ROMA, martes, 27 febrero 2007 (ZENIT.org).- «El buen confesor es antes aún un buen penitente», pues «nadie puede ser signo de la misericordia divina si primero no ha experimentado en su propia carne tal misericordia», reconoce el padre Amedeo Cencini, de la Universidad Pontificia Salesiana (Roma).
Recalca así el contenido del discurso que, sobre la confesión, el confesor y el penitente, Benedicto XVI pronunció recientemente ante los padres penitenciarios de las basílicas papales de Roma (Zenit, 19 febrero 2007).
«Instrumento activo de la misericordia divina», el confesor –subrayó el Papa- necesita «una buena sensibilidad espiritual y pastoral», «seria preparación teológica, moral y pedagógica que le permita comprender lo que vive la persona», así como « conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes se acercan al confesionario».
«No hay que olvidar –añadía el Santo Padre- que el sacerdote, en este sacramento, está llamado a desempeñar el papel de padre, juez espiritual, maestro y educador», cosa que «exige una actualización constante».
Y subrayó ante los sacerdotes la imposibilidad de «predicar el perdón y la reconciliación a los demás» si no se está «personalmente penetrados por él», concluyendo con un llamamiento a «redescubrir y reproponer este sacramento».
Al hilo de este discurso, en una entrevista difundida el viernes por el Servicio de Información Religiosa «Sir» de la Conferencia Episcopal Italiana, el padre Cencini –también profesor del Instituto de Psicología de la Universidad Gregoriana de Roma-, advirtió de un «dato inquietante».
«Honestamente -dijo- se tiene la impresión de que no siempre el sacerdote otorga la adecuada relevancia a la dimensión penitencial de la vida cristiana, en términos de importancia pastoral, y por lo tanto de preparación personal, de tiempo a ella dedicado, de estrategia educativa», de donde se deriva el riesgo «de hacer considerar también a los fieles la experiencia de la confesión como menos importante».
Cuestión de filiación
La relevancia de lo expresado está en que «en la vida cristiana el descubrimiento y la experiencia del propio pecado es la otra cara, complementaria, de la experiencia de ser hijos», alerta el padre Cencini.
Esto es, «es el descubrimiento del pecado lo que hace descubrir cuán grande es el amor de Dios por mí, puesto que me perdona todo -aclara-, y es la experiencia de la paternidad de Dios misericordioso lo que me hace reconocer la gravedad de mi acto transgresor».
«En otras palabras, sólo el pecador puede disfrutar y conmoverse ante el abrazo del padre, y sólo el hijo puede admitir la gravedad de sus culpas», sintetiza.
Cuestión de formación y vivencia
Es ahí donde «la formación inicial de los sacerdotes es un punto delicado: el buen confesor es antes aún un buen penitente», señala el padre Cencini, consultor desde hace más de una década de la Congregación vaticana para la Vida Consagrada.
Y es que -explica- «el estudio de la teología moral no puede ser sencillamente el estudio de una compleja casuística o la adquisición de normas para valorar comportamientos, que hay que revisar periódicamente, sino que es un todo con la experiencia personal del propio pecado perdonado y redimido, para dar espacio a una seria preparación capaz de comprender la vivencia de las personas».
Ello marca igualmente «la necesidad, también para los futuros sacerdotes, de llevar a cabo esa peregrinación penitencial que reúne a todos los creyentes para descubrir las propias debilidades y fragilidades no sólo psicológicas, sino también espirituales», indica.
E implica, para todos, «redescubrir la sacralidad de la confesión» -recalca el padre Cencini-: entenderla «como nueva creación», «no sencillamente para suprimir los pecados cometidos, sino para volver a poner la propia vida en las manos del Creador».
«Es ésta la dimensión sacra de la confesión, que hace que sea un verdadero renacimiento espiritual capaz de transformar al que se arrepiente en una nueva criatura», concluye.
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Feb 27, 2007 00:00