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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
estimados profesores;
amables señoras y señores:
Me alegra daros la bienvenida al inicio de los trabajos de vuestro congreso, en los que estudiaréis durante los próximos días un tema de notable importancia para el actual momento histórico: la ley moral natural. Agradezco a monseñor Rino Fisichella, rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense, los sentimientos expresados en las palabras con las que ha introducido este encuentro.
No cabe duda de que vivimos un momento de extraordinario desarrollo en la capacidad humana de descifrar las reglas y las estructuras de la materia y en el consiguiente dominio del hombre sobre la naturaleza. Todos vemos las grandes ventajas de este progreso, pero también vemos las amenazas de una destrucción de la naturaleza por la fuerza de nuestra actividad. Hay un peligro menos visible, pero no menos inquietante: el método que nos permite conocer cada vez más a fondo las estructuras racionales de la materia nos hace cada vez menos capaces de ver la fuente de esta racionalidad, la Razón creadora. La capacidad de ver las leyes del ser material nos incapacita para ver el mensaje ético contenido en el ser, un mensaje que la tradición ha llamado lex naturalis, ley moral natural. Hoy esta palabra para muchos es casi incomprensible a causa de un concepto de naturaleza que ya no es metafísico, sino sólo empírico. El hecho de que la naturaleza, el ser mismo ya no sea transparente para un mensaje moral crea un sentido de desorientación que hace precarias e inciertas las opciones de la vida de cada día. El extravío, naturalmente, afecta de modo particular a las generaciones más jóvenes, que en este contexto deben encontrar las opciones fundamentales para su vida.
Precisamente a la luz de estas constataciones aparece en toda su urgencia la necesidad de reflexionar sobre el tema de la ley natural y de redescubrir su verdad común a todos los hombres. Esa ley, a la que alude también el apóstol san Pablo (cf. Rm 2, 14-15), está escrita en el corazón del hombre y, en consecuencia, también hoy no resulta simplemente inaccesible. Esta ley tiene como principio primero y generalísimo: «hacer el bien y evitar el mal». Esta es una verdad cuya evidencia se impone inmediatamente a cada uno. De ella brotan los demás principios más particulares, que regulan el juicio ético sobre los derechos y los deberes de cada uno.
Uno de esos principios es el del respeto a la vida humana desde su concepción hasta su término natural, pues este bien no es propiedad del hombre sino don gratuito de Dios. También lo es el deber de buscar la verdad, presupuesto necesario de toda auténtica maduración de la persona. Otra instancia fundamental del sujeto es la libertad. Sin embargo, teniendo en cuenta que la libertad humana siempre es una libertad compartida con los demás, es evidente que sólo se puede lograr la armonía de las libertades en lo que es común a todos: la verdad del ser humano, el mensaje fundamental del ser mismo, o sea, precisamente la lex naturalis.
¿Y cómo no mencionar, por una parte, la exigencia de justicia, que se manifiesta en dar unicuique suum, y, por otra, la expectativa de solidaridad, que en cada uno, especialmente en el necesitado, alimenta la esperanza de ayuda por parte de quienes han tenido mejor suerte que él?
En estos valores se expresan normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas.
La ley natural es la fuente de donde brotan, juntamente con los derechos fundamentales, también imperativos éticos que es preciso cumplir. En una actual ética y filosofía del derecho están muy difundidos los postulados del positivismo jurídico. Como consecuencia, la legislación a veces se convierte sólo en un compromiso entre intereses diversos: se trata de transformar en derechos intereses privados o deseos que chocan con los deberes derivados de la responsabilidad social. En esta situación, conviene recordar que todo ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno como a nivel internacional, encuentra su legitimidad, en último término, en su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el mismo ser humano.
La ley natural es, en definitiva, el único baluarte válido contra la arbitrariedad del poder o los engaños de la manipulación ideológica. El conocimiento de esta ley inscrita en el corazón del hombre aumenta con el crecimiento de la conciencia moral. Por tanto, la primera preocupación para todos, y en especial para los que tienen responsabilidades públicas, debería consistir en promover la maduración de la conciencia moral. Este es el progreso fundamental sin el cual todos los demás progresos no serían auténticos. La ley inscrita en nuestra naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad.
Todo lo que he dicho hasta aquí tiene aplicaciones muy concretas si se hace referencia a la familia, es decir, a la «íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias» (Gaudium et spes, 48). Al respecto, el concilio Vaticano II reafirmó oportunamente que el matrimonio es «una institución estable por ordenación divina» y, por eso, «este vínculo sagrado, con miras al bien tanto de los cónyuges y de la prole como de la sociedad, no depende del arbitrio humano» (ib.).
Por tanto, ninguna ley hecha por los hombres puede subvertir la norma escrita por el Creador, sin que la sociedad quede dramáticamente herida en lo que constituye su mismo fundamento basilar. Olvidarlo significaría debilitar la familia, perjudicar a los hijos y hacer precario el futuro de la sociedad.
Por último, siento el deber de afirmar una vez más que no todo lo que es científicamente factible es también éticamente lícito. La técnica, cuando reduce al ser humano a objeto de experimentación, acaba por abandonar al sujeto débil al arbitrio del más fuerte. Fiarse ciegamente de la técnica como única garante de progreso, sin ofrecer al mismo tiempo un código ético que hunda sus raíces en la misma realidad que se estudia y desarrolla, equivaldría a hacer violencia a la naturaleza humana, con consecuencias devastadoras para todos.
La aportación de los hombres de ciencia es de suma importancia. Juntamente con el progreso de nuestras capacidades de dominio sobre la naturaleza, los científicos también deben ayudarnos a comprender a fondo nuestra responsabilidad con respecto al hombre y a la naturaleza que le ha sido encomendada. Sobre esta base es posible desarrollar un diálogo fecundo entre creyentes y no creyentes; entre teólogos, filósofos, juristas y hombres de ciencia, que pueden ofrecer también al legislador un material valioso para la vida personal y social.
Por tanto, deseo que estas jornadas de estudio no sólo susciten una mayor sensibilidad de los estudiosos con respecto a la ley moral natural, sino que también impulsen a crear las condiciones para que sobre este tema se llegue a una conciencia cada vez más plena del valor inalienable que la ley natural posee para un progreso real y coherente de la vida personal y del orden social.
Con este deseo, aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros y por vuestro compromiso académico de investigación y reflexión, e imparto a todos con afecto la bendición apostólica.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]