El cardenal Rouco habla en Ratisbona sobre Europa

La ética sin Dios no preserva los derechos del hombre

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RATISBONA, sábado, 21 julio 2007 (ZENIT.org).- El cardenal arzobispo de Madrid pronunció, el 6 de julio, en la catedral de Ratisbona (Alemania), una conferencia sobre «Europa cristiana, herencia e identidad». Ésta es una traducción de algunos de los pasajes más significativos publicada por el semanario «Alfa y Omega».

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Predomina hoy la incertidumbre jurídica y política sobre el futuro de Europa, reflejo de una problemática social y cultural mucho más profunda. ¿Se podría hablar, en estos términos, de una crisis desde el Atlántico hasta los Urales? Si se observan con objetividad y sin prejuicios intelectuales algunos signos de los tiempos, hay que responder que sí. Asistimos a una catástrofe demográfica. Ninguna nación europea se libra de este proceso, que hay que calificar, al menos, de dramático.

El envejecimiento de la población tendrá consecuencias económicas, financieras y políticas que no pueden obviarse. Pero, ¿se han tomado en serio y con sentido de responsabilidad estos asuntos en los principales círculos culturales, sociales y políticos europeos? La preocupación acerca del futuro de los sistemas públicos de seguridad social aumenta. No obstante, la problemática desborda ampliamente la simple perspectiva económica, mientras que las medidas que han tomado las sociedades europeas tienen que ver, fundamentalmente, con la inmigración.

El porcentaje de inmigrantes en los países occidentales aumenta, y muchos de ellos son de cultura y religión islámicas, lo que nos sitúa frente al alcance auténtico de las transformaciones sociales a la vista en Europa, hoy más o menos silenciosas. Cómo se producirá la integración de estas nuevas poblaciones es una incógnita. Pero una cosa sí puede asegurarse con relativa certeza: si no se afrontan de forma crítica las causas de la preocupante situación de las sociedades europeas; más aún, si no se está dispuesto, intelectual y espiritualmente, a plantear esta crisis hasta en sus causas religiosas y espirituales, será difícil alcanzar un futuro de bienestar justo, solidario y en paz.

¿Puede separarse la caída demográfica europea de una serie de procesos a los que asistimos desde el final de los años 60, con el cuestionamiento generalizado de las convicciones morales más elementales en el terreno del derecho a la vida, de la comprensión acerca de la verdadera naturaleza del matrimonio monógamo entre hombre y mujer y de la familia, así como de lo relacionado con la moral sexual? Obviamente, no. Sólo es preciso comprobar en las estadísticas el efecto del desarrollo de las legislaciones en todos los países de Europa sobre el derecho a la vida, el matrimonio y la familia, en las últimas tres décadas. La caída de la población en Europa vino con las así llamadas liberalizaciones del aborto, con la creciente banalización del derecho sobre el divorcio y, últimamente, con la introducción del derecho a una supuesta muerte digna y con la luz verde a experimentos mortales con embriones humanos. El resultado no podía ser otro. La encíclica «Humanae vitae», de Pablo VI, señaló ya en 1968 las heridas de la situación espiritual y cultural de aquella Europa. Las corrientes culturales dominantes en las sociedades europeas ya no entendían la relación esencial y el nexo indisoluble entre el auténtico amor humano y la auténtica vida humana. Se confundían la auténtica naturaleza del amor y de la vida y, al final, se ignoraba al hombre como persona.

El contexto histórico espiritual
Desde el punto de vista histórico espiritual, subyace una creciente cosmovisión agnóstica, con o sin trasfondo humanístico, ligada a una ética hedonística y a una moral de poder. Éstas desembocaron, como advirtió el cardenal Ratzinger en su homilía de la misa de apertura del cónclave para la elección del sucesor del Papa Juan Pablo II, en una dictadura del relativismo. Juan Pablo II había desarrollado, en el infatigable cumplimiento de su magisterio, la visión del matrimonio y de la familia de su predecesor, Pablo VI. Pero es el servicio histórico de Benedicto XVI el que ha situado en la perspectiva teológica, con su encíclica «Deus caritas est», la problemática existencial del amor humano y su plano antropológico, en conexión sistemática con el plano trinitario y de la Historia Sagrada. La forma correcta de amar y vivir sólo puede conocerla el hombre cuando se sitúa en el camino de la fe y reconoce que Dios es amor, y además en lo más íntimo de su esencia trinitaria. Porque somos amados por Dios personalmente, somos y existimos, a pesar de nuestra ruptura con Él, a pesar del pecado original y de nuestros pecados. Es en la Cruz donde se contempla la verdad sobre el amor. Por eso el amor a Dios y el amor a los hombres no pueden separarse, y por lo mismo el amor debe atravesar toda la existencia del hombre, desde su intimidad hasta su acción pública en la sociedad y en la sociedad política. La caritas es también necesaria para construir un orden social y un Estado justos. Incluso en la sociedad más justa siempre es necesario el amor.

Podemos afirmar que, en los primeros pasos hacia la unidad de Europa, al final de la Segunda Guerra Mundial, la preocupación por el hombre prevalecía en los mejores espíritus, y, con ella, la preocupación acerca de la comprensión verdadera de su esencia como persona. Se intentaba, al menos desde el punto de vista jurídico-político, asegurar la incondicionalidad de la dignidad del hombre sobre la base de un consenso extendido, de tal modo que, en los nuevos textos constitucionales de los Estados libres de Europa, quedara asegurado el respeto a la dignidad de la persona. Se trataba de salvaguardar al hombre de los juegos de poder políticos y económicos, sobre todo del poder omnipresente del Estado.

Cuando ya en 1949, se discutía en la República Federal de Alemania sobre una posible despenalización del aborto durante los tres primeros meses de embarazo, por indicación social, Romano Guardini, en un célebre escrito, advirtió del peligro de contemplar al hombre como un objeto o como un ser biológico manipulable. En El derecho a la vida antes del nacimiento: «Una consecuencia de esta visión es que el ser hombre no tendría una esencia dada, sino que sería algo enmarcado en una graduación -superior o inferior-, en la medida en que se acercase o alejase de un determinado optimum, la situación suprema de riqueza formal y energía vital. De este modo, cuanto más primitivo fuese el estadio embrionario, menos humano sería».

Se puede hablar, sin exagerar, de un auténtico renacer de la doctrina del derecho natural en la Europa de la posguerra, que se extendió hasta el fin de los años 60. Se vio, ya durante la guerra, que no podía controlarse el totalitarismo político, ni en el plano teórico ni en el práctico, con el positivismo jurídico. Una fundamentación inmanente del Derecho sólo puede superarse a través de una jurisprudencia trascendente.

Debe notarse, sin embargo, que las Naciones Unidas no lograron exponer en la Declaración Universal de los Derechos Humanos una fundamentación filosófica ni una cosmovisión trascendente. El marxismo desarrolló una fuerza social muy dinámica en las corrientes culturales y de pensamiento de las democracias libres, como también en el magisterio social cristiano. No produce, por tanto, sorpresa el nuevo éxito del positivismo jurídico, ni que recuperara su vieja influencia en nuevas variantes del pragmatismo político, social y cultural. La consecuencia jurídica de este proceso fue una relativización de la fundamentación espiritual del derecho humano y de sus contenidos más importantes, por ejemplo, en el terreno del derecho a la vida, y, tal como se ha visto después, en el de la libertad religiosa.

El hombre es alguien, no algo
Julián Marías advirtió de que, en la mentalidad más extendida hoy sobre hombre como perso
na, ha sobrevenido un proceso de despersonalización. La conciencia de que el hombre, desde el principio de su existencia en el seno materno hasta su muerte, es alguien, y no algo, se oscureció progresivamente en las masas, mientras avanzaba el debate público en Europa sobre el estatus constitucional del embrión.

Tras la crisis ético-jurídica y cultural en la fundamentación de los derechos humanos y en la radicación de la dignidad inviolable de la dignidad de la persona humana, se esconde, en la Europa que busca primero su unidad económica y política, una crisis cada vez más profunda: crisis antropológica. Se duda cada vez más acerca de quién es persona, cuando comienza a existir, dónde reside su ser…

El Concilio Vaticano II lanzó una señal luminosa, válida también para no creyentes, desarrollada y profundizada después por Juan Pablo II en la encíclica Redemptor hominis: «El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social…, este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión».

Si no se subordina la política a la ética y no se vincula la ética a Dios, se perderá el fundamento sólido teórico y práctico para la preservación de la dignidad incondicional de la persona y de sus derechos fundamentales en el futuro de Europa. La propia Europa se reduciría a un concepto geográfico. La dignidad personal del hombre sólo puede asegurarse, en último término, si no se pierde en la concepción general de la cultura europea el convencimiento de la semejanza a Dios del hombre.

No puede encontrarse hoy solución satisfactoria a la pregunta sobre Europa al margen de la vía antropológica y de una visión no sólo filosófica, sino también teológica sobre el fundamento trinitario y sagrado de la auténtica humanidad, que ha marcado espiritualmente la historia europea en sus aspectos decisivos. De hecho, si Europa pierde sus raíces cristianas, perderá también su identidad espiritual, la condición prepolítica para cualquier identidad cultural, social, jurídica y política. Es, por tanto, el momento, ahora que parece que han fracasado los ambiciosos planes para una Constitución europea, de volver a apelar a la conciencia de la memoria cristiana de Europa, como ya hizo Juan Pablo II en la catedral de Santiago de Compostela, en 1983: «Europa, sé tú misma».

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ZENIT Staff

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