Benedicto XVI hizo esta observación, en su primera encíclica «Deus Caritas Est», citando a San Camilo junto a San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, Teresa de Calcuta y otros como «modelos duraderos de caridad» para cualquier persona.
Lo que hace que San Camilo sea único en esta lista es que hasta los 32 años nadie habría sospechado que el extraño y turbulento joven tuviera tan glorioso destino
Camilo de Lelis nació en 1550 hijo de un mercenario. Su madre murió cuando Camilo era todavía niño. Su padre no le dio precisamente un buen modelo de vida. Inveterado jugador, era indiferente al lado por el que luchaba; incluso participó en el saqueo de Roma en 1527.
Crecido en lo que la moderna jerga denominaría «hogar disfuncional», el joven Camilo creció con escasa educación, abscesos crónicos en los pies y una adicción al juego. Para pagar sus deudas, siguió los pasos de su padre, convirtiéndose también en un soldado de fortuna. En uno de sus más momentos más oscuros, perdió su espada, pistola y recipientes de pólvora, los utensilios de su negocio.
La conversión de Camilo no llegó de la noche a la mañana. Trató de unirse a los franciscanos, fracasó y volvió a su antiguo camino. Cayó y se levantó muchas veces antes de asentar sus pies firmemente por la estrecha senda.
Roma tuvo un papel importante en la conversión de Camilo. Llegó al hospicio de Santiago de los Incurables, a pocos pasos de la actual meca de compras de Plaza de España, buscando tratamiento para sus pies. A cambio se ofreció ayudar a cuidar a los enfermos y moribundos del hospital.
Mientras dedicaba su tiempo, amor y atención a los enfermos, empezó a sanar espiritual y físicamente. Dejó el juego y sus enfermedades le abandonaron.
La Providencia envió a Camilo un extraordinario director espiritual. San Felipe Neri quien le tomó bajo su protección.
El larguirucho arrapiezo que medía 1,95 mt. fue a la escuela, estudió gramática junto a los escolares del Colegio Jesuita Romano. En este ambiente no sólo aprendió letras sino también mucha humildad.
Finalmente fue ordenado sacerdote en 1584 y fundó su orden, los Siervos de los enfermos. Aunque trató a los enfermos y a los pobres, dedicó especial atención en consolar a los moribundos.
Su pintoresco pasado le sirvió en esta tarea. Ningún caso era tan extraño a él para no interesarle, porque recordaba lo perdido que había estado. Podía reconocer los signos de la adicción inmediatamente y entonces era capaz de comprender y ayudar a la gente que era desahuciada por otros.
En «Deus Caritas Est», el Santo Padre reflexiona que los santos demuestran cómo «los que llegan cerca de Dios no se alejan de los hombres sino que más bien se hacen verdaderamente cercanos a ellos». La «autoayuda» de San Camilo –para ponerlo en términos contemporáneos– se centró en ver a Jesús en los demás antes que encerrarse en uno mismo.
Los Siervos de los enfermos en áreas de epidemias, zonas de desastre u hospitales eran fácilmente identificables por las cruces rojas que llevaban en sus uniformes.
Incluso hoy, la Cruz Roja es sinónimo de ayuda médica, aunque el origen del símbolo moderno parece diferente. El fundador de la moderna Cruz Roja, Henri Dunant, era suizo. Fue testigo del sufrimiento de los heridos durante la batalla de Solferino en 1859 reclutó a los vecinos cercanos para ayudarle a atender a los caídos.
La iniciativa de Dunant fue ratificada durante la Convención de Ginebra y la cruz roja sobre campo blanco, el inverso de la bandera suiza, fue elegida como su símbolo en honor a los orígenes de Dunant.
Si los dos símbolos están relacionados o no, durante medio milenio la cruz roja ha llevado esperanza a los afligidos y solaz a los que sufren.