relegándola a la interioridad de cada uno, sino reconociendo abiertamente la diversidad tanto de personas como de grupos, en la intimidad del corazón y en las manifestaciones sociales, y conviviendo respetuosamente unos y otros en el marco del bien común. Sería un recorte indebido pretender conformar la vida social y ética sin los valores específicos de cada pueblo y cultura con el pretexto de que debemos ocultar lo más genuino para que nadie se ofenda. Si despojáramos a nuestros pueblos y ciudades de los testimonios que caracterizan su historia y cultura nos quedaríamos no con una sociedad más convivente sino una sociedad despojada y empobrecida. A nuestras sociedades les urge reflexionar sobre las bases de la convivencia entre ciudadanos creyentes e increyentes, de una religión y otra. La solución no puede ser recortar el derecho a la libertad religiosa, reduciéndola a la conciencia personal, a la sacristía o a la privacidad, sino reconocer la pluralidad como una oportunidad y ayudarle a que se armonice el derecho a la libertad religiosa con los demás derechos fundamentales del hombre que forman una especie de cosmos variado y libre. Nos interesa a todos que meditemos acerca del lugar de la religión en las sociedades democráticas, sin eliminar irrespetuosamente manifestaciones religiosas que no se imponen a nadie sino que recuerdan la historia propia y la profundidad de las tradiciones legítimas de la sociedad donde se vive y convive. ¿Sólo podemos ofrecer a los inmigrantes un trabajo para ganar más
euros que en su tierra de origen? ¿Dónde quedarían sus valores culturales y religiosos? En estas condiciones sería obviamente impensable un diálogo interreligioso y un enriquecimiento mutuo de las diversas tradiciones católicas. A quienes llegan de otras latitudes no podemos decirles: “modernízate”, es decir, “entra en la cultura de la secularización”, dejando tus tradiciones, sino aporta tu legítima diversidad a la vida común. ¿Qué comunicamos los cristianos a los que llegan hasta nosotros el frío religioso que congela sus sentimientos o el calor humano y cristiano que los anima y calienta?
Navidad es una fiesta de la Iglesia que tiene un mensaje precioso y capaz de hablar también a los hombres y mujeres de nuestro tiempo; es, demás, una fiesta con múltiples manifestaciones en la sociedad y en la cultura de nuestro pueblo, que a nadie podemos imponer, pero debemos defender contra los asaltos que padece.
Mons. Ricardo Blázquez Perez
Obispo de Bilbao